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– No -dijo Sofie meneando la cabeza-. Si no apareces, te cortaremos la mano entera.

Nos miramos. Nadie tuvo duda alguna de que Sofie lo decía en serio. Ni tampoco Jan-Johan. Agachó la cabeza y salió corriendo a todo gas de la serrería.

El sábado, cuando faltaban cinco minutos para la una, apareció Jan-Johan.

Esa vez no corría sino que caminaba lentamente, casi tambaleándose, hacia la serrería. Lo sé porque Ole y yo estábamos esperándole afuera tiritando, azotados por un viento helado y con las manos en los bolsillos. Preparados para ir a por él si no venía por su propia voluntad.

Jan-Johan empezó a lamentarse nada más vernos. Yo recordé el empecinado silencio de Sofie esa vez de la pérdida de su inocencia, y ella le dijo que guardara silencio y se calmara. ¡Vaya llorica estás hecho!

¡Llorica! ¡Gallina! ¡Janne-Johanne!

No sirvió de nada.

Y los lamentos de Jan-Johan empeoraron cuando entramos en la nave de la serrería y vio el cuchillo clavado en el tablón encima del banco de serrar donde había que guillotinar el dedo. Fue lady Guillermo la que nos proporcionó esta magnífica palabra que expresaba lo que iba a acontecer. A Jan-Johan le importaba un pimiento la palabra. Aullaba a viva voz y ridiculamente y era imposible entender esos sonidos que no llegaban a ser palabras claras. Pero entendimos una de ellas:

– Mamá, mamá -chillaba.

Se tiró al serrín y rodó con las manos apretadas entre las piernas y todavía no habíamos empezado.

Era lastimoso.

¡Llorica! ¡Gallina! ¡Janne-Johanne!

Peor que lastimoso, porque él era el líder de la clase y sabía tocar la guitarra y cantar las canciones de los Beatles; pero en un tris tras se había convertido en una chillona bola lactante a la que apetecía chutar.

Uno de los Jan-Johan se había transformado en otro, y a nosotros nos gustaba el primero. Pensé entonces que quizá fuera ese otro el que Sofie había visto esa * tarde de su inocencia, con la diferencia de que esa vez era él el que estaba situado encima, y entonces un escalofrío me recorrió el cuerpo tan sólo con la idea de cuántas personas diferentes puede haber en una sola persona.

Poderoso y miserable. Distinguido y basto. Valiente y cobarde.

Era imposible tener todo eso bajo control.

– Es la una -dijo Sofie interrumpiendo mis pensamientos, lo que tal vez me salvó porque ya no estaba segura de qué derroteros tomarían éstos.

Jan-Johan lanzó un prolongado aullido quejoso y rodó por el serrín sin miramiento alguno por el dibujo a rayas del rastrillado de Rikke-Ursula y mío.

– Elise, Rosa y Fréderik, idos afuera y ocupaos de que no se acerque alguien lo bastante para que pueda oír algo -dijo Sofie con sangre fría.

La puerta se cerró tras salir los tres; Sofie se volvió hacia Ole y el gran Hans.

– Ahora os toca a vosotros.

Jan-Johan se levantó de un salto y se agarró a un pilar rodeándolo con los brazos. Ole y el gran Hans tuvieron que forcejear un rato antes de que pudieran despegar sus brazos. Cuando consiguieron separarlo, Richard y el piadoso Kai tuvieron que echarles una mano para conseguir arrastrarlo debido a lo mucho que se retorcía.

– Mirad, se está haciendo pis -irrumpió Richard de repente, y era verdad.

Gerda se rió entre dientes. Los demás miramos con asco ese irregular y oscuro reguero que quedaba en el serrín.

Aunque al fin consiguieron tumbarlo en el banco de serrar, no se le podía mantener quieto. El gran Hans tuvo que echarse encima de su barriga. Funcionó, pero todavía apretaba los puños negándose rotundamente a abrir la mano, y eso a pesar de los argumentos físicos que le propinaban tanto Ole como el gran Hans.

– Si no quieres poner el dedo en el banco, tendré que cortártelo en la posición en que lo tienes -dijo Sofie tranquilamente.

Había algo de horrible en esa tranquilidad. Aun así nos la contagió a todos. Lo que iba a acontecer era un sacrificio necesario en la lucha por el significado. Todos debían poner de su parte. Cada uno de nosotros habíamos aportado algo. Ahora le tocaba a Jan-Johan.

No era tan malo.

Cuando Jan-Johan todavía bramaba a grito pelado, Hussain levantó su brazo que acababa de liberarse del yeso y dijo:

– No hay de qué tener miedo. Sólo se trata de un dedo.

– Sí, nadie muere de eso -dijo el gran Hans desde encima de su barriga y le obligó a abrir la mano derecha

– Y si no hiciera daño -añadió Anna-Li calmada-, no significaría nada.

El cuchillo penetraba en el dedo chirriando tan horriblemente que me arrancó un jadeo. Miré las sandalias verdes y aspiré profundamente. Durante un segundo se hizo un silencio total. Después Jan-Johan chilló tan fuerte que nunca antes había oído algo similar. Me tapé los oídos y aun así resultaba insoportable.

Cuatro veces tuvo Sofie que apretar el cuchillo; era muy difícil acertar con él revolviéndose de aquel modo. La tercera y la cuarta vez miré. A pesar de todo era inte-% resante ver cómo el dedo se convertía en una hilacha y un muñón. Después todo se cubrió de sangre; fue acertado haber mandado afuera a la guapa Rosa porque hubo mucha sangre.

Había durado una eternidad y acabó en seco.

Sofie se incorporó despacio, secó el cuchillo con una mano de serrín y lo clavó en la madera donde había estado. Las manos se las secó en el pantalón tejano.

– Ya está -dijo y se volvió para recoger el dedo.

Lady Guillermo y Maiken le hicieron un vendaje provisional a la mano, el piadoso Kai acercó la carretilla de los periódicos y cuando a Jan-Johan le fallaron las piernas, el gran Hans lo trasladó afuera y lo subió a la carretilla.

Jan-Johan sollozaba tanto que casi no podía tomar aire para respirar y había aparecido una gran mancha marrón y maloliente por detrás de sus pantalones.

– ¡Recuerda que tú eres el siguiente que escogerá! -gritó Ole para animarlo un poco, aunque no hubiera un siguiente.

A menos que se pensara en Pierre Anthon.

El piadoso Kai puso en marcha la bicicleta y la carretilla de los periódicos triscaba ágil detrás, alejándose del lugar con el sollozante Jan-Johan.

XVIII

No sé lo que hubiera pasado si Jan-Johan no se hubiera chivado. Sucedió que la policía fue a la serrería antes de que tuviéramos ocasión de llevar a Pierre Anthon allí.

Seguíamos allí cuando llegó. Todos.

Lo que luego dijeron por escrito a nuestros padres fue que, además de veinte impasibles alumnos de séptimo, encontraron un maloliente montón con un contenido singular y macabro; entre otras cosas había un perro decapitado, un ataúd de niño, posiblemente con contenido (en consideración a que constituía una prueba no quisieron abrirlo), un dedo sangrante, una figura de Jesús víctima del vandalismo, una Dannebrog, una serpiente sumergida en formol, una alfombra de rezos, un par de muletas, un telescopio, una bicicleta amarillo neón, etcétera.

Fue el «etcétera» lo que nos ofendió. Como si se pudiera reducir el significado a un «etcétera».

Etcétera. Y más cosas. Y otras cosas que no hace falta nombrar, al menos por ahora.

No tuvimos posibilidad de protestar porque el escándalo que se formó fue de abrigo.

Que faltaran pocos días para la Navidad nadie lo consideró una atenuante.

A la mayoría de nosotros nos impusieron arresto domiciliario, algunos recibieron una paliza, y Hussain ingresó de nuevo en urgencias y allí se encontró con Jan-Johan. En eso, al menos, tuvieron suerte porque pudieron compartir habitación y hablar allí y quedarse en cama. Yo sólo podía, desde la cama, mirar la pared y la alfombra rayada, desde el momento en que la policía me acompañó a casa y le entregó una carta a mi madre, el sábado por la tarde, hasta que el lunes tuve permiso para ir a la escuela bajo la orden de que al terminar debía ir directamente a casa. Y eso era sólo el principio.

En la escuela nos dieron un rapapolvo más.