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De repente Steven, que estaba en cuclillas en la cuadrícula de al lado, gritó y todos corrieron hacia allí. Estaba limpiando el esqueleto de un hombre y había descubierto sobre el cuello un trozo de lo que él creía que era una fíbula de bronce. Staffan Mellgren, el profesor que dirigía las excavaciones, se deslizó con precaución dentro de la cuadrícula y tomó un cepillo pequeño que había en un cubo junto con otros utensilios. Retiró con cuidado los restos de tierra y al cabo de unos minutos consiguió sacar la fíbula entera. Los estudiantes, reunidos alrededor del hueco, observaban fascinados cómo poco a poco iba saliendo a la luz la fíbula perfectamente conservada. El entusiasmo del profesor se extendió entre los alumnos.

– ¡Fantástico! -exclamó-. Está muy bien conservada, el alfiler está intacto y ¿podéis ver aquí la decoración?

Mellgren tomó un pincel aún más pequeño y con pasadas suaves limpió los restos de tierra. Señaló con el mango la parte superior de la fíbula.

– Lo que veis aquí sujetaba la camisa manteniéndola en su sitio. Era la prenda más fina que llevaba en contacto con el cuerpo. Si tenemos suerte, seguro que lleva también una fíbula más grande en el hombro. Sólo hay que seguir buscando.

Asintió con la cabeza para animar a Steven, que se mostró orgulloso y contento.

– Trabaja con mucho cuidado y procura no ponerte demasiado cerca del esqueleto. Puede que haya más.

Los demás volvieron al trabajo con renovadas fuerzas. La idea de encontrar pronto algo digno de mención les daba energía. También Martina siguió excavando. Al cabo de un rato llegó el momento de ir a vaciar el cubo y se dirigió a una de las grandes cribas alineadas en el borde del área de excavación. Vació con cuidado el contenido del recipiente sobre la criba, que consistía en un cajón cuadrado de madera con una fina red de hierro en el fondo. El cajón estaba montado sobre un rodillo de hierro que facilitaba el movimiento de la criba. La chica agarró las asas de madera que había a ambos lados y la movió con fuerza para que cayera la tierra y la arena. Era un trabajo duro y después de agitar la criba durante unos minutos sudaba a mares. Una vez cribado lo peor, observó detenidamente los restos que habían quedado en la criba para no tirar nada de valor. Primero descubrió un hueso de animal, y luego otro. Había también un objeto pequeño de metal, probablemente un clavo.

No podían tirar nada, tenían que guardar y documentar todo meticulosamente puesto que, después de ellos, nadie podría excavar ya ese yacimiento. Cuando se excavaba un terreno, éste quedaba «destruido» para siempre, por eso recaía sobre los arqueólogos la responsabilidad de conservar todo cuanto pudiera tener valor para explicar cómo vivían las personas en aquel lugar.

Martina tuvo que tomarse unos minutos de descanso. Tenía sed y fue a buscar la botella de agua que guardaba en la mochila. Se sentó sobre una caja de madera, a la que le habían dado la vuelta, se masajeó los hombros lo mejor que pudo y observó a los otros mientras recuperaba el aliento. Sus compañeros de curso trabajaban concentrados, de rodillas, en cuclillas o tumbados en el borde de su cuadrícula, buscando incansablemente en la tierra oscura.

Advirtió las miradas de Mark, pero fingió no darse cuenta. Su corazón pertenecía a otra persona y no quería que se hiciera ilusiones. Eran buenos amigos y eso era suficiente para ella.

Jonas, un chico muy simpático del sur de Suecia que lucía un aro en la oreja y un pañuelo pirata en la cabeza, observó que se estaba masajeando.

– ¿Te duele? ¿Quieres que te dé un masaje?

– Sí, gracias -respondió Martina chapurreando un poco en sueco. Hablaba sólo un poco la difícil lengua de su madre y quería practicar, aunque todos sus compañeros hablaban inglés con soltura.

Jonas era uno de sus mejores amigos dentro del grupo y lo pasaban muy bien juntos. Martina le agradeció el detalle, aunque suponía que no lo hacía sólo por simple consideración hacia ella. Las atenciones que recibía por parte de algunos hombres del grupo eran agradables, pero, en realidad, la traían sin cuidado.

Miércoles 30 de Junio

Conducía la furgoneta roja por el camino de grava tan deprisa que el polvo se arremolinaba a su paso. Era muy temprano, alrededor de las dos de la madrugada, y los primeros rayos del sol asomaban en el horizonte. El campo dormía, hasta las vacas tenían los ojos cerrados tumbadas unas junto a otras en los prados que iba dejando atrás. La única señal de vida la ponía algún que otro conejo saltando por los campos. Iba fumando y escuchando la radio. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan satisfecho.

En el estrecho camino de grava sólo había espacio para un vehículo. Aquí y allá, la calzada se ensanchaba para permitir el cruce con coches que vinieran en dirección contraria, las señales de tráfico azules con una «M» pintada en blanco indicaban dónde estaban. Maldita la falta que hacían. Aquí no se cruzaban nunca dos automóviles. Su granja estaba al final del camino, no se podía ir más allá. No recordaba que hubieran recibido nunca una visita. Eso era algo sobre lo que no reflexionó nunca en su infancia, seguramente porque creía que todos vivían más o menos como ellos. Aquélla era la realidad que conocía, a la que se amoldó.

Cada vez que aparecía la casa de su infancia tras el último recodo del camino, surgía, como por ensalmo, un acceso del antiguo pánico: sentía una presión en el pecho, los músculos se le tensaban y le costaba respirar. Los síntomas remitían enseguida. Se preguntaba cuándo lo superaría. Era como si el cuerpo, después de todos aquellos años, aún reaccionara por su cuenta, sin que él interviniera. Más o menos como cuando tenía una erección, aunque no sabía por qué.

La granja albergaba una vivienda de madera pintada de amarillo, que en su día fue suntuosa, pero que ahora tenía la pintura desconchada. A un lado de la casa había un viejo establo y al otro un pajar más pequeño. Los restos del estercolero, en la parte trasera, recordaban los años en que habían tenido animales en la granja. Los prados de los alrededores estaban ahora vacíos, las últimas cabezas de ganado se vendieron el año anterior, tras la muerte de sus padres.

Aparcó detrás del pajar, una precaución innecesaria en realidad, pero ya era una antigua costumbre. Abrió la puerta trasera, cogió el saco y cruzó deprisa el patio. La puerta del establo chirrió; allí dentro olía a cerrado. Del techo colgaban gruesas telarañas junto a tiras adhesivas cubiertas de motas negras, moscas muertas hacía mucho tiempo.

El viejo frigorífico seguía en su sitio, aunque llevaba mucho tiempo en desuso. Lo había enchufado unos días antes y se había asegurado de que todavía funcionaba.

Cuando abrió la puerta lo golpeó el aire frío. El saco cabía sin problemas, cerró enseguida la puerta y fregó cuidadosamente la nevera por fuera con jabón y una bayeta húmeda. Nunca había estado así de limpia. Después recogió el fardo junto con la ropa y la bayeta, y lo metió todo en una bolsa de plástico.

En la parte trasera cavó un profundo agujero en la tierra e introdujo la bolsa dentro de él. Volvió a rellenar bien el hoyo y lo cubrió con paja y ramas. Nada en el terreno revelaba el escondite.