– Espero que pueda venir Martin -dijo Karin-. Sería divertido.
Se oyó un murmullo de aprobación.
A Knutas también le caía bien Martin Kihlgård. Éste los había ayudado en la investigación del verano anterior, pero la relación no estaba exenta de complicaciones. Kihlgård era alegre y agradable, pero se hacía notar constantemente y tenía puntos de vista acerca de casi todo. En el fondo, Knutas era consciente de que su susceptibilidad con respecto a Kihlgård podía estar relacionada con un complejo de inferioridad con respecto a los policías del cuerpo nacional. Además, el hecho de que su colega fuera tan ostensible y sinceramente apreciado por Karin no contribuía precisamente a mejorar las cosas.
Con un zumbido y un clic introdujeron la cinta en el reproductor de vídeo. Knutas y Karin se encontraban solos en el despacho del primero. Un centelleo de motas grises y luego apareció el interior del banco en blanco y negro. Tuvieron que pasar la cinta un poco hasta acercarse a la hora que buscaban.
El reloj que aparecía arriba en la esquina de la derecha marcaba las 12.23 del día 30 de octubre. Casi cinco minutos antes de que alguien ingresara dinero en la cuenta de Dahlström. El local estaba bastante lleno a la hora del almuerzo. La sucursal del banco se hallaba en el centro comercial de Östercentrum y mucha gente aprovechaba la pausa de la comida para atender sus asuntos bancarios. Tenían abiertas dos cajas, una atendida por una empleada y la otra por un empleado. En las sillas junto a la ventana que daba a la calle había cuatro personas sentadas: un señor mayor que llevaba un bastón, una chica joven con la melena larga y rubia, una mujer obesa de mediana edad y un hombre joven que vestía traje.
Knutas pensó que, quizá, en ese momento estaba viendo al asesino de Henry Dahlström.
Se abrió la puerta y entraron otras dos personas en el banco. Parecía que no iban juntos. Primero un hombre de unos cincuenta años. Llevaba puesta una cazadora gris y una visera a cuadros, pantalones y zapatos oscuros. Avanzó con decisión y cogió su número.
Detrás de él entró otro hombre, bastante alto y de complexión delgada. Caminaba con la espalda algo encorvada. Evidentemente ya tenía número, porque se colocó junto a las cajas como si fuera a llegar su turno enseguida.
Cuando se volvió y miró alrededor del local, Knutas vio que llevaba una cámara al cuello.
Lo reconocieron inmediatamente. Ese hombre era Henry Dahlström.
– ¡Qué putada! -bufó Knutas-. Ingresaba él mismo el dinero.
– Otra pista que se ha ido al garete. Típico. Era demasiado fácil.
Karin encendió la lámpara del techo.
– Recibía el dinero y después lo ingresaba. Imposible seguirle la pista, hablando claro.
– Qué mala suerte. ¿Pero cómo es posible que esa persona no hiciera simplemente una transferencia a la cuenta de Dahlström? Si tenía tanto miedo de que lo descubrieran, al encontrarse con Dahlström y entregarle el dinero corría un mayor riesgo que haciendo una transferencia.
– Sí que es extraño -reconoció Karin-. Me pregunto de dónde salía ese dinero. Estoy convencida de que tiene algo que ver con las carreras. Dahlström jugaba regularmente y las carreras siempre han atraído a gente sin escrúpulos. Puede que haya habido allí algún asunto turbio, tal vez algún ajuste de cuentas entre delincuentes. Dahlström, quizá, tenía que vigilar y hacer fotos para alguien que quería tener bajo control a sus rivales.
– Ves demasiadas películas -dijo Knutas.
– ¡Uy! A propósito de cine -exclamó Karin y miró el reloj-. Tengo que irme.
– ¿Qué vas a ver?
– Voy al Roxy a ver una comedia negra turca. Es un pase especial.
– ¿Con quién?
– Eso es lo que te gustaría saber, ¿no?
Le guiñó el ojo tratando de picarle y desapareció por el pasillo.
– ¿Por qué tienes que ser tan condenadamente reservada? -le gritó.
Varios meses antes
Había vuelto a casa después de clase y el piso estaba vacío.
La sensación de alivio se mezclaba con cierta dosis de culpabilidad. Últimamente, cuanto menos veía a su madre, mejor se sentía. Al mismo tiempo le parecía que no era sensato que pudiera ser así. Uno tiene que querer a su madre. Además, sólo la tenía a ella.
Abrió el frigorífico y se le cayó el alma a los pies. Tampoco hoy su madre había hecho la compra.
Le daba igual, ahora tenía que estudiar. El examen de matemáticas del jueves le preocupaba, las mates nunca habían sido su fuerte. Acababa de sacar los libros y de afilar los lápices cuando sonó el teléfono. El sonido la hizo estremecerse en la silla. El teléfono no solía oírse a menudo en su casa.
Para su sorpresa, era él, que quería invitarla a cenar. Se quedó tan sorprendida como insegura y no supo qué decirle.
– ¿Oye? ¿Sigues ahí?
Su suave voz en el auricular.
– Sí -consiguió decir, y sintió cómo le ardían las mejillas.
– ¿Puedes? ¿Quieres?
– Tengo que estudiar, tenemos un examen.
– Pero tendrás que cenar, ¿no?
– Sí, claro -dijo ella vacilante.
– ¿Está tu madre en casa?
– No, estoy sola.
Su voz sonó más decidida.
– Bueno, pues entonces es muy sencillo. Si estudias ahora para el examen como una chica aplicada, entonces puedo pasar a buscarte a las siete. Cenamos y después te llevo a casa directamente. Eso no tiene nada de malo. Así tendrás también tiempo para estudiar.
Parecía tan interesado que se sintió obligada a decir que sí. ¿De qué hablarían? Al mismo tiempo, le resultaba atractiva la posibilidad de ir a un restaurante. Las ocasiones en que había salido a comer fuera se contaban con los dedos de una mano. La última vez fue durante un desafortunado viaje de vacaciones el verano anterior. Su madre había alquilado un coche para una semana y tomaron el barco a Oskarshamn para viajar por Escania, alojándose en albergues. Llovió a cántaros todo el tiempo y su madre bebió todos los días. La última noche fueron a un restaurante chino y su madre empezó a hablar con un grupo de turistas daneses. Bebieron un montón y estuvieron armando jaleo, y su madre estaba tan borracha que se cayó de la silla y arrastró consigo el mantel de la mesa. Fanny sólo quería que se la tragara la tierra.
Se sentó a la mesa de la cocina con los libros de mates preguntándose a qué restaurante irían. Mejor que no fuera un sitio demasiado elegante. ¿Qué podía ponerse? Definitivamente, así no podía concentrarse en las matemáticas. ¿Por qué había aceptado? ¿Por qué la invitaba a salir? Pese a esos pensamientos que le daban vueltas en la cabeza, no podía evitar sentirse halagada.
De pronto oyó las llaves en la cerradura de la puerta y la voz de su madre en la entrada.
– Así, así, Mancha, buen chucho, ¡uf, qué patas más sucias! ¿Dónde está la toalla?
Fanny siguió sentada en la silla sin decir nada. Contó los segundos: 1, 2, 3, 4…
Luego llegó, esta vez había tardado cuatro segundos.
– Fanny. ¡Fanny!
Se levantó despacio.
– Síí, ¿qué pasa? -gritó.
– Ven a ayudarme, por favor. Me duele mucho la espalda. ¿Puedes duchar a Mancha? Está tan sucio.
Fanny cogió al perro por la piel de la parte posterior de la cabeza y lo llevó directamente al cuarto de baño.
Su madre seguía hablando. Evidentemente tenía uno de sus días animados.
– Hemos ido hasta el prado de Strandgärdet. Allí me he encontrado con una mujer muy agradable que tenía un caniche. Acaban de trasladarse a vivir aquí. El perro se llama Salomón, ¿te imaginas? A Mancha le ha caído muy bien. Los hemos soltado y se han metido en el agua a pesar del frío que hacía. Por eso está tan sucio, porque luego se ha revolcado en el barro. Dios, qué hambre tengo. ¿Has hecho la compra?