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Dieron las doce en el reloj del Ayuntamiento exactamente cuando terminamos y nos dábamos la vuelta para mirar el ataúd.

Me quedé de una pieza e, incluso en la oscuridad, pude ver la cara pálida de los muchachos. El reloj del Ayuntamiento lanzaba un tañido profundo y hueco, y cada campanada rugía como un grito fantasmal sobre las sepulturas.

¡Gooom! ¡Gooom! ¡Gooom!

Ninguno de nosotros se movió.

No me atrevía ni a mirar ni a cerrar los ojos y fijé la mirada en Jan-Johan como si fuera la única imagen que le permitiera captar a mi retina. No conté las campanadas, pero pareció que eran mucho más de doce. Después de lo interminable que se hizo la última campanada, el silencio nos cubrió de nuevo.

Nos miramos nerviosos los unos a los otros, después Jan-Johan carraspeó y señaló el ataúd.

– Prosigamos -dijo y me percaté de lo hábil que había sido evitando pronunciar la palabra ataúd.

El ataúd debió de haber sido muy bonito, completamente blanco cuando introdujeron en él al hermanito de Elise. Ahora lo blanco estaba hinchado de forma repulsiva y se resquebrajaba y no quedaba ni rastro de lo bonito que había sido. Un gusano se arrastraba por un poco de tierra pegada a una esquina de la caja y el piadoso Kai se negó a cogerla antes de que Ole lo hubiera sacudido. Luego la alzaron entre los cuatro: Ole y el piadoso Kai por un lado, Richard y Jan-Johan por el otro. Elise, que dejó de llorar cuando el reloj daba las doce, iba delante alumbrando con una de las linternas y yo detrás con la otra.

El ataúd era más pesado de lo que habían creído los chicos y éstos resoplaban y sudaban, pero Ole no los quería dejar descansar antes de haber bajado hasta la calle. A mí no me pareció mal. Yo no veía ninguna razón para permanecer en el cementerio más de lo estrictamente necesario.

Tras de mí crujía la gravilla.

Cenicienta, la perra de Sorensen, renqueaba lenta detrás nuestro como si fuera la única con pena de todo el cortejo. Al principio nos resultaba muy agradable y nos hacía sentir casi un poco más valientes, pero cuando llegamos a la calle y ya con el ataúd en la carretilla de los periódicos y la perra que continuaba siguiéndonos, nos intranquilizamos un poco.

No era conveniente que mañana por la mañana el enterrador descubriera que además de las dos lápidas, también Cenicienta estaba ausente. Pero por el momento no había nada que hacer. Tan pronto como uno de nosotros volvía al cementerio con ella, daba la vuelta para seguirnos de nuevo. Después de intentarlo cuatro veces nos rendimos y decidimos dejar que nos siguiera hasta que se cansara por sí misma y desistiera. No ocurrió, así que cuando llegamos a la serrería e hicimos girar el código del candado para abrir la puerta, fue ella la primera que se coló dentro.

Yo encendí la luz y los muchachos avanzaron hacia dentro con el ataúd en brazos. A la luz del intenso neón éste dejo de ser tan horripilante. Se trata sólo de un niño muerto con madera a su alrededor, pensé, y miré el ataúd más pausadamente, ahora al pie del montón porque era muy pesado para subirlo arriba de todo.

Estábamos demasiado cansados para preocuparnos por Cenicienta y por esa razón dejamos a la perra ser eso, perra; suspiramos, cerramos y volvimos aprisa a la ciudad. Al final de mi calle me despedí y me apresuré a llegar a casa con más coraje del que llevaba al salir.

El libro seguía estando entre las dos hojas de la ventana; entré y me metí en la cama sin despertar a nadie de la casa.

XI

Qué fuerte, cómo se quedaron de atónitos los demás cuando vieron el ataúd con Cenicienta, la perra de S0rensen, encima.

Los seis que habíamos estado en el cementerio por la noche nos sentíamos soñolientos durante las clases del día siguiente, pero no andábamos cabizbajos. ¡Al contrario! La historia rae susurrada al de al lado, y al otro y al otro, hasta que el profesor Eskildsen enfureció y dijo que ahora quería silencio. El silencio duró un momento hasta que al rato el secreteo empezó de nuevo y el profesor tuvo que imponerse.

Pasó una eternidad antes de acabarse la última clase y poder salir pitando cada uno por su calle hasta la serrería en desuso. Como contrapartida, el heroísmo y los sucesos de la noche en el cementerio fueron cosa de nunca acabar, se agrandaron más y más y, a medida que se repetía la historia, cada vez era noche más oscura y todo más siniestro.

Durante los días siguientes, y fueron muchos, no había persona en la ciudad que no hablara del vandalismo acaecido en el cementerio.

Dos lápidas habían sido robadas, alguien había pisoteado la sepultura de Emil Jensen y Cenicienta, la perra de Sorensen, había desaparecido. De esto último no se quejaba nadie, porque había sido, sin embargo, un escándalo que una vieja perra bastarda merodeara por el cementerio meándose en las sepulturas y abandonando cosas peores por ahí, sin que se supiera exactamente dónde.

Nadie sospechó de nosotros.

Bien es verdad que mi madre me preguntó de dónde había salido la gravilla y la tierra de encima de la alfombra de mi habitación. Pero yo dije simplemente que había estado jugando con Sofie en el descampado de detrás de su casa y que al llegar a casa me olvidé de quitarme las botas. Y mi madre me echó una reprimenda, pero nada en comparación con lo que hubiera podido ser si se hubiera enterado de lo que estuve haciendo.

Fue Cenicienta la que nos creó las mayores dificultades.

Se negaba a separarse demasiados minutos seguidos del ataúd del pequeñito Emil, que ella pensaba que seguro contenía los restos de Sorensen. Bajo ningún pretexto podíamos pensar en sacarla a plena luz del día. Si alguien nos hubiera visto con ella fácilmente habría concebido sospechas y nos hubiera relacionado con los hechos del cementerio. Sofie, que era, de todos nosotros, la que vivía más cerca, no podía sacarla después del anochecer. No tenía permiso para andar por ahí a esas horas y además sus padres opinaban que ya pasaba demasiado tiempo en la serrería en desuso. Fue Elise la que encontró la solución.

Era como si Elise empezara a querer un poco más a su hermanito muerto después de que el ataúd hubiera pasado a estar bajo nuestra custodia. Y quizá porque la perra montaba guardia junto a él, Elise la quería mucho. Sea como fuere, Elise se ofreció para sacarla cada noche y dar un paseo con ella para que se aireara un poco. Estábamos a mitad de septiembre y oscurecía a eso de las ocho y media, así que le daba tiempo a hacerlo y estar en casa antes de la hora de acostarse. De todas maneras a sus padres no parecía preocuparles que estuviera fuera hasta tarde, según dijo ella, y pareció no saber si eso le agradaba o le disgustaba.

– Hay otra cosa -añadió Elise.

La miramos expectantes. Con el nerviosismo del cementerio, nos habíamos olvidado de que le tocaba a Elise decidir qué otra cosa iría a parar al montón de significado.

– ¡El pelo de Rikke-Ursula!

Yo miré a Rikke-Ursula que de inmediato alzó una mano hasta las trenzas azules y ahora abría la boca, signo de una protesta que ya sabía que sería inútil.

– ¡Yo llevo tijeras! -gritó Hussain carcajeándose.

Sacó una navaja, la mantuvo en el aire y sacó las tijeras.

– Se las cortaré yo -dijo Elise.

– Yo también quiero, son mis tijeras -dijo Hussain y se pusieron de acuerdo en cortar la mitad de trenzas cada uno.

Azul. Más azul. Azulísimo.

Rikke-Ursula estaba totalmente quieta sin producir el mínimo ruido mientras le cortaban el pelo, pero las lágrimas rodaban por sus mejillas y era como si el azul de su pelo quedara reflejado en sus labios, que se mordió hasta hacerlos sangrar.

Miré hacia otra parte para no echarme a llorar yo también.

Cortarle el pelo a Rikke-Ursula era peor que cortárselo a Sansón. Sin pelo ella ya no sería Rikke-Ursula con sus seis trenzas azules, y eso significaba que desde entonces dejaría de ser ella. Y pensé que quizá precisamente por eso las seis trenzas azules eran parte de lo que importaba, pero no me atreví a pronunciarlo en alto. Tampoco por lo bajo. Porque ella era mi amiga, a pesar de que no fuera esa Rikke-Ursula que llevaba seis trenzas azules y fuera alguien tan especial y tan ella misma.