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– Es esa casa verde con el cartel en el patio -dijo ella.

El se detuvo frente a un rancho de estuco, donde un ciervo metálico entre girasoles dorados montaba guardia desde un cartel móvil en el que se podía leer: SE ALQUILAN HABITACIONES. Algún graciosillo había escrito un gran NO delante. Un sucio Ford Focus plateado estaba aparcado en el camino de entrada. Al lado, una morena de piernas largas apoyaba las caderas contra la puerta del copiloto mientras se fumaba un cigarrillo. Cuando vio el coche de Dean se enderezó.

– Esa debe de ser Sally -siseó Castora-. El último ligue de Monty. Yo fui el anterior.

Sally era joven, delgada, con grandes pechos y mucho maquillaje, lo que dejaba a Castora con el pelo sudado en gran desventaja a pesar de que aparecer en un Aston Martin deportivo con él tras el volante podría haber puesto un estadio en pie. Dean vio por el parabrisas cómo un tío melenudo con aspecto de bohemio y gafas redondas de montura metálica salía de la casa. Ése debía de ser Monty. Llevaba unos pantalones militares con una camisa que parecía robada a una pandilla de revolucionarios sudamericanos. Tendría unos treinta y tantos, era bastante mayor que Castora y mucho más viejo que Sally, que no debía de tener más de diecinueve.

Monty se detuvo en seco cuando vio el Vanquish. Sally apagó el cigarrillo con la punta de una brillante sandalia rosa y se los quedó mirando. Dean se tomó su tiempo para salir, rodear el coche y abrir la puerta del acompañante para que Castora pudiera soltar su jerga aniquiladora. Por desgracia, cuando ella intentó poner las patas en el suelo, la cola se interpuso en su camino. Trató de echarla a un lado, pero lo único que consiguió fue que se desenrollara y le golpeara en la barbilla. Se quedó tan aturdida por el golpe que perdió el equilibrio y se cayó de bruces a sus pies con la gran cola balanceándose sobre su trasero.

Monty se la quedó mirando fijamente.

– ¿Blue?

– ¿Ésa es Blue? -dijo Sally-. ¿Es payasa o algo así?

– No la última vez que la vi. -Monty desvió la atención de Castora, que trataba de ponerse a cuatro patas, a Dean-. ¿Y tú quien eres?

El tío tenía ese tipo de tono falsete de la clase alta que hacía que Dean quisiera escupir tabaco y decir: «¿Quépacha tío?»

– Un hombre misterioso -dijo con acento arrastrado-. Amado por unos. Temido por otros.

Monty pareció desconcertado, pero cuando Castora logró finalmente ponerse en pie, su expresión se volvió francamente hostil.

– ¿Dónde lo tienes, Blue? ¿Qué has hecho con él?

– ¡Mentiroso, hipócrita, poetucho de tres al cuarto! -Ella arrastró los pies por el camino de grava con la cara brillante de sudor y el asesinato reflejado en los ojos.

– No te he mentido. -Lo dijo de una manera tan condescendiente que si a Dean, que no tenía por qué molestarse, le enfureció, no podía imaginarse cómo se lo tomaría Castora-. No te he mentido nunca -seguía diciendo-, te lo explicaba todo en la carta.

– Una carta que no leí hasta después de haberlo abandonado todo, plantado a tres clientes y conducido más de dos mil kilómetros a través del país. ¿Y qué me encontré cuando llegué aquí? ¿Me encontré al hombre que llevaba los dos últimos meses rogándome que dejara Seattle para venir a vivir con él? ¿Me encontré con el hombre que lloraba como un bebé al teléfono, me hablaba de que se iba a suicidar, me decía que era la mejor amiga que había tenido nunca y la única mujer en la que confiaba? No, claro que no. Lo que encontré fue una carta en la que ese hombre, que juraba que yo era la única razón de su existencia, me decía que ya no me quería porque se había enamorado de una chica de diecinueve años. Una carta donde también se me decía que por favor no me lo tomara como algo personal. ¡Ni siquiera tuviste el valor de decírmelo a la cara!

Sally dio un paso hacia delante con expresión furibunda.

– Eso es porque eres una tocapelotas.

– ¡Tú ni siquiera me conoces!

– Monty me lo contó todo. No quiero que creas que soy una bruja, pero deberías ir a terapia. Te ayudará a dejar de sentirte amenazada por el éxito de otras personas. En especial de Monty.

Las mejillas de Castora se pusieron de un rojo brillante.

– Monty se pasa la vida escribiendo poemas penosos y haciendo trabajos para chicos universitarios que son demasiado vagos para hacerlos ellos mismos.

La fugaz expresión de culpabilidad de Sally llevó a Dean a sospechar que así era exactamente cómo había conocido a Monty. Pero aquello no la detuvo.

– Tienes razón, Monty. Es una víbora.

Castora tensó con fuerza la mandíbula y avanzó de manera amenazadora hacia Monty.

– ¿Le has dicho que soy una víbora?

– Sí, pero no siempre -dijo Monty con arrogancia-. Sólo lo eres cuando se trata de mi trabajo creativo. -Se colocó las gafas-. Ahora dime dónde está mi CD de Dylan. Sé que lo tienes tú.

– Si soy tan víbora como dices, ¿por qué no has podido escribir ni un solo poema desde que abandonaste Seattle? ¿Por qué me dijiste que yo era tu musa?

– Eso fue antes de conocerme a mí -interpuso Sally-. Antes de que nos enamoráramos. Ahora su musa soy yo.

– ¡Si lo conociste hace dos semanas!

Sally se recolocó el tirante del sujetador.

– El corazón no necesita más tiempo para reconocer a su alma gemela.

– Su alma de mierda querrás decir -replicó Castora.

– Eso ha sido cruel, Blue -dijo Sally-, y muy ofensivo. Sabes que es la sensibilidad de Monty lo que le hace ser un magnífico poeta. Y es el motivo por el que lo atacas. Porque estás celosa de su creatividad.

Sally empezaba a poner a Dean de los nervios, así que no se sintió sorprendido cuando Castora se giró hacia ella y le dijo:

– Si vuelves a abrir la boca, te tragas la lengua. ¿Entendido? Esto es entre Monty y yo.

Sally abrió la boca, pero algo en la expresión de Castora debió de hacerla reflexionar porque se detuvo y la cerró otra vez. Lástima. Le hubiera gustado ver cómo Castora la ponía en su sitio. Aunque Sally parecía estar en buena forma para hacerle frente.

– Sé que estás molesta -dijo Monty-, pero llegará el día en que te alegres por mí.

Ese tío se había graduado con honores en estupidez. Dean observó cómo Castora se intentaba remangar las patorras.

– ¿Alegrarme?

– No quiero discutir contigo -dijo Monty con rapidez-. Siempre quieres discutirlo todo.

Sally asintió.

– Eso es lo que haces, Blue.

– ¡Y tienes razón! -Sin más advertencia, Castora se arrojó sobre Monty que cayó con un ruido sordo.

– ¿Qué haces? ¡Basta! ¡Apártate de mí!

Ese tío gritaba como una chica, y Sally se acercó para ayudarlo.

– ¡Déjalo en paz!

Dean se apoyó contra el Vanquish para disfrutar del espectáculo.

– ¡Mis gafas! -chilló Monty-. ¡Cuidado con mis gafas!

Se hizo un ovillo para protegerse cuando Castora le arreó un mamporro en la cabeza.

– ¡Fui yo quien pagó esas gafas!

– ¡Para! ¡Déjalo! -Sally cogió la cola de Castora y tiró de ella con todas sus fuerzas.

Monty se debatía entre proteger su bien más preciado o sus preciosas gafas.

– ¡Te has vuelto loca!

– ¡Todo se pega! -Castora intentó darle otro sopapo, pero no acertó. Demasiada pata.

Sally tenía buenos bíceps y lo demostró cuando tiró de nuevo de la cola con todas sus fuerzas, pero Castora había tomado ventaja, y no pensaba retirarse hasta ver correr la sangre. Dean no había visto una pelea tan divertida desde los últimos treinta segundos del partido contra los Giants la pasada temporada.