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Se juntaron en una sala amplia y luminosa con una gran mesa en el centro. Hacía poco que habían renovado las dependencias policiales y el nuevo mobiliario era sencillo, de estilo escandinavo. Knutas se sentía mejor con los viejos muebles de pino raídos. De todos modos, las vistas eran las mismas, a través de las ventanas panorámicas se podía contemplar el aparcamiento del supermercado Coop Forum, la muralla y el mar.

– Se ha cometido una auténtica atrocidad -comenzó Knutas, y contó a sus compañeros la escena que habían contemplado en Petesviken-. Hemos acordonado el prado y la zona colindante -prosiguió-. Un camino rural atraviesa el prado y allí estamos buscando las posibles huellas de algún vehículo. Si el autor o los autores de esto se han llevado la cabeza del caballo, es de suponer que han utilizado un coche. En estos momentos nuestros hombres están interrogando a los vecinos y a la gente que vive en los alrededores, así que ya veremos lo que averiguamos a lo largo del día.

– ¿Cómo han matado al caballo? -preguntó Karin.

– Eso podrá explicarlo mejor Erik -respondió Knutas volviéndose hacia el técnico.

– Vamos a ver unas imágenes del caballo. Prepárate, Karin -advirtió Sohlman-, pueden resultar bastante desagradables.

Se dirigió precisamente a ella, no porque fuera la más sensible ante la presencia de sangre, sino porque le gustaban mucho los animales.

El técnico empezó a proyectar las imágenes del maltrecho cuerpo del caballo.

– Como podéis ver, le han cercenado el cuello, o mejor dicho, se lo han cortado con un cuchillo o con un hacha. El veterinario, Ake Tornsjö, ya ha examinado al caballo y va a realizar un reconocimiento más a fondo, pero nos ha explicado cómo cree que han sucedido los hechos. Según él, el autor del crimen, si es que es obra de una persona, seguramente dejó primero inconsciente al caballo golpeándolo con fuerza en la frente, probablemente con un martillo, un mazo o un hacha. Luego, cuando el caballo se cayó desplomado, sirviéndose de un cuchillo grande, tipo machete, le cortó el cuello, y eso es lo que ha matado al caballo, o sea, la pérdida de sangre. Para separar la cabeza de las vértebras, las ha destrozado. Hemos encontrado restos de huesos machacados y me atrevería a aventurar que se usó un hacha. Las marcas halladas en el suelo apuntan a que el caballo permaneció un tiempo con vida después del primer golpe. Estuvo aquí tendido y pataleando en su agonía, aplastó la hierba y removió la tierra. La zona alrededor del cuello aparece desgarrada y llena de salpicaduras, lo cual indica que al autor le llevó su tiempo; tenía muy bien planeado cómo iba a hacerlo, pero carece de conocimientos profundos acerca de la anatomía de un caballo.

– Qué bien, entonces podemos descartar a todos los veterinarios -rezongó Wittberg.

– Hay una cosa que no me cuadra -continuó Sohlman sin inmutarse-. Al cortar la arteria carótida, el caballo debería haber perdido una enorme cantidad de sangre. Y, ciertamente, se puede observar que la sangre ha corrido por el cuello y el cuerpo del animal, pero en el suelo sólo aparece un charquito insignificante. Casi nada. Y aunque la sangre se haya filtrado en la tierra, el charco debería ser mayor.

Los demás miraron desconcertados al técnico.

– ¿Cómo se explica eso? -quiso saber Karin.

– Lo único que se me ocurre es que el autor del crimen ha recogido la sangre.

– ¿Por qué iba a querer hacer una cosa así? -replicó Wittberg.

– No tengo ni la más remota idea. -Sohlman, pensativo, se pasó la mano por la barbilla-. El dueño del caballo lo vio por última vez ayer por la noche a eso de las once. El veterinario opina que llevaba por lo menos cinco o seis horas muerto cuando lo encontraron las niñas, por lo que la fechoría se produjo probablemente hacia la medianoche o en las horas siguientes. El prado y la zona colindante están siendo rastreados con perros para tratar de localizar la cabeza; hasta el momento no ha dado ningún resultado. Hemos ampliado la zona de búsqueda.

Karin hizo una mueca.

– Qué repulsivo. Así pues, el autor del crimen se ha llevado la cabeza y la sangre -afirmó-. ¿Qué sabemos del caballo?

Knutas miró sus papeles.

– Un poni de quince años, castrado, así pues, un capón. Un caballo manso y servicial del que la policía no tenía noticias hasta ahora.

Wittberg sonrió burlón. A Karin no le hizo tanta gracia.

– ¿Y el dueño?

– Se llama Jörgen Larsson, casado y con tres hijos. Se hizo cargo de la granja hace diez años y la lleva a medias con su hermano. Se trata de una explotación familiar, los padres siguen viviendo en uno de los edificios aledaños. La granja es bastante grande, tienen cuarenta vacas y un montón de terneros. No parece que haya cosas raras en la familia, se han dedicado a las tareas agrícolas tranquilamente durante mucho tiempo. Ni Jörgen Larsson ni ningún otro miembro de la familia aparecen en el registro de delincuentes.

– El veterinario cree que la persona que ha perpetrado el crimen ha crecido en una granja o ha tenido anteriormente contacto con el matadero o el sacrificio de animales -aclaró Sohlman-. Asegura que una cosa así no la hace uno por las buenas. Requiere tanto una planificación detallada como valor y resolución, además de unos buenos músculos. Para dejar inconsciente a un caballo, hay que golpearlo con fuerza y, por supuesto, saber dónde hay que propinarle el golpe. El cerebro está alojado en la parte alta de la frente. En opinión de Åke Tornsjö, el autor debe de haber participado anteriormente en algo así.

Todos los asistentes, sentados alrededor de la mesa, escuchaban con interés.

– ¿Ha recibido anteriormente el granjero, o cualquier otro miembro de la familia, alguna amenaza? -preguntó Wittberg cuando Sohlman terminó su explicación.

– No, que nosotros sepamos, no.

– Cabe preguntarse si va dirigido contra el granjero directamente o si se trata de un loco al que le dio por emprenderla con un animal -apuntó Karin.

– ¿No puede tratarse de una gamberrada de críos?

Fue Wittberg quien lanzó la pregunta.

– ¿Con un cuchillo de matarife, un hacha y un medio para transportar la cabeza? -replicó Karin-. No me lo creo. En cambio, lo que me pregunto es qué enfermos psiquiátricos conocidos andan sueltos.

– Ya lo hemos comprobado -contestó Knutas-. ¿Os acordáis de Gustav Persson? ¿Aquel que iba merodeando por los prados y les ponía clavos en los cascos a los caballos? Les clavaba sólo un trozo pequeño y luego, cuando el caballo apoyaba el casco en el suelo, el clavo se iba introduciendo cada vez más. No se contentaba con uno, sino que le clavaba varios, de manera que el caballo al final no podía mantenerse en pie. El tipo tuvo en jaque a la policía durante varias semanas antes de que lo detuvieran. Para entonces ya había conseguido lastimar a una decena de animales. Luego tenemos a Bingeby-Anna. Mataba a todos los gatos que veía y los colgaba en lo alto de la tapia.

– Pero esa mujer es pequeñísima y muy delgada -intervino Karin-. No habría sido capaz de hacer algo así, al menos ella sola. Yo soy un elefante a su lado, no pesará más de cuarenta kilos.

Knutas enarcó las cejas ante semejante exageración. La propia Karin era delgada y sólo medía alrededor de un metro sesenta.

– Yo no creo en absoluto que se trate del acto impulsivo de un enfermo psíquico -protestó Wittberg-. El golpe estaba demasiado bien planeado. Llevar a cabo semejante fechoría, en una noche clara de verano, con gente y casas cerca, como dice Sohlman, exige una planificación previa muy precisa. A mí no me cabe en la cabeza cómo fue capaz, el riesgo de que alguien lo viera era muy grande. El camino que va hasta el prado pasa justo por delante de las granjas, es casi como conducir directamente a través de sus patios. Cualquier persona que se hubiera despertado, habría podido ver y oír el coche.

– Sí, claro, pero hemos descubierto que se puede acceder al prado desde el otro lado -dijo Sohlman, y proyectó en la pantalla un mapa de la zona-. Aquí termina la carretera y se divide en dos ramales al llegar a Petesviken. En lugar de tomar la pista de la derecha y conducir por delante de las casas, se puede coger la de la izquierda. Un trecho más allá hay un camino rural que cruza los campos rodeando toda la zona y pasa, por el otro lado, junto al prado. Si el agresor eligió esta ruta, de lo cual estoy convencido, evitó que lo vieran desde las viviendas y pudo llegar y salir tranquilamente del prado sin arriesgarse a que lo descubrieran, porque desde las granjas de Petesviken no se ven los coches que transitan por ese camino. Hemos echado un vistazo y ahora vamos a analizar las roderas de los vehículos, pero será complicado porque el terreno está muy seco.