Ella se recostó en la cama, deseando tontamente que él la hubiera tomado entre sus brazos para pedirle perdón. Esperaba como mínimo que le hubiera dicho algo sobre los murales antes de comenzar el asalto. Ya los habría visto a esas alturas. El día anterior, había recibido un sobre en el buzón de Nita con un cheque de April. Eso era todo. Ninguna nota personal. April y Dean tenían un gusto impecable. Estaba claro que odiaban los murales. Había sabido que lo harían. Pero, a pesar de todo, había esperado que no lo hicieran.
Dean recorrió la alfombra rosa del pasillo. Si se concentraba en retorcerle el cuello a Blue, no tendría que pensar en que se había comportado como un imbécil. Odiaba saber que la había lastimado. Blue creía de verdad que a él le avergonzaba presentarla a sus amigos, pero no era vergüenza lo que sentía. Si esos tíos se hubieran molestado en hablar con ella en vez de tratarla como a una criada, se habrían enamorado de Blue al instante. Pero Dean no quería que nadie -en especial sus compañeros de equipo- vieran algo personal en la relación que mantenía con Blue cuando todavía era algo muy reciente. Caramba, ni siquiera hacía dos meses que la conocía.
Y ahora ella pensaba dejarle. Debería haber comprendido desde el principio que no podía contar con ella. Pero después de cómo la había tratado ayer, tampoco podía culparla.
Al bajar las escaleras recordó algo que le había dicho Nita. A la anciana le encantaba meter cizaña, pero también era cierto que se preocupaba por Blue a su retorcida manera. Se dio la vuelta y volvió arriba.
El baño de Blue tenía las paredes rosas, toallas del mismo color y una cortina de ducha estampada con botellas de champán. Una toalla, húmeda de la ducha, colgaba torcida del toallero. Él se inclinó frente al lavabo, abrió la puerta del mueble, y clavó los ojos en la cajita que tenía delante.
Oyó unos pasos apresurados a sus espaldas.
– ¿Qué estás haciendo? -dijo ella sin aliento.
Cuando la mente de Dean registró lo que veía, se le subió la sangre a la cabeza. Cogió la caja y de alguna manera logró ponerse de pie.
– ¡Deja eso! -gritó ella.
– Me dijiste que tomabas la píldora.
– Y la tomo.
Además, también habían usado condones. Con excepción de un par de veces…, la miró. Ella estaba paralizada, con los ojos muy abiertos y la piel pálida. Él sostuvo en alto el kit de la prueba del embarazo.
– Supongo que esto no pertenece a Nita.
Ella intentó dirigirle una mirada obstinada, pero no pudo. Las pestañas le rozaron las mejillas cuando bajó la mirada.
– Hace unas semanas, después de tomar esos camarones en mal estado en Josie's, vomité la píldora. En aquel momento no me di cuenta.
Un tren de alta velocidad se acercaba para arrollarlo.
– ¿Me estás diciendo que vomitar la píldora puede hacer que te quedes embarazada?
– Es posible, supongo. Tenía que haber tenido la regla la semana pasada, y no sabía por qué no me venía. Luego recordé lo sucedido con la píldora.
Él giró la caja entre las manos. El pitido del tren le taladraba la cabeza.
– No la has abierto.
– Mañana. Después de la fiesta de Nita.
– No. Ni hablar. -La hizo entrar en el cuarto de baño y cerró la puerta con la palma de la mano. Sintió que se le entumecían los dedos-. Lo harás hoy. Ahora mismo. -Desgarró el celofán de la cajita.
Blue lo conocía al dedillo, y sabía que ésa era una pelea que no iba a ganar.
– Espera en el pasillo -dijo ella.
– Ni de coña. -Abrió la cajita de un tirón.
– Acabo de hacer pis.
– Pues vuelve a hacerlo. -Sus manos, normalmente tan ágiles, le temblaron cuando intentó desdoblar el prospecto.
– Date la vuelta -dijo ella.
– Déjalo ya, Blue. Acabemos con esto de una vez.
En silencio, ella tomó la cajita. Él permaneció allí, observándola. Esperando. Al final, Blue consiguió acabar el trabajo.
El prospecto decía que debían esperar tres minutos. El controló el tiempo en el Rolex. Tenía tres esferas, una de ellas era un tacometro, pero a él lo único que le interesaba era el lento recorrido del segundero. Mientras pasaba el tiempo, una docena de pensamientos a los que no podía dar nombre -a los que no quería dar nombre-, cruzaron por su cabeza.
– ¿No ha pasado ya el tiempo? -dijo ella finalmente.
El estaba sudando. Parpadeó y asintió.
– Mira tú -susurró ella.
Él cogió la varilla con las manos húmedas y pegajosas, y la estudió. Al final levantó la mirada y buscó la de ella.
– No estás embarazada.
Ella asintió, indiferente.
– Vale. Ahora vete.
Dean dio vueltas en la camioneta durante un par de horas y acabó en una carretera secundaria. Detuvo el vehículo en el arcén y se bajó. No eran ni las diez y ya se preveía que sería un día abrasador. Oyó el sonido del agua y lo siguió hasta el bosque, donde llegó hasta un riachuelo. En la orilla había una lata de aceite oxidada junto a unas llantas viejas, los muelles de un colchón, unos conos de señalización y más trastos abandonados. No estaba bien que la gente tirara tanta mierda.
Se puso manos a la obra y comenzó a sacar la basura del agua. Poco después tenía las deportivas empapadas y estaba cubierto de lodo y grasa. Resbaló en unas rocas llenas de musgo y se mojó los pantalones cortos, pero el agua fría le sentó bien. Le habría gustado que hubiera más basura que recoger así podría pasarse allí todo el día, pero en poco tiempo el riachuelo estaba limpio.
Su mundo se desmoronaba. Cuando subió a la camioneta, casi no podía respirar. Daría una caminata al llegar a la granja para aclarar las ideas. Pero no fue eso lo que hizo. Sin querer, se encontró recorriendo la estrecha senda que llevaba a la casita de invitados.
El sonido de la guitarra llegó a él cuando salió de la camioneta. Jack estaba sentado en el porche en una silla de la cocina, tenía los tobillos desnudos cruzados sobre la barandilla, y la guitarra contra el pecho. Tenía barba de tres días, una camiseta de Virgin Records, y unos pantalones cortos de deporte de color negro. Los calcetines enlodados de Dean colgaban alrededor de sus tobillos y las deportivas rechinaban cuando se acercó al porche. Una cautela familiar asomó a los ojos de Jack, pero siguió tocando.
– Parece que has perdido un concurso de lucha de cerdos.
– ¿ Hay alguien más por aquí?
Jack rasgueó un par de acordes.
– Riley está montando en bicicleta, April salió a correr. Creo que estarán pronto de vuelta.
Dean no estaba allí por ellas. Se detuvo al pie de los escalones.
– Blue y yo no estamos comprometidos. La recogí en las afueras de Denver hace un par de meses.
– Me lo dijo April. Es una pena. Me gusta esa chica. Me hace reír.
Dean se frotó los pegotes de barro que tenía entre los nudillos.
– Fui a ver a Blue esta mañana. Hace un par de horas. -Ahora notaba el estómago revuelto, e intentó respirar profundamente-. Ella creía que podía estar embarazada.
Jack levantó la cabeza y dejó de tocar.
– ¿Lo está?
Un pájaro cantó en el tejado de cinc. Dean negó con la cabeza.
– No.
– Felicidades.
Dean se metió las manos en los bolsillos húmedos y pegajosos y luego las sacó otra vez.
– Esas pruebas de embarazo que se compran en las farmacias, tienes que… quizá ya lo sabes. Tienes que esperar tres minutos para conocer el resultado.
– Ya.
– La cosa es… que tuve que esperar esos tres minutos y… y un montón de pensamientos cruzaron por mi cabeza.
– Supongo que es normal.
Los escalones rechinaron cuando Dean subió al porche.
– Pensaba en que tendría que pagarle a Blue un seguro médico y me preguntaba si debía confiar a mi abogado la manutención del niño o dejar que lo hiciera mi agente. O cómo lograría mantenerlo al margen de la prensa. Ya conoces el percal.