-Perfectamente. La cantidad total ingerida en una comida… digamos unos…
-Una cantidad que va de un cuarto de tonelada a media tonelada.
-Y bebe…
-Todo lo fluido. Leche, agua, whisky, melaza, aceite de castor, aceite de trementina, ácido fénico, cualquier fluido, salvo el café europeo.
-Muy bien. ¿Y en cuanto a la cantidad?
-Anote por favor, de cinco a quince barriles. Su sed varía; sus demás apetitos, no.
-Esas cosas son inusuales. Deben servirnos como excelentes pistas para dar con él.
Blunt oprimió el timbre.
-Alarico, llame al capitán Burns.
Vino Burns. El inspector Blunt le contó todo el asunto, detalle por detalle. Luego, dijo con el tono claro y firme de un hombre cuyos planes están claramente definidos y que está acostumbrado a dar órdenes:
-Capitán Burns, destaque a los detectives Jones, Davis, Halsey, Bates y Hackett para que busquen al elefante.
-Sí, señor.
-Destaque a los detectives Mortes, Dakin, Murphy, Rogers, Tupper, Higgins y Bartolomew para que vayan tras los ladrones.
-Sí, señor.
-Ponga una fuerte custodia- una guardia de treinta hombres escogidos, con un relevo de treinta-en el lugar donde robaron el elefante, para que lo vigilen severamente y no permitan acercarse a nadie- con excepción de los periodistas- sin órdenes escritas de mi parte.
-Sí, señor.
-Ponga a los detectives con ropa de civiles y en el ferrocarril, en los barcos y en las estaciones de ferryboatsy en todas las carreteras que lleven afuera de Jersey, con orden de registrar a todas las personas sospechosas.
-Sí, señor.
-Dé a todos esos hombres fotografías y la descripción del elefante y ordéneles que registren todos los trenes y ferryboats que partan y otros navíos.
-Sí, señor.
-Si pueden encontrar al elefante, que se apoderen de él y me lo comuniquen por telégrafo.
-Si, señor.
-Que me informen en seguida si se encuentra alguna pista, pisadas del animal o algo similar.
-Sí, señor.
-Consiga una orden de que la policía de puertos vigile atentamente la línea costera.
-Sí, señor.
-Despache detectives vestidos de civil por todas las líneas ferroviarias, al Norte hasta llegar al Canadá, al Oeste hacia Ohio, al Sur hasta Washington.
-Sí, señor.
-Coloque peritos en todas las oficinas telegráficas para escuchar todos los mensajes y que exijan que se les aclaren todos los despachos cifrados.
-Sí, señor.
-Que todas esas cosas se hagan con la mayor discreción, recuérdelo. Con el más impenetrable secreto.
-Sí, señor.
-Infórmeme con presteza a la hora de costumbre.
-Sí, señor.
-¡Vaya!
-Sí, señor.
Se fue.
El inspector Blunt quedó en silencio y pensativo durante unos instantes, mientras el fuego de sus ojos se enfriaba y extinguía. Después, se volvió hacia mí y dijo, con voz plácida:
-No soy afecto a las jactancias, no acostumbro hacer tal cosa; pero… hallaremos el elefante.
Le estreché la mano con entusiasmo y le di las gracias; y eran muy sinceras. Cuanto más veía a aquel hombre, más me agradaba y más admiración sentía ante los misteriosos prodigios de su profesión. Después nos separamos al llegar la noche y volví a casa sintiéndome mucho más alegre que al ir a su oficina.
II
A la mañana siguiente todo apareció en los periódicos, con los más pequeños detalles. Hasta había agregados, consistentes en la “teoría” del detective Fulano y el detective Zutano y el detective Mengano acerca de la forma cómo se había efectuado el robo, sobre quiénes eran los ladrones y adónde habían escapado con su botín.
Había once de estas teorías y abarcaban todas las posibilidades, Y este solo hecho prueba cuan independientes son para pensar los detectives. No había dos teorías análogas, ni siquiera parecidas, con excepción de un detalle sorprendente, en el cual coincidían absolutamente las once teorías. Ese detalle era que, aunque en la parte posterior de mi edificio había un boquete y la única puerta seguía estando cerrada con llave, el elefante no había sido llevado por el boquete, sino por alguna otra abertura (no descubierta). Todos concordaban en que los ladrones habían hecho aquel boquete sólo para despistar a los detectives. Esto jamás se me habría ocurrido a mí o a cualquier otro profano, quizá, pero no había confundido a los detectives ni por un momento. Por eso, lo que yo había supuesto el único detalle falto de misterio, era en realidad lo que más me había inducido a error. Las once teorías indicaban a los presuntos ladrones, pero ni siquiera dos de ellas nombraban a los mismos ladrones; el total de las personas sospechosas era de treinta y siete. Todas las crónicas de los distintos periódicos terminaban con la más importante de las opiniones, la del inspector en jefe Blunt. Parte de estas declaraciones, decía lo siguiente:
“El jefe sabe quiénes son los principales culpables, Duffy El Simpático y El Rojo MacFadden. Diez días antes del robo, el jefe sabía ya que éste iba a ser intentado y había procedido cautelosamente a hacer seguir a los dos destacados malhechores; pero, por desgracia, la noche en cuestión se perdieron sus huellas y antes de que pudiesen ser hallados de nuevo, el pájaro había volado digamos, más bien, el elefante.
“Duffy y McFadden son los truhanes más audaces de la profesión; el jefe tiene razón al pensar que fueron ellos quienes robaron la estufa de la central de detectives una inclemente noche del invierno pasado, como consecuencia de lo cual el jefe y todos los detectives estuvieron antes de la mañana siguiente en manos de los médicos, algunos con los pies helados, otros con los dedos, las orejas u otros miembros helados.”
Cuando acabé de leer la primera mitad de este suelto, me asombró más que nunca la prodigiosa sagacidad de aquel hombre extraño. Blunt no sólo veía con claridad todo lo presente, sino que ni siquiera podía serle ocultado el futuro. No demoré en ir a su oficina y le manifesté que sentía un incontenible deseo de que hiciera arrestar a aquellos hombres y nos ahorrara así inconvenientes y perplejidades; pero su réplica fue sencilla y concluyente.
-A nosotros no nos corresponde impedir el delito, sino castigarlo. No podemos castigarlo antes que se cometa.
Le hice notar que el estricto secreto con que empezáramos había sido estropeado por los periódicos y que no sólo se habían revelado todos nuestras planes y propósitos, sino que hasta se había publicado el nombre de todas las personas sospechosas, éstas, sin duda, se disfrazarían ahora o se ocultarían.