A la derecha había un comedor que una vez había sido una sala, y a la izquierda había una sala recientemente añadida. El porche y la casa de piedra estaban construidos en estilo federal, pero los añadidos posteriores en otros estilos habían dado como resultado una mezcolanza. Y ella había mandado tirar algunas paredes para que la casa resultara más espaciosa.
– Para largas duchas, se necesita un buen extractor que elimine el vapor -dijo Sam.
A Dean le gustaba tomar largas duchas calientes. O por lo menos eso recordaba de su adolescencia, aunque por lo poco que sabía de él, muy bien podría haberse convertido en uno de esos hombres que se daban duchas cortas y se vestían en cinco minutos. Era doloroso no conocer apenas nada de su único hijo, pero a esas alturas ya debería estar acostumbrada.
Varias horas más tarde April logró escabullirse lejos del ruido. Cuando salió por la puerta lateral, aspiró el aroma de esa tarde de finales de mayo. La brisa traía el olor a abono de una granja cercana junto con la fragancia de la madreselva que crecía al borde del camino que conducía a la granja. Se abrió paso entre las azucenas crecidas, los descuidados arbustos de peonías y los enmarañados rosales que seguramente habían sido plantados por las abnegadas campesinas demasiado ocupadas con el cultivo de las judías y el maíz que mantendrían a su familia hasta el final del invierno, como para encima tener que preocuparse por las plantas decorativas.
Se detuvo un momento para examinar el huerto donde ahora crecían las malas hierbas y que años antes estaba distribuido en cuadrados sin sentido comunes en las casas rurales. Más allá, en la parte trasera de la casa, se había despejado una amplia zona donde los carpinteros pronto comenzarían a levantar un porche cerrado. En una de las esquinas, había escrito las iniciales A R en letra pequeña, como una prueba fehaciente de que ella había estado allí. Uno de los pintores de la planta superior la miró desde la ventana. Ella se apartó el pelo rubio de la cara y se apresuró a atravesar la vieja verja de hierro antes de que alguien intentase detenerla con más preguntas innecesarias.
La granja, que se conocía con el nombre de granja Callaway, se asentaba en un suave valle rodeado de colinas. En otros tiempos había sido una próspera granja de caballos, pero ahora los únicos animales que vagaban por los setenta y cinco acres de la propiedad eran venados, ardillas, mapaches y coyotes. La finca, que contaba con pastos y bosques, también poseía un granero, una casita de invitados y un estanque que se nutría de las lluvias primaverales. Una vieja parra, crecida y abandonada como todo lo demás, marcaba el final del camino adoquinado. Había un banco de madera que había sido utilizado por Wilma Callaway, la última ocupante de la granja, para sentarse a descansar al acabar la larga jornada. Wilma había muerto el año anterior con noventa y un años. Dean le había comprado la granja a un pariente lejano.
April conocía detalles de la vida de su hijo a través de una complicada red de contactos. Así era como se había enterado de que él tenía intención de contratar a alguien para que supervisara la restauración de la casa. Casi al instante había sabido lo que tenía que hacer. Después de tantos años por fin podría crear un hogar para su hijo. Dejar sus obligaciones en Los Ángeles había sido complicado, pero trasladar su trabajo había sido sorprendentemente fácil. Elaboró un currículo con referencias falsas. Se compró una falda y un suéter en Talbots y se hizo con una diadema para recogerse su largo pelo rubio. Luego inventó una historia que explicara su presencia en el este de Tennessee. La administradora de Dean la contrató a los diez minutos.
April mantenía una relación de amor odio con la conservadora mujer que había creado para ocultar su identidad. Susan O'Hara era una viuda que no necesitaba la ayuda de nadie. Era una mujer pobre, pero valiente, sin más habilidades que las de sacar adelante una familia, llevar las cuentas de la casa, enseñar en la escuela dominical o ayudar a su difunto marido a rehabilitar casas.
Sin embargo, las ropas conservadoras de Susan eran otro tema. El primer día de Apríl en Garrison, había decidido que la viuda sería una mujer nueva y vibrante, y había renovado todo su vestuario. A April le encantaba mezclar todo tipo de ropa, la última moda con la de otras temporadas y ropa de diseño con modelos de tiendas más económicas. La semana anterior había ido al pueblo con un top de Gaultier y unos chinos de Banana Republic. Ese mismo día, se había puesto una camiseta marrón oscuro de Janis Joplin, unos pantalones agujereados de color jengibre y unas sandalias de tacón con pedrería.
Tomó el camino que llevaba al bosque. Comenzaban a florecer las violetas blancas y las alegrías. Poco después vio el reflejo del sol en la ondulada superficie del estanque a través de las azaleas y los laureles. Llegó a su lugar favorito junto a la orilla y se quitó las sandalias. Al otro lado del estanque, al alcance de la vista, estaba la vieja casita de invitados donde se había instalado.
Se sentó en el césped y se rodeó las rodillas con los brazos. Tarde o temprano, Dean descubriría su engaño y en ese momento acabaría todo. No le gritaría. Gritar no era su estilo. Pero su evidente desprecio sería peor que cualquier grito o palabra. Ojala pudiera terminar la casa antes de que él descubriera su charada. Puede que cuando él llegara a su nueva casa notara al menos un poco de lo que ella quería dejar tras de sí… amor y pena.
Por desgracia, Dean no creía demasiado en la redención. Ella llevaba limpia diez años, pero las cicatrices eran demasiado profundas para que la perdonara. Cicatrices que ella misma había causado. April Robillard, la reina de las groupies, la chica que sabía cómo divertirse, pero no cómo ser madre.
«Deja de hablar así de ti misma -le decía su amiga Charli cada vez que se acordaban de los viejos tiempos-. No has sido nunca una groupie, April. Tú has sido una musa.»
Es lo que se decían a ellas mismas. Tal vez para algunas había sido cierto. Tantas mujeres fabulosas: Anita Pallenberg, Marianne Faithfull, Angie Bowie, Bebe Buell, Lori Maddoxy… April Robillard. Anita y Marianne habían sido las novias de Keith y Mick: Angie estuvo casada con David Bowie; Bebe se lió con Steven Tyler; Lori con Jimmy Page. Y durante más de un año, April había sido la amante de Jack Patriot. Todas eran hermosas y más que capaces de labrarse un lugar en el mundo. Pero habían amado a esos hombres más de lo debido. A los hombres y a la música que hacían. Esas mujeres ofrecían consejo y amistad. Adulaban sus egos, acariciaban sus frentes, pasaban por alto sus infidelidades, y les ofrecían sexo. Más rock, por favor.
«No eras una groupie, April. Fíjate a cuántos rechazaste.»
April había rechazado a muchos hombres, a los que no le gustaban, no importaba su fama ni su lugar en las listas. Pero había acosado a los que sí deseaba, había estado dispuesta a compartir sus drogas, sus ataques de furia; a compartirlos con otras mujeres.
«Eras su musa y…»
Pero una musa tenía poder. Una musa no desperdiciaba los años de su vida entre alcohol, marihuana, peyote, mescalina y, finalmente, cocaína. Pero sobre todo, una musa no tenía que preocuparse por corromper a un niño al que prácticamente había abandonado.
Era demasiado tarde para arreglar lo que le había hecho a Dean, poro por lo menos podía hacer esto. Restaurar su casa y luego desaparecer otra vez de su vida.
April descansó la frente en las rodillas y dejó que la música la inundara.
¿Recuerdas cuando éramos jóvenes
y vivíamos cada sueño como si fuera el primero?
Cariño, ¿por qué no sonreír?
La granja era parte del valle. Dean y Blue llegaron al atardecer, cuando los últimos rayos de sol teñían las nubes de un tono entre naranja y amarillo y las colinas circundantes se llenaban de sombras como si fueran los volantes de la falda de una bailarina de cancán. Un camino curvo y lleno de baches conducía a la casa. Cuando Blue la tuvo ante sus ojos, todas las preocupaciones desaparecieron de su mente.