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Se agachó haciendo un esfuerzo y lo llamó a través de la abertura del buzón de la puerta.

– ¡Flash! ¡Flash! ¡Joder, abre!

Lanzando un suspiro se apoyó contra la puerta y encendió un cigarrillo, aunque sabía que la vecina se iba a quejar si lo veía fumando.

Había pasado ya casi una semana desde que se encontraron en Östercentrum y desde entonces no lo había vuelto a ver. No era propio de él. Como mínimo, deberían haberse encontrado alguna vez en la estación de autobuses o en la entrada de Domus.

Dio la última calada al cigarrillo y llamó a casa de la vecina.

– ¿Quién es? -chilló una débil voz.

– Soy un colega de Flash… de Henry Dahlström, su vecino de al lado. Quería preguntarle una cosa.

La puerta se abrió un poco y una señora mayor lo observó con ojos escrutadores desde detrás de una gruesa cadena de seguridad.

– ¿Qué sucede?

– ¿Ha visto a Henry últimamente?

– ¿Ha pasado algo? -preguntó con un destello de curiosidad en los ojos.

– No, no, no lo creo. Sólo que no sé dónde está.

– No he oído nada después del jaleo del fin de semana. Fue un escándalo terrible. Sería como siempre una de esas fiestas con demasiada bebida -dijo con insolencia, acusándolo con la mirada.

– ¿Sabe si tiene alguien la llave de su apartamento?

– Los porteros tienen llaves de todos. Uno de ellos vive en el portal de enfrente. Puedes ir a preguntarle. Se llama Andersson.

Cuando entró en el apartamento con la ayuda del portero, se encontró un caos de cajones sacados, armarios arrasados y muebles volcados. Los papeles, los libros, la ropa y otros trastos estaban desperdigados por todas partes. En la cocina había restos de comida, colillas y otros desperdicios esparcidos por el suelo. Olía a cerveza rancia, a tabaco y a pescado frito. Alguien había tirado al suelo los cojines del sofá y la ropa de la cama.

Los dos hombres se quedaron de pie en medio del cuarto de estar con la boca abierta. A Andersson, el portero, las palabras le salían entrecortadamente.

– ¿Qué demonios ha pasado?

Abrió la puerta del patio y miró fuera.

– Ahí tampoco está. Entonces sólo hay otro sitio donde mirar.

Bajaron la escalera hasta el sótano. A lo largo de uno de los lados del pasillo desierto había una hilera de puertas, marcadas con diferentes letreros: «Lavadero», «Sillas de bebés», «Bicicletas». Enfrente estaban los trasteros normales con las puertas de alambrera. Al fondo había una puerta normal que no tenía ningún letrero.

Del cuarto de revelado salía un olor a podrido que hizo que se les revolviera el estómago. El hedor estuvo a punto de tumbarlos. Andersson encendió la luz y lo que vieron fue espantoso. Henry Dahlström yacía en el suelo, anegado en su propia sangre. Estaba boca abajo. Tenía la parte posterior de la cabeza machacada y una herida abierta del tamaño de un puño. La sangre había salpicado las paredes e incluso hasta el techo. Tenía los brazos extendidos y cubiertos de pequeñas ampollas de color marrón. En los pantalones se apreciaba una mancha oscura como si se hubiera cagado encima.

Andersson retrocedió hacia el pasillo.

– Tengo que llamar a la policía -dijo volviendo en sí-. ¿Llevas un móvil? Me he dejado el mío arriba.

El otro hombre negó con la cabeza en respuesta.

– Quédate aquí mientras tanto. No dejes pasar a nadie.

El portero se dio la vuelta y se apresuró escaleras arriba.

Cuando regresó, el amigo del Flash había desaparecido.

Los grises edificios de hormigón presentaban un aspecto sombrío en medio de la oscuridad de noviembre. Anders Knutas y su colaboradora más cercana, la inspectora Karin Jacobsson, se bajaron del coche en la calle Jungmansgatan, en el barrio de Grabo.

Un viento helado del norte les hizo acelerar el paso hasta el portal de Henry Dahlström. Frente a la casa se había congregado ya un grupo de personas. Algunas de ellas estaban hablando con la policía. Otros agentes estaban llamando a las puertas de los vecinos y el portero prestaba declaración en la comisaría.

El edificio parecía bastante deteriorado; el farol de la fachada estaba roto y en la escalera la pintura de las paredes estaba desconchada.

Saludaron a un compañero, que los condujo hasta el cuarto de revelado. Cuando éste abrió la puerta del sótano los asaltó un hedor insoportable. El olor a cadáver, desagradable y sofocante, evidenciaba que el cuerpo se encontraba en estado de descomposición. Karin sintió náuseas. Ya había vomitado con demasiada frecuencia al presentarse en los lugares donde se había cometido algún crimen y prefería evitarlo en esta ocasión. Sacó un pañuelo y se lo apretó contra la boca.

El técnico de la policía, Erik Sohlman, apareció en la puerta del cuarto de revelado.

– Hola. La víctima es Henry Dahlström. Sabéis quién es, ¿no? El Flash, ese viejo borrachín que había sido fotógrafo. Éste era su cuarto de revelado. Y, evidentemente, parece que seguía utilizándolo.

Hizo un gesto con la cabeza hacía atrás; hacia la habitación.

– Tiene el cráneo destrozado y no se trata de unos pocos golpes. Hay sangre por todas partes. Sólo quiero avisaros de que lo que vais a ver no es nada agradable.

Se quedaron en el vano de la puerta y miraron fijamente el cuerpo.

– ¿Cuándo murió? -preguntó Knutas.

– Me atrevería a decir que lleva aquí casi una semana. El cuerpo ha empezado a descomponerse, no mucho, de momento, gracias al frío que hace aquí abajo. De haber permanecido algún día más habría empezado a oler en toda la escalera.

Sohlman se retiró el pelo de la frente y lanzó un suspiro.

– Tengo que seguir trabajando. Pasará un rato antes de que podáis entrar.

– ¿Cuánto?

– Seguro que unas horas. Yo preferiría que pudierais esperar hasta mañana. Tenemos mucho que hacer aquí. Y con el apartamento pasa lo mismo.

– De acuerdo.

Knutas observó el reducido cuarto. El espacio se había aprovechado al máximo. Cubetas de plástico apiñadas junto a recipientes con productos químicos, tijeras, pinzas de la ropa, montones de fotografías, cajones y cajas. En un rincón estaba la ampliadora.

Habían tirado al suelo una de las cubetas y los productos químicos se habían mezclado con la sangre.

Cuando salieron del portal, Knutas aspiró profundamente el frío aire vespertino. Era la tarde del domingo 18 de noviembre, eran las ocho y cuarto y la lluvia que caía del cielo oscuro empezaba a convertirse en aguanieve.

Lunes 19 de Noviembre

La Brigada de Homicidios se reunió a la mañana siguiente en las dependencias policiales de la calle Norra Hansegatan. Habían terminado las costosas obras de renovación y a la sección criminal le habían asignado locales nuevos y relucientes. La sala de reuniones era luminosa, con el techo alto y el doble de grande que la que tenían antes.

La mayor parte de la decoración seguía un sencillo diseño escandinavo en tonos grises y blancos con los muebles de abedul. En el centro de la sala había una mesa ancha y larga con espacio para diez personas a cada lado. En uno de los extremos habían colocado una gran pizarra blanca y una pantalla. Todo olía a nuevo. La pintura clara de las paredes apenas había tenido tiempo de secarse.

Los dos muros alargados estaban ocupados por grandes ventanales. Una de las hileras tenía vistas a la calle, al aparcamiento del supermercado Obs y a la parte este de la muralla; más allá de ésta se veía el mar. La otra daba al pasillo, de manera que se podía ver quién pasaba. Si preferían una reunión más privada, podían correr unos ligeros visillos de algodón, las viejas cortinas amarillas habían sido sustituidas por otras blancas con un dibujo discreto.

Knutas, en contra de su costumbre, llegó a la reunión con unos minutos de retraso. Lo recibió un agradable murmullo cuando entró en la sala con la taza de café en una mano y una carpeta con papeles en la otra. Eran las ocho pasadas y todos habían llegado ya. Se quitó la chaqueta y la colgó en el respaldo de la silla, se colocó como siempre en uno de los extremos de la mesa y bebió un sorbo del amargo café de la máquina. Observó a sus colegas mientras hablaban entre ellos.