Sofie le dio un codazo a Agnes en el costado y le susurró algo al oído.
– Es que no nos dejan.
– No, pero me da igual -dijo Agnes con decisión y se bajó de la piedra-. Sí, está bien.
Cuando Johan y Pia se fueron de allí, llevaban grabada una entrevista con las dos chiquillas en la que contaban lo que habían visto. Las niñas revelaron también que el caballo no sólo había sido degollado, sino que, además, la cabeza había desaparecido sin dejar rastro.
En el viaje de vuelta, Johan se quedó observando a Pia, que era quien conducía.
– No te sorprendas si nos cae una buena por esto.
– ¿Qué quieres decir?
– La policía se va a cabrear. No es que me preocupe especialmente, sólo te aviso.
– No sé de qué me hablas. -Pia lanzó a Johan una mirada indignada-. Nosotros hacemos nuestro trabajo, nada más. No hay que exagerar, se trata de un caballo, por favor, no de una persona asesinada.
– Cierto, pero lo de entrevistar a niños es un tema muy delicado.
– Si les hubiéramos entrevistado cuando su madre acababa de morir, entendería tu razonamiento -replicó Pia cada vez más enfadada.
– No me malinterpretes -protestó Johan-. Lo único que digo es que hay que ser muy prudente a la hora de entrevistar a menores. Como periodistas tenemos una enorme responsabilidad.
– No es culpa nuestra que la gente quiera hablar. No hemos obligado a nadie. Además, hemos conseguido detalles que no conocíamos gracias a que hemos hablado con las niñas, lo de que ha desaparecido la cabeza del poni.
Pia bajó el cristal de la ventanilla y tiró el rapé. Luego subió el volumen de la música con gesto ostensible. La discusión, evidentemente, había terminado. Pia era inteligente y osada, pero, teniendo en cuenta que estaba empezando, quizá debería ser más humilde. Johan presentía que su colega llegaría a ser en el futuro una fotógrafa de las que dejan huella. Para bien y para mal.
Emma Winarve estaba recostada en la hamaca del jardín de su casa en el barrio de Roma con unos cojines en la espalda. Trataba de encontrar una postura lo más cómoda posible. En su avanzado estado de gestación no era tan fácil. Tenía calor y se sentía sudorosa todo el tiempo, pese a que se pasaba el día a la sombra. El anticiclón de la última semana no había hecho más que empeorar su ánimo. Ahora se sentía gorda y deforme, aunque pesaba mucho menos que en sus anteriores embarazos. Hasta ahora, sólo había engordado doce kilos, lo cual iba en línea con todo lo demás. Esta vez era distinto. Los anteriores habían sido niños deseados y no había dudado de que fuera a seguir adelante con aquellos embarazos. Este niño que ahora crecía en su útero podía haber terminado legrado como una masa sanguinolenta, mientras hubo tiempo para ello. Ahora, lógicamente, se alegraba de que no hubiera sido así. Aún le quedaban dos semanas para dar a luz, si todo iba como estaba planeado.
Los niños y ella acababan de saborear una ensalada de frutas, hecha con melón, kiwi, piña y carambolas. Las frutas tropicales nunca le sabían tan buenas como cuando estaba embarazada.
Se quedó observando a Sara y a Filip, que estaban distraídos jugando al croquet en el césped. Acababan de terminar el primero y el segundo curso respectivamente y ya se habían visto obligados a vivir un divorcio.
A veces sentía grandes remordimientos, pero al mismo tiempo pensaba que no podía haber actuado de otra manera. Solía consolarse con la idea de que, al menos, no eran los únicos. Casi la mitad de sus compañeros de clase eran hijos de padres separados.
El verano anterior conoció a Johan Berg y se enamoró perdidamente de él. Emma, que jamás se imaginó de sí misma que pudiera ser infiel. Al principio le echó la culpa a la conmoción y a la desesperación que supuso para ella el asesinato de Helena, su mejor amiga. Helena fue la primera víctima de un asesino en serie, y Johan, uno de los periodistas que entrevistó a Emma en calidad de amiga de la víctima.
Por entonces había empezado a abrigar serias dudas con respecto a su matrimonio. Los sentimientos que Johan despertó en ella eran nuevos, nunca había sentido nada parecido. Intentó varias veces romper con él y volvió con Olle, que la perdonó a pesar de todo.
En una de las ocasionales recaídas que tuvo después, en las que se veía con Johan en secreto, se quedó embarazada. Su primera reacción fue abortar. Cuando se lo contó a Olle, él estuvo dispuesto incluso a hacer borrón y cuenta nueva en lo referido a su reiterada infidelidad, pero puso como condición para salvar su matrimonio que abortara. Emma pidió hora para la intervención y rompió su relación con Johan de una vez por todas.
La familia celebraba unida una Navidad tranquila y agradable. Los niños estaban encantados porque todo volvía a ser como antes y Emma había recibido un cachorrillo, que llevaba tiempo deseando, como regalo de Navidad de su marido.
Entonces, sin previo aviso, Johan se presentó en su casa, en el barrio de Roma, y puso todo patas arriba. Cuando Emma vio a los dos hombres de su vida juntos, la situación se reveló bajo una luz nueva y esclarecedora. Comprendió de inmediato por qué le había costado tanto romper su relación con Johan. Sencillamente, porque estaba enamorada de él. La relación con Olle se había terminado y era demasiado tarde para tratar de arreglarlo.
Dos días más tarde llamó a Johan y le contó que pensaba tener aquel niño.
Ahora estaba allí sentada, recién divorciada, con dos hijos a los que tenía en casa cada dos semanas y un tercero de camino. Que hubiera decidido tener aquel bebé no significaba automáticamente que ella y Johan fueran a formar una familia, algo con lo que él al parecer había contado. Johan estaba deseando irse a vivir con ellos y convertirse inmediatamente en el padrastro de Sara y de Filip, pero Emma necesitaba tiempo. Aún no se sentía, ni mucho menos, preparada para lanzarse a formar una nueva constelación familiar. Cómo se las iba a arreglar para hacerse cargo ella sola del bebé, era algo que ya resolvería más tarde.
Se pasó la mano sobre la tela de algodón amarillo del vestido. Tenía los pechos grandes y pesados, preparados ya para la tarea venidera, las piernas medio dormidas. La circulación, que de mala pasaba a pésima cuando estaba embarazada, al menos era algo que ya había sufrido en sus embarazos anteriores. Parecía como si la sangre se quedara estancada en el cuerpo, estaba pálida y tenía los dedos de los pies y de las manos fríos, y el hecho de que se sintiera tan pesada y tan torpe no ayudaba a mejorar las cosas. Emma estaba acostumbrada a entrenar al menos tres veces a la semana. Era una fumadora empedernida, pero dejó de fumar en cuanto supo que estaba embarazada, igual que las otras dos veces. No lo echaba de menos en absoluto, pero suponía que volvería a empezar otra vez en cuanto dejara de amamantar.
Su consumo de tabaco estaba directamente relacionado con la cantidad de problemas que surgían en su vida. Cuantos más problemas tenía, más fumaba, así de sencillo. Debía encontrar algún consuelo cuando la vida se volvía dura. Es imposible prever cómo se va a superar un divorcio, y ella se había visto obligada a experimentarlo en toda su crudeza.
Que la relación con Olle iba a resultar difícil era algo para lo que estaba preparada, pero nunca se había imaginado que todo acabara siendo tan insidioso, duro y mezquino. Todas aquellas broncas agotadoras, y su mentalidad de víctima, habían estado a punto de hundirla durante la primavera.
Era un milagro que hubiera conseguido mantenerse alejada del tabaco.
El tema de la vivienda, no obstante, habían conseguido solucionarlo bastante bien. Olle había adquirido un piso grande en el centro de Roma y vivía a poca distancia de la casa. Habían acordado que tendrían los niños una semana cada uno, al menos al principio, para no estar mucho tiempo sin ellos, luego ya irían viendo. Los niños decidirían. Con todo, Olle fue lo suficientemente maduro como para comportarse de una manera sensata y evitar así que los pequeños sufrieran más de lo necesario.