– Estoy seguro -dijo él finalmente- que no tienes el sujetador indicado para este tipo de prenda. He visto a muchas chicas con blusas como ésta y llevaban sujetadores con tirantes de encaje. Creo que a ti te sentaría bien uno que hiciera contraste con el color de la blusa. Algo rosa quedaría genial. -Sacudió la cabeza-. Ay, caramba, creo que nos estamos avergonzando a los dos. -Sin parecer avergonzado en absoluto, acercó la prenda un poco más-. De veras que intenté comprarte algo con cuero y tachuelas, pero te lo juro, si hay una tienda de sado por aquí, yo no la he podido encontrar.
Ella se encontraba en el Jardín del Edén, pero esta vez era Adán el que sostenía la manzana tentadora.
– Aparta eso de mí.
– Si te asusta reclamar tu feminidad, lo entiendo.
Debía estar muy cansada, hambrienta y sentir algo más que un poco de compasión por sí misma para permitirse caer en la tentación.
– ¡De acuerdo! -Agarró la blusa de color lavanda-. ¡ Pero que sepas que esto sólo lo hacen los chicos gays!
Cuando llegó arriba, se quitó la camiseta sin mangas y se metió la prenda de Satanás por la cabeza. Tenía un volante en el dobladillo, justo donde rozaba la cinturilla de los vaqueros. Las delicadas tiras caían sobre sus hombros y se le veían los tirantes del sujetador; así que él tenía razón después de todo. Por supuesto que tenía razón. Era experto en ropa interior femenina. Por fortuna, su sujetador era de color azul claro, y aunque los tirantes no eran de encaje, tampoco eran blancos, lo que hubiera sido un agravio imperdonable para el señor Vogue Magazine que la esperaba abajo.
– Hay una falda en una de las bolsas -dijo él desde las escaleras-, por si te apetece deshacerte de los vaqueros.
Ignorándolo, se quitó las sandalias, y se puso las botas militares negras antes de bajar las escaleras.
– Eso ha sido muy infantil -le dijo él cuando le vio el calzado.
– ¿Estás listo o no?
– No creo que haya conocido nunca a una mujer con tanto miedo a mostrar su feminidad. Cuando vayas al loquero…
– No empieces. Me toca conducir. -Le tendió la mano con la palma hacia arriba, y casi le dio un infarto cuando él le pasó las llaves sin discutir.
– Lo comprendo -dijo él-, necesitas reafirmar tu masculinidad.
Dean ya se había anotado demasiadas pullas verbales por ese día, pero Blue estaba tan encantada con la idea de conducir el Vanquish que lo dejó pasar.
Ese coche era un sueño. Lo había observado manejar la caja de cambios, y él sólo se tuvo que contener un par de veces antes de que ella le cogiera el tranquillo.
– Vamos al pueblo -le dijo cuando llegaron a la carretera-. Antes de ir a cenar, quiero tener una pequeña charla con Nita Garrison.
– ¿Ahora?
– ¿No creerás en serio que voy a dejar las cosas así? No es mi estilo, campanilla.
– Puede que me esté perdiendo algo, pero no creo que yo sea la persona más indicada para acompañarte a hablar con Nita Garrison.
– Puedes esperar en el coche mientras yo utilizo mi encanto con ese viejo murciélago. -Sin previo aviso, él se le echó encima y comenzó a juguetear con su oreja. Tenía unas orejas muy sensibles, y casi se salió de la carretera. Cuando abrió la boca para decirle que apartara las manos, él le metió algo en el agujerito de la oreja. Ella se miró en el retrovisor. Una gema color púrpura centelleó en el espejo.
– Esto son los complementos -dijo él-, te pondré el otro cuando paremos.
– ¿Me has comprado unos pendientes?
– Tenía que hacerlo. Temía que un día aparecieras llevando unos tornillos.
Así, de pronto, Blue tenía un estilista, y no era April. Se preguntó si él se habría dado cuenta de que tenía algo en común con su madre. Ese hombre era tal cúmulo de contradicciones que resultaba fascinante. Un hombre tan viril no debería sentirse tan a gusto con esas cositas tan bellas. Debería de sentirse inclinado sólo por el sudor. Odiaba que la gente no se ajustara a su rol. Siempre acababa desconcertándola.
– Es una pena, pero las gemas no son de verdad -dijo él-. Mis opciones de compra eran muy limitadas.
Fueran de verdad o no, le encantaban.
La casa solariega de Nita Garrison estaba situada en una calle sombreada a dos manzanas del centro del pueblo. Construida con la misma piedra caliza que el banco y la iglesia católica, tenía un porche, un tejado a cuatro aguas y una fachada de estilo italiano renacentista. Los frontones de piedra coronaban las nueve grandes ventanas de guillotina -cuatro en la planta baja y cinco en la de arriba-, la del centro era más ancha que las demás. El jardín estaba bien cuidado, con un camino perfectamente delineado entre los arbustos.
Blue frenó enfrente de la casa.
– Tan acogedor como una prisión.
– Vine antes, pero no estaba en casa.
El brazo de Dean le rozó la nuca y el pulgar le acarició la mejilla cuando le puso el otro pendiente. Blue se estremeció. Aquello era más íntimo que el sexo. Se obligó a romper el hechizo.
– Cuando quieras pedírmelos prestados no te cortes.
En lugar de devolverle la pelota, él le frotó el pendiente y el lóbulo de la oreja suavemente entre los dedos.
– Muy amable.
Ella estaba a punto de morir de lujuria cuando al fin la dejó en paz. Dean abrió la puerta del coche y salió, luego se inclinó para mirarla con detenimiento.
– Ni se te ocurra largarte…
Ella se tiró del pendiente.
– No iba a dejarte tirado. Solo iba a dar una vuelta rápida alrededor de la manzana para no aburrirme.
– … o pum. -La apuntó con el dedo índice como si fuera una pistola.
Blue se recostó en el asiento y lo observó subir hacia la puerta principal. Se movió una cortina en la ventana de la esquina. Él pulsó el timbre y esperó. Al no contestar nadie, lo pulsó de nuevo. Nada. Golpeó la puerta con los nudillos. Blue frunció el ceño. Nita Garrison no se andaba con chiquitas. ¿O es que Dean se había olvidado del arresto de Blue hacía tan sólo cuatro días?
Él se volvió y bajó los escalones del porche, pero el alivio que sintió Blue no duró demasiado porque, en vez de darse por vencido, dobló la esquina hacia el lateral de la casa. Dean creía que podía molestar a Nita impunemente sólo porque era una ancianita, y lo más seguro es que Nita ya hubiera llamado a la policía. Garrison no era Chicago. Garrison era una pesadilla para un yanqui, un pequeño pueblo sureño con sus propias leyes. Dean iba a acabar en la cárcel, y Blue se quedaría sin su cena. Un pensamiento alarmante atravesó su mente. Confiscarían ese hermoso coche.
Bajó de un salto del vehículo. Si no lo detenía, el Vanquish iría a parar a una de esas subastas de la policía. Él estaba tan acostumbrado a utilizar su fama en su propio beneficio que se creía invencible. Había menospreciado por completo la autoridad de esa mujer.
Blue siguió un camino adoquinado por el lateral de la casa y lo encontró espiando por una ventana.
– ¡No hagas eso!
– Está ahí -dijo él-. Puedo oler el azufre.
– Está claro que no quiere hablar contigo.
– Qué pena. Yo sí quiero hablar con ella. -Siguió hacia delante y dobló la siguiente esquina. Apretando los dientes, ella lo siguió.
Había un cuadrado de césped perfectamente cuidado y una fila de setos recortados delante del garaje, que estaba edificado con la misma piedra caliza que la casa. No había ni una sola flor a la vista, solo una fuente vacía de hormigón. Ignorando las protestas de Blue, Dean subió los cuatro escalones de la puerta trasera, que conducían a un pequeño porche sostenido por unos pilares esculpidos a juego con el alero. Cuando él giró el pomo y abrió la puerta, Blue comenzó a sisear como una gata mojada.