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Quedaba el coche. Fue a buscar la manguera y tardó más de una hora en dejarlo limpio, tanto por dentro como por fuera. Al final, retiró la matrícula falsa y la sustituyó por la de verdad. Nadie podría decir que no era meticuloso.

Después entró en la casa y se preparó el desayuno.

Sobre los prados, aún húmedos por el rocío de la noche, se elevaba una fría niebla, que se deslizaba lentamente entre los campos de cereales y los prados. Planeaba sobre los cañaverales, donde un par de cisnes se ampiaban con esmero su plumaje blanco. Algunas golondrinas de mar graznaban sobre la bahía y los botes se mecían suavemente en el agua al lado de las boyas. Abajo, en la orilla, las deslustradas casetas de los pescadores estaban abandonadas.

Era una mañana singularmente bella. Una de esas mañanas de verano para grabar en la memoria y rememorarla cuando el invierno desplegara su negra capa sobre Gotland.

Agnes, una niña de doce años, se había despertado más temprano que de costumbre. No eran aún las ocho y media cuando llamó a su hermana pequeña, que todavía medio dormida se dejó convencer para ir a darse un baño antes del desayuno. Su abuela, que estaba sentada en la escalera de entrada tomando café mientras leía el periódico, les dijo adiós con la mano cuando las chicas se alejaron pedaleando con las toallas en el portaequipajes. El camino de grava discurría paralelo al mar unos cientos de metros por encima de la playa. Tenían que recorrer alrededor de un kilómetro en bicicleta para llegar al sitio donde podían girar para bajar hasta la zona de baño.

Agnes pedaleaba un trecho por delante de su hermana, aunque podrían haber ido la una al lado de la otra. El tráfico en ese camino era inexistente, incluso en pleno verano. Agnes quería ir siempre un poco adelantada. Había arrancado una brizna de hierba de la orilla del camino e iba chupándola, le gustaba el sabor de la savia fresca.

El camino discurría al principio a través del bosque, luego el paisaje se abría ante ellas. Campos de cultivo y prados se alternaban hasta la orilla del mar, visible a lo largo de casi todo el recorrido. Había varias granjas a lo largo de la calzada, con caballos, vacas y ovejas pastando. Tras pasar la última casa de piedra que se alzaba junto al camino, pedalearon bordeando un extenso prado antes de girar para descender hasta la playa. En esta época del año, los caballos, tres ponis de Gotland y un caballo noruego, se pasaban todo el día pastando fuera, igual que las lanudas ovejas de la isla. Los carneros, con sus característicos cuernos retorcidos en forma de rosca a ambos lados de la cabeza, eran imponentes. Los animales pertenecían a un granjero, quien a veces les permitía montar los ponis. Tenía una hija unos años mayor que ellas y ésta solía dejar que la acompañaran a dar un paseo a caballo. Agnes y Sofie visitaban a menudo a sus abuelos maternos. Aquí, en Petesviken, al suroeste de Gotland, pasaban la mayor parte de las vacaciones de verano, mientras sus padres se quedaban en Visby, donde residían, trabajando.

– Espera, vamos a ver a los caballos -propuso Agnes deteniéndose junto a la cerca.

Chasqueó la lengua y silbó, lo cual dio resultado al instante. Los animales dejaron de pastar, alzaron la cabeza y trotaron hacia las niñas.

El carnero más grande empezó a balar. Lo siguió otro, hasta que todos se incorporaron al coro. Al momento todos los animales se apretujaron contra la valla en busca de un bocado apetitoso. Las dos hermanas se estiraron para acariciarlos desde fuera. No se atrevían a entrar dentro del cercado cuando estaban solas.

– ¿Dónde está Pontus?

Agnes lo buscó por el prado. Sólo había tres caballos. Su favorito, un poni castrado pinto con manchas negras y blancas, no estaba.

– Tal vez esté entre los árboles -sugirió Sofie señalando la estrecha franja boscosa que se dibujaba como una cinta de color verde oscuro en medio del prado.

Las chicas lo llamaron y esperaron unos minutos, pero el poni no apareció.

– Déjalo -dijo Sofie-. Vamos a bañarnos.

– Qué raro que no venga. -Agnes arrugó la frente preocupada-. Con lo cariñoso que es. -Recorrió con la mirada la ladera, el abrevadero, las piedras de sal y los árboles más alejados.

– Bah, olvídalo, estará tumbado, durmiendo -insistió Sofie dando un empujón a su hermana-. Eras tú la que quería ir a bañarse ¿no? Pues vamos.

Sofie se montó en la bicicleta.

– Hay algo que no va bien. Al menos deberíamos poder ver dónde está Pontus.

– Seguro que lo han metido dentro. Puede que Veronica vaya a salir a dar un paseo a caballo.

– ¿Y si está enfermo, tumbado en algún sitio, y no se puede levantar, qué? A lo mejor se ha roto una pata o algo. Tenemos que ir a mirar.

– Qué pesada eres. Podemos ir a saludarlo al volver.

Pese a que los caballos eran mansos y no muy grandes, Sofie los tenía cierto respeto y no quería entrar en el prado. El caballo noruego era grande y fuerte y no parecía de fiar; una vez le había dado una coz. Los carneros también le inspiraban un poco de miedo con aquellos cuernos tan grandes.

Agnes no hizo ningún caso de las protestas de su hermana, sino que abrió la verja y entró en el prado.

– Yo no pienso dejar tirado a Pontus -gritó enojada.

Sofie se quejó en voz alta para manifestar su disconformidad. Se bajó de la bici de mala gana y siguió a su hermana.

– Pues ya puedes ir tú delante -refunfuñó.

Agnes daba palmadas y voceaba para espantar a los animales, que se alejaron cada uno por un lado. Sofie se mantenía cerca de su hermana mayor y miraba asustada a su alrededor. La hierba alta les hacía cosquillas y les arañaba las pantorrillas. Iban en silencio. El poni no aparecía por ningún sitio.

Cuando llegaron a la zona arbolada sin haber descubierto nada extraño, Agnes se encaramó a la valla del otro lado del prado para tener una vista más amplia.

– Mira -gritó señalando con el dedo.

Un poco más allá, en la linde del bosque, vio a Pontus tendido de costado, parecía que dormía. Una bandada de cuervos revoloteaba y graznaba en lo alto.

– Ahí está. ¡Dormido como un tronco!

Impaciente, se echó a correr hacia el caballo.

– Bueno, pues entonces vámonos. No le pasa nada. No querrás que vayamos hasta allí, ¿no? -protestó Sofie.

La visibilidad estaba parcialmente reducida. El caballo no se movía del sitio.

Lo único que se oía eran los estridentes graznidos de los cuervos. A Agnes, que iba delante, le dio tiempo a pensar que era extraño que en aquel lugar hubiera tantos cuervos. Cuando llegó, se paró tan en seco que su hermana se le echó encima.

Pontus yacía sobre la hierba y su pelaje lucía al sol. La vista hubiera podido tranquilizarlas de no haber sido por una cosa: en el lugar donde debería estar la cabeza no había nada. Le habían cortado el cuello. Todo lo que ellas vieron fue un enorme agujero ensangrentado y una nube de moscas que zumbaban alrededor de la abertura carnosa.

Agnes oyó un sonido sordo a sus espaldas. Su hermana se había desmayado.

Tras aparcar su viejo Mercedes junto a la comisaría de policía, Anders Knutas, el comisario de la Brigada de Homicidios, descubrió molesto que las manchas de sudor ya se le habían extendido por debajo de los sobacos. Era uno de esos pocos días del año en que se echaba dolorosamente en falta que el viejo coche no tuviera aire acondicionado y Line, su mujer, tendría nuevos argumentos para abogar por la compra de un automóvil nuevo.

Un día normal no se le habría ocurrido coger el coche para ir al trabajo, su casa estaba nada más pasar la Puerta Sur, a un kilómetro escaso de su despacho. Knutas llevaba veinticinco años trabajando en la comisaría de Visby y se podían contar fácilmente los días que no había ido caminando a trabajar. A veces se detenía junto a la piscina de Solbergabadet y entraba para nadar uno o dos kilómetros. El verano no era una excepción. Iba a cumplir los cincuenta en agosto y los últimos años, en cuanto dejaba de hacer ejercicio, lo notaba inmediatamente. Había estado toda su vida más o menos delgado y no quería cambiar. Sólo que ahora le costaba un esfuerzo algo mayor. La natación lo mantenía en forma y lo ayudaba a pensar. Cuanto más complicado era el caso que tenía entre manos, con mayor frecuencia visitaba la piscina. Ahora hacía tiempo que no iba y no sabía si eso era bueno o malo.