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—Pues yo también he tenido siempre la impresión de que no era un hombre vulgar y corriente.

—Mujer —en voz baja—, ¿no te has dado cuenta de que le ha echado el ojo a nuestra Mary? Dime: ¿No te has dado cuenta?

—Pues, como tú dices, alguna vez se me ha pasado por la cabeza… pero, claro, él es un hombre de tan alta posición y tan rico…

—Eso no importa. ¿No le dijo a su padre que nunca se casaría si no era por amor? Anímalo, con eso basta. Y yo también lo haré, por descontado.

—Pero, marido mío, Mary se consume aún por el pobre Hugh… y si al menos fuera posible, desearía…

—¡Al diablo el pobre Hugh! Hicimos bien en librarnos de él. Hicimos muy bien. Quieres lo mejor para tu hija, ¿no? También yo lo quiero. ¡Imagínala convertida en esposa de un aristócrata! ¿Crees que tardaría mucho en olvidarse de Hugh Gregory? Pues claro que no. Y dime, ¿cuál es su verdadero nombre?

—Recuerda, marido, que no debes decírselo a nadie. Es el conde Hubert duu Fountingblow. ¿No te parece un nombre encantador?

—¡Ya lo creo que sí! ¡Qué no daría yo por un nombre como ése! ¡Y ya ves el mío, John Gray! ¡No le pega ni a una rata! Escúchame bien, Sally. No nos conviene decirle a nadie que es conde. A nadie. Todas las chicas en cuarenta millas a la redonda le irían detrás.

Continuaron de charla, y al poco rato la conversación tendió hacia las relaciones entre el conde y Hugh Gregory. Por lo visto, los dos jóvenes habían entablado una estrecha amistad y se visitaban mutuamente con frecuencia. Según había oído decir la señora Gray, el conde había intentado en repetidas ocasiones reconciliar a Hugh y al viejo David Gray, fracasando una y otra vez. David había tomado cierto afecto al conde, y le complacía recibirlo en su despacho y hablar con él, pero se negaba en redondo a hacer las paces con el joven Gregory

Al poco rato los señores Gray quedaron en silencio, y empezó a vencerlos el sueño. En ese punto John Gray se agitó de pronto y, con voz ronca, susurró al oído de su esposa:

—Una cosa más, Sally. Desde el día que encontré al joven señor Fountingblow ahí fuera, en la nieve, todos lo hemos acosado de una u otra manera para que explique cómo llegó hasta allí sin dejar huellas, pero él siempre se calla y cambia de tema. A ver, ¿cómo llegó allí? ¿Lo ha dicho?

—No. Ha dicho que prefiere contarlo más adelante. Ha dicho que podía correr la voz, y que tiene buenas razones para no querer que se sepa. Pero ha dicho que noslo contará más adelante.

—Bueno, de acuerdo, si no hay más remedio. Aguantaré un tiempo más, pero me muero de ganas por saberlo.

IV

Había una filtración en alguna parte. Una semana más tarde el «conde de Fontainebleau» y su extraordinaria fortuna eran la comidilla del pueblo. Se decía asimismo que el conde prodigaba atenciones a Mary Gray abiertamente, y que John Gray y su esposa —él con insistencia y ella sin mucha convicción— rogaban a Mary que considerara con actitud favorable su petición de mano.

La verdad era que Mary se hallaba en un considerable aprieto. Se esforzaba por acomodarse a los deseos de sus padres, pero de noche y en secreto no podía resistirse a besar cierto retrato y llorar ante cierto rizo de pelo.

Un día el conde pasó una hora con David Gray, en el despacho de éste, charlando acerca de diversos asuntos. Gradualmente, dirigió la conversación hacia el tema del matrimonio, y se disponía por fin a hablar de sus esperanzas respecto a Mary Gray cuando de pronto otras cuestiones reclamaron la atención de David fuera de allí. En el aburrimiento de la espera, el conde se entretuvo con la inspección de los documentos esparcidos sobre la mesa o a la vista en cajones parcialmente abiertos. Leyó con gran interés un papel en concreto y a continuación dijo:

—No estaba de más asegurarse, y ahora he salido de dudas. Era un falso rumor.

Salió de allí y se encaminó hacia la casa de John Gray. Preguntó por Mary y le informaron de que se hallaba en el huerto. Allí fue, y recorrió las sendas hasta que, en un recóndito rincón, vio asomar parte de un vestido femenino tras un árbol al pie del cual había un rústico banco con espacio suficiente para dar asiento a dos personas, que había sido de gran utilidad en los últimos doce meses. Se acercó y apareció de pronto ante Mary. Ella se apresuró a ocultar el retrato de Hugh Gregory en la pechera y luego se levantó llevándose el pañuelo a los ojos, ya que estaba llorando.

—Mary, mi estimada, mi adorada amiga —dijo el conde, cogiéndole la mano con su habitual refinamiento—, tu pobre corazón se desgarra, y soy yo la causa. Quiso la fatalidad que te conociera antes de saber que amabas… a otro. Verte fue amarte. Eso era inevitable. Después, cuando descubrí que tu padre había prohibido esa boda, comprendí que mi amor por ti no podía seguir causándoos tan grave perjuicio a ti y al pobre Hugh. Albergaba la insensata esperanza de que, con el tiempo, quizá llegara a encontrar un hueco en tu corazón. Pero sospecho que nunca podrá ser. Tus lágrimas, tu dolor, son para Hugh, y Dios sabe que es el justo acreedor. Debo apartarme de ti. Por tu propio bien, puesto que te quiero más que a mi vida, mi fortuna, mi buen nombre…, más que a mi alma…, debo imponerme este imposible. ¡No hables, te lo ruego! Sería incapaz de escuchar la música de tu voz y mantenerme firme en mi determinación. Soy un ser dominado por los impulsos. El espectáculo de tu aflicción, este momento del que he sido testigo, ha generado en mí de pronto la fuerza necesaria para llevar a cabo tal sacrificio, y con igual prontitud debo realizarlo y privarme de la visión de tu rostro y el sonido de tu voz, o flaquearé. Me voy. Haré el colosal esfuerzo. Sólo pido a Dios que me conceda una muerte rápida. ¡No, ni una palabra! ¡Ni una palabra, te lo suplico! Adiós, te dejo, amada mía. Querida mía, querida mía, adiós, y que Dios te proteja.

Al instante corrió hacia la casa, cubriéndose el rostro con el pañuelo. Mary Gray se quedó allí de pie, como paralizada, y lo observó alejarse hasta que se perdió de vista. Luego, entre sollozos, dijo:

—¡Oh, qué poco lo conocía! Es mil veces más noble por propia naturaleza de lo que pudiera serlo como descendiente de la más alta alcurnia y el más rancio abolengo. Hace cinco minutos casi lo odiaba. Ahora… ¡Válgame, ahora casi podría… amarlo! ¡Oh, respetaré, honraré, veneraré todos los días de mi vida a ese hombre de corazón grande, noble y puro!

V

Durante tres días los GRay no vieron al conde. El padre y la madre sentían cierta extrañeza, pero apenas hacían comentarios al respecto, porque advertían una notable mejoría en el ánimo de Mary, y eso les inducía a pensar que las cosas iban por buen camino entre ella y el conde.

Hacia el atardecer del tercer día, el conde mantenía una breve conversación con David Gray en una esquina del pueblo, cuando Hugh Gregory pasó de largo frente a ellos, se detuvo, vaciló, retrocedió y preguntó al conde si pensaba volver a su habitación en ese momento. Anticipándose al conde, David Gray dijo: