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– Perros pastores o collies. No esta perra pija.

– En la granja de Dean creemos que todos se merecen una oportunidad.

– Te advierto -le gritó a la espalda- que ése es un perro de gay, así que si quieres seguir en el armario…

– Voy a tener que denunciarte a la policía de lo políticamente correcto.

Al menos esa pequeña perra sarnosa había conseguido que Dean olvidara el drama que se desarrollaba en la casa, y Blue intentó seguir distrayéndolo discutiendo con él hasta que alcanzaron el patio delantero.

Los camiones que deberían estar en el camino de entrada no estaban a la vista. Ni los martilleos ni el rugir de las taladradoras interrumpían el sonido de los pájaros.

Él frunció el ceño.

– Me pregunto qué habrá pasado.

April salió de la casa con el móvil en la mano. La perra la recibió con unos fieros aullidos agudos.

– ¡Silencio! -dijo Dean. El animal reconoció el tono autoritario y se calló. Dean examinó el patio.

– ¿Dónde se ha metido todo el mundo?

April bajó los escalones del porche.

– Al parecer han caído todos misteriosamente enfermos.

– ¿Todos?

– Eso parece.

Blue no tardó en juntar todas las piezas y no le gustó en absoluto la conclusión a la que llegó.

– No será por eso… no, no puede ser.

– Nos están boicoteando. -April levantó una mano-. ¿Qué hiciste para cabrear tanto a esa mujer?

– Blue hizo lo que debía -la defendió Dean.

Riley salió corriendo al porche.

– ¡He oído un perro! -La perra mestiza agitó la cola al verla. Riley bajó corriendo las escaleras, pero se detuvo cuando estaba cerca. Arrodillándose, extendió la mano igual que había hecho Dean un rato antes.

– Hola, perrita.

La bola de pelo sucio la miró con suspicacia, pero consintió en ser acariciada. Riley miró a Dean con el ceño fruncido.

– ¿Es tuya?

Él consideró la idea un momento.

– ¿Por qué no? Cuando yo no esté aquí, habrá un casero.

– ¿Cómo se llama?

– Se ha perdido. No tiene nombre.

– Podría… llamarla… -estudió a la perra. ¿Qué tal Puffy?

– Esto… yo había pensado en algo tipo Asesina.

Riley volvió a estudiar a la perra.

– Tiene más pinta de Puffy.

Blue no pudo seguir manteniéndose dura con la perrita perdida por más tiempo.

– Vamos a ver si encontramos algo de comer para Puffy.

– Dame el teléfono del contratista -le dijo Dean a April-. Quiero hablar con él.

– Ya lo he intentado yo. Pero no coge el teléfono.

– Entonces será mejor que le haga una visita personal.

April quería que Puffy pasara por el veterinario, y de alguna manera convenció a Jack de que se llevara a la perra cuando Riley y él fueran a Nashville. Blue sabía que al final se quedaría con la perra. A pesar de lo que Jack había prometido, Blue no creía que fuera a regresar con Riley. Le dio un fuerte abrazo a la niña cuando se fue.

– No dejes que nadie te mangonee, ¿me oyes?

– Lo intentaré -respondió Riley con un deje interrogativo.

Blue quería hacer autostop para ir al pueblo a buscar trabajo, pero April necesitaba ayuda, así que se pasó el día intentando pagarse el sustento limpiando alacenas, colocando platos y ordenando armarios. Dean le envió un e-mail a April diciéndole que el contratista había desaparecido. Una «emergencia familiar» según un vecino.

Al caer la tarde, April la obligó a que tomara un descanso, y Blue se fue a explorar. Vagó por el bosque, siguiendo el riachuelo hasta el estanque y estuvo fuera más tiempo del que había pensado. Cuando regresó se encontró una nota de Dean esperándola en la encimera de la cocina.

Cariño:

Estaré de regreso el domingo por la noche. Mantenme la cama caliente.

Tu cariñoso novio

PD: ¿Por qué dejaste que Jack se llevara a mi perra?

Tiró la nota a la basura. De nuevo, una persona a la que había tomado cariño, se había largado sin avisar. Bueno ¿y qué? No le importaba lo más mínimo.

Era viernes. ¿Dónde habría ido? Un terrible presentimiento se apoderó de ella. Rápidamente subió las escaleras y corrió hasta su dormitorio. Cogió el bolso, y sacó la cartera. Por supuesto, los cien dólares que le había dado la noche anterior habían desaparecido.

Su cariñoso novio quería asegurarse de que ella siguiera allí cuando él estuviera de vuelta.

Annabelle Granger Champion miró a Dean desde el otro extremo de la sala de la espaciosa y moderna casa que compartía con su marido y sus dos hijos en el Lincoln Park de Chicago. Dean estaba aún tumbado en el suelo tras una pelea a vida o muerte con su hijo Trevor de tres años que ahora echaba la siesta.

– Me estás ocultando algo -le dijo Annabelle desde el amplio sofá.

– Te oculto bastantes cosas -replicó él-, y pienso seguir haciéndolo.

– Soy casamentera profesional. Ya he oído eso antes.

– Vale. Entonces no necesitas oír nada más. -Se levantó y caminó hacia las ventanas que daban a la calle. Tenía un vuelo nocturno a Nashville, y no pensaba perderlo. No lo iban a echar de su propia casa, y siempre que tuviera a Blue como amortiguador, podría soportarlo.

Pero Blue era más que un amortiguador. Era…

No sabía lo que era. No era exactamente una amiga, aunque lo comprendía mejor que las personas que lo conocían desde hacía años, y le divertía tanto como cualquiera de ellas, quizá más. Además, no quería follar con sus amigos, y, definitivamente, quería follar con ella.

Bueno. Era un autentico semental. Recordar su mortificante papel del jueves por la noche le ponía los pelos de punta. Había estado jugueteando con ella, calentándola, pero entonces había oído esos gemidos guturales, la había sentido correrse, y había perdido el control. Literalmente. Blue había estado provocándolo desde el momento que se conocieron. Así que Speed Racer, ¿eh? La próxima vez, iba a hacer que se comiera esas palabras.

Annabelle estaba mirándolo fijamente.

– Te pasa algo -dijo ella-, y creo que tiene que ver con una mujer. Lo he sentido durante toda la tarde. Es algo más que otra de tus relaciones sin sentido. Has estado demasiado distraído.

Él arqueó una ceja.

– ¿Te has convertido en vidente o algo así?

– Las casamenteras tienen que tener algo de vidente. -Ella miró a su marido-. Heath, vete. No me contará nada si estás aquí. -Annabelle había conocido al agente de Dean no mucho después de heredar el negocio de casamentera de su abuela cuando Heath la había contratado para buscarle una esposa bella y sofisticada. Annabelle no era ninguna de esas cosas. Pero sus grandes ojos, su personalidad arrolladora y aquel pelo rojizo y rizado lo habían cautivado, y tenían uno de los mejores matrimonios que Dean había visto nunca.

Heath, al que apodaban La Pitón, por su costumbre de acabar con todos sus enemigos con aquella sonrisa viperina en la boca, era un tío guapo, casi de la altura de Dean. Se había licenciado en una de las mejores universidades del país y tenía la mentalidad de un perro callejero.

– Boo me lo cuenta todo, Annabelle. Ya sabes que es uno de mis mejores amigos.

Dean soltó un bufido.

– Tu verdadera amistad, Heathcliff, radica en cuánto dinero genero para Champion Sports Management.

– Te tiene calado, Heath -dijo Annabelle jovialmente. Y luego, dirigiéndose a Dean añadió-: Entre nosotros, lo vuelves loco. Eres demasiado imprevisible.

Heath acomodó a su hija recién nacida, que acababa de dormirse, en el hueco del cuello.