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—¡Qué asco! Seguramente no será de cinamomo la leña que he puesto en la estufa.

Gruñó una o dos veces; fue en dirección al ataúd… quiero decir la caja de fusiles; detúvose cerca de aquel queso de Limburg un momento y luego volvió y sentóse a mi lado, pareciendo como si estuviera en gran manera impresionado. Luego de una pausa contemplativa, dijo, señalando la caja con un ademán:

—¿Amigo suyo?

—Sí —respondí suspirando.

—Estará maduro, ¿verdad?

Permanecimos en silencio, casi diría por espacio de dos minutos; no nos atrevíamos a decir nada; demasiado preocupados estábamos con nuestros propios pensamientos. Luego Thompson dijo en voz baja, espantada:

—A veces no es seguro si están muertos de verdad o no lo están. Parecen muertos, ¿sabe? Tienen todavía el cuerpo caliente y flexibles las articulaciones; así que, aunque pienses que están muertos, no lo conoces de una manera cierta. Es algo verdaderamente terrible, porque ignoras si, en un momento dado, se levantarán lo más satisfechos del mundo y te mirarán fijamente.

Luego después de una pausa, y levantando ligeramente su codo hacia la caja, dijo:

—¡Pero él no está sólo dormido! No, señor, no; ¡de éste sí que lo aseguraría!

Nos sentamos algún rato, silenciosamente pensativos, escuchando atentamente el viento y el rugir del tren.

Luego Thompson dijo, con voz ternísima:

—Al fin y al cabo, todos tenemos que hacer nuestro paquetito un día u otro: nadie se escapa. Hombre nacido de mujer es cosa de pocos días, hay de él para poco rato, como dice la Sagrada Escritura. Sí, mírelo usted como quiera; es terriblemente solemne y curioso: nadiepuede regresar; todo el mundotiene que irse, todo el mundo; es la pura verdad. Se encuentra usted un día sano y fuerte —al decir esto se puso de puntillas y rompió un cristal, y sacó fuera la nariz un momento, y luego se sentó de nuevo, mientras yo, a mi vez, me esforzaba para encaramarme y sacaba mi nariz por el mismo sitio, y así continuamos moviéndonos de vez en cuando—, y al día siguiente le arrancan a usted, y aquellos lugares que le habían conocido no le conocen ya más, como dice la Sagrada Escritura. Sí, verdaderamente, es algo espantosamente solemne y curioso: todos tenemos que marcharnos un día u otro, y nadie escapa a esta fatalidad.

Hubo de nuevo una larga pausa. Luego:

—¿De qué murió?

—Dije que lo ignoraba.

—¿Cuánto tiempo hace que está muerto?

Creí que lo más prudente era exagerar los hechos, por no parecer fuera de las probabilidades; así pues, dije:

—Dos o tres días.

Pero de nada me sirvió, porque Thompson recibió mis palabras con una mirada fría, ofendida, que evidentemente significaba: "Tres o cuatro años, quiere usted decir". Después, marchó tranquilamente hacia la caja, estuvo unos momentos allí, y luego, volviendo rápidamente, contempló el cristal roto, observando:

—Habríamos disfrutado de un golpe de vista endiabladamente mejor en todo alrededor si lo hubiera enviado usted el pasado verano.

Sentóse Thompson y encerró su rostro en su rojo pañuelo de seda, y empezó a balancearse poco a poco, meciendo su cuerpo, como quien saca fuerzas de flaqueza para soportar algo casi insoportable. En aquel entonces, la fragancia (si de ello podemos llamar fragancia) casi ahogaba. La cara de Thompson volvíase pálidamente gris; yo sentía que la mía había perdido completamente su color. Pronto Thompson descansó su frente sobre su mano izquierda, con el codo apoyado sobre su rodilla, intentando hacer revolotear el rojo pañuelo hacia la caja con la otra mano. Y dijo:

—Más de uno he trajinado en mi vida (y más de uno considerablemente recocido, también); pero por Dios, este los gana a todos. Comparados con este capitán, ¡aquéllos eran heliotropos!

Esta especial designación de mi pobre amigo me dejó satisfecho, a pesar de las tristes circunstancias, porque tenía todo el aspecto de un cumplido.

Pronto a todas luces fue evidente que se precisaba hacer algo. Entonces propuse encender unos cigarros. Thompson creyó que era una buena idea. Dijo:

—Es posible que esto le ponga algo mejor.

Echamos largo rato espesas bocanadas de humo con todo el cuidado, e hicimos cuantos esfuerzos pueden imaginarse para creer que las cosas habían mejorado; pero todo fue inútil. Al cabo de un rato ambos cigarros cayeron quedamente de nuestros insensibles dedos al mismo tiempo. Thompson dijo suspirando:

—No; el capitán no mejora un ápice. De hecho, empeora; parece como si esto aguijoneara su ambición. ¿Qué partido cree usted que sería mejor tomar ahora?

No me sentí capaz de sugerir ninguno; había tenido que sufrir tanto todo el rato, que no tenía ni fuerzas para hablar. Thompson empezó a refunfuñar de una manera inconexa y abrumadora sobre los tristes experimentos de aquella noche, y tomó la costumbre de referirse a mi pobre amigo aplicándole diferentes títulos, a veces militares, a veces civiles; y reparé que al mismo tiempo que aumentaba la eficiencia de mi amigo, Thompson le ascendía en consecuencia: le aplicaba mayor título. Al fin, dijo:

—Se me ha ocurrido una idea. Supongamos que nos agacháramos y diésemos al coronel un pequeño empujón hacia el otro extremo del vagón, unos diez pasos, por ejemplo. ¿No os parece que entonces no sería tanta su influencia?