Dean podía sentir cómo ella asimilaba sus palabras, procesándolas en ese complicado cerebro suyo y, probablemente, buscando la manera de seguir echándose la culpa. No podía soportarlo.
– Venga, dame un puñetazo -dijo él.
Riley levantó la barbilla y sus ojos llorosos se abrieron con asombro.
– No puedo hacer eso.
– Claro que puedes. Es lo que las hermanas les hacen a los hermanos cuando se comportan como imbéciles. -No le resultó fácil decir esas palabras, pero necesitaba dejar de actuar como un asno egocéntrico y asumir su papel.
Riley abrió la boca sorprendida de que él finalmente estuviera dispuesto a admitir que era su hermana. La esperanza asomó a sus húmedos ojos. Riley quería que él estuviera a la altura de sus sueños.
– No eres un imbécil.
Dean tenía que hacerlo bien ahora o no podría seguir viviendo consigo mismo. Le deslizó el brazo alrededor de los hombros. Ella tensó la espalda, como si le diera miedo moverse por si él la soltaba. Ya comenzaba a contar con él. Con un suspiro de resignación, la acercó más a él.
– No sé cómo ser un hermano mayor, Riley. En el fondo soy como un niño.
– A mí me pasa lo mismo -dijo ella con seriedad-. En el fondo, también soy una niña.
– No tenía intención de gritarte. Yo sólo estaba… preocupado. Sé muy bien cómo te sientes. -No podía decirle nada más, no ahora, así que se puso de pie y le tiró de la mano para levantarla-. Vamos a ver si hay algún asesino en tu habitación para que puedas irte a dormir.
– Me siento mejor ahora. La verdad es que no creo que haya ningún asesino allí dentro.
– Ni yo, pero será mejor que lo miremos de todas maneras. -Se le ocurrió una idea, una idea estúpida para que olvidara el dolor que le había causado-. Tengo que advertirte que los hermanos mayores que conozco son bastante malvados con sus hermanitas.
– ¿Qué quieres decir?
– Bueno, podrían abrir el armario de su hermanita y gritar como si allí dentro hubiera un monstruo de verdad sólo para asustarla.
Una sonrisa brilló en los ojos de Riley y jugueteó en la comisura de su boca.
– No se te ocurrirá hacer eso, ¿verdad?
Él puso cara de circunstancias.
– Pues… creo que sí. A menos que llegues allí antes que yo.
Y lo hizo. Ella corrió por delante de él hasta su dormitorio, gritando sin parar. Dean le siguió el juego. Tenía una hermana, le gustara o no.
Puffy se unió al barullo, y, en la conmoción, Dean no oyó el sonido de pasos. Lo siguiente que supo fue que algo le había golpeado la espalda; perdió el equilibrio y se cayó. Cuando se dio la vuelta, vio a Jack cerniéndose sobre él con la cara retorcida por la cólera.
– ¡Déjala en paz!
Mad Jack agarró a Riley, que ahora gritaba de verdad, mientras la perra ladraba y saltaba a su alrededor. Jack la apretó contra su pecho.
– Está bien. No dejaré que se vuelva a acercar a ti. Te lo prometo. -Le acarició el pelo enmarañado-. Nos iremos de aquí. Ahora.
Una mezcla de furia incontrolable, resentimiento y repugnancia inundó a Dean. Ése era el resultado del caos que era su vida en ese momento. Se puso de pie. Riley tiró con fuerza de la camiseta de Jack, tragando saliva e intentando hablar, pero estaba demasiado histérica para que le salieran las palabras. La repulsión que se reflejaba en la cara de Jack produjo en Dean una extraña satisfacción. Genial. Era hora de poner las cartas sobre la mesa. Y quería desquitarse.
– Sal de aquí -le dijo Jack.
Dean quería darle un puñetazo, pero Riley todavía tiraba de la camiseta de Jack. Finalmente recuperó el habla.
– Él no hizo… él no… ¡es culpa mía! Dean vio… el cuchillo.
Jack le tomó la cabeza entre las manos.
– ¿Qué cuchillo?
– El que cogí de la cocina -dijo hipando.
– ¿Y qué estabas haciendo con un cuchillo? -La voz de Jack se alzó sobre los ladridos de la perra.
– Estaba… era…
– Tenía miedo -escupió Dean con desprecio, pero Riley lo soltó todo de golpe.
– Me desperté y no había nadie en la casa, y me asusté y…
Dean no se quedó a escuchar sino que se dirigió hacia su dormitorio. El hombro ya le dolía por la pelea con Ronnie, y se lo había golpeado de nuevo al caer al suelo. Dos peleas en una noche. Genial. Los ladridos pararon mientras cogía un par de Tylenol. Se quitó la ropa, entró en la ducha y puso el agua tan caliente como pudo resistir.
Jack estaba esperándolo en el dormitorio cuando salió. La casa estaba tranquila. Riley y Puffy debían estar ya acostadas. Jack señaló el pasillo con la cabeza.
– Quiero hablar contigo. Abajo. -Se fue sin esperar respuesta.
Dean soltó la toalla y metió las piernas húmedas en unos vaqueros. Había llegado el momento de dejar las cosas claras.
Encontró a Jack en la sala desierta, con las manos metidas en los bolsillos traseros.
– La oí gritar -dijo, mirando por la ventana-. Parecía estar en problemas.
– Caramba, me alegro de que al final te acordaras de que la habías dejado sola. Buen trabajo, Jack.
– Sé cuando jodo las cosas. -Jack se giró y dejó caer las manos a los costados-. No sé muy bien cómo comportarme con ella, y algunas veces meto la pata… como esta noche. Cuando eso ocurre, intento arreglarlo.
– Genial. Jodidamente genial. Me siento humillado.
– ¿Nunca te has equivocado?
– Caramba, sí. Dejé que me interceptaran diecisiete veces la última temporada.
– Ya sabes lo que quiero decir.
Dean enganchó el pulgar en la cinturilla de los vaqueros.
– Bueno, tengo la mala costumbre de coleccionar multas por exceso de velocidad, y puedo llegar a ser un hijo de perra muy sarcástico cuando me lo propongo, pero no he dejado a ninguna tía embarazada si te refieres a eso. No tengo bastardos correteando por ahí. Me avergüenza decirlo, Jack, pero no soy como tú. -Jack parecía afectado, pero Dean quería aniquilarle; quería destruirle-. Sólo para que lo entiendas bien, la única razón por la que permito que te quedes aquí es Riley. Para mí no eres más que un donante de esperma, colega, así que mantente fuera de mi camino.
Jack no se amilanó.
– No hay problema. Soy bueno en eso. -Se acercó más -. Sólo voy a decírtelo una vez. Sé que no lo has pasado bien, y lo siento más de lo que te imaginas. Cuando April me dijo que estaba embarazada, puse pies en polvorosa. Si hubiera sido por mí, jamás habrías nacido, así que tenlo en cuenta la próxima vez que le digas cuánto la odias.
Dean se sintió mareado, pero se negó apartar la mirada y Jack añadió con desdén:
– Tenía veintitrés años, hombre. Era demasiado crío para asumir responsabilidades. Todo lo que me importaba era la música, colocarme y follar. Era mi abogado quien cuidaba de ti cuando April no estaba. Era él quien se aseguraba de que tuvieras una niñera por si tu madre tomaba una raya de más y se olvidaba de volver a casa después de pasar la noche con una glamurosa estrella de rock con pantalones de lamé dorado. Era mi abogado quien estaba al tanto de tus notas. Era él quien llamaba al colegio cuando estabas enfermo. Yo estaba demasiado ocupado intentando olvidar que existías.
Dean se había quedado paralizado. Jack curvó los labios en una mueca.
– Pero tienes tu venganza, colega. Deberé pasarme el resto de mi vida viendo al hombre en el que te has convertido y sabiendo que si hubiera sido por mí, jamás habrías venido al mundo. ¿Qué te parece?
Dean no pudo soportarlo más, y se dio la vuelta, pero Jack le lanzó un último misil a la espalda.
– Puedo prometerte una cosa. Jamás te pediré que me perdones. Al menos te debo eso.
Dean salió precipitadamente al vestíbulo, y atravesó la puerta principal. Antes de saber dónde iba, había alcanzado la caravana.