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—Decididla vosotros. A mí me trae sin cuidado. Me basta con que me dejéis un poco de tiempo para descansar.

Se acordó celebrar la boda el 29 de junio en casa de John Gray, en la más estricta intimidad. A partir de entonces Mary Gray no volvió a salir de la casa ni vio a nadie excepto a su familia y al conde. Las noticias diarias y las habladurías del pueblo nunca se mencionaban en su presencia. En cuanto al futuro, sólo una cosa tenía interés para ella. Le habían asegurado que el juicio de Hugh se atrasaría uno o dos años gracias a las estratagemas de los abogados, y que probablemente no sobreviviría tanto tiempo, ya que su salud, por alguna razón, comenzaba a quebrantarse.

Pero en realidad el juicio tuvo lugar muy pronto, hecho que le ocultaron a Mary. El veredicto de culpabilidad se emitió el 22 de junio. El día designado para la ejecución en la horca fue el 29 de junio…, ¡la fecha de la boda!

¡Desconcierto! ¿Qué debía hacerse? ¿Aplazar la boda? No. No sería necesario. El pueblo había recibido la noticia con consternación. David Gray había sido un hombre detestado por la mayoría; Hugh Gregory gozaba del general aprecio. La gente confiaba en que todo quedara en un veredicto de homicidio sin premeditación y un tiempo en la cárcel. Los mensajeros corrían ya campo a través hacia la capital. Sin duda le conmutarían la pena o quizás incluso le dieran la absolución. ¿Por qué, pues, aplazar la boda? Mary nada sabía del veredicto, ni siquiera del juicio.

VII

Nadie se sentía a gusto entre el grupo reunido en casa de John Gray a última hora de la mañana del 29 de junio, porque todos menos Mary sabían que no había llegado el indulto. Incluso John Gray se estremecía al pensar en entregar a una incauta muchacha en matrimonio al hombre al que no amaba, mientras el hombre al que amaba caminaba hacia una muerte vergonzosa. La señora Gray guardaba cama desde hacía una semana, postrada por el temor a que se extraviara la carta con la notificación del indulto. El anciano clérigo se había negado a oficiar, y para sustituirlo se había recurrido a un forastero de paso. John Gray había salido a recibirlo a la puerta, para advertirle que no estropeara el júbilo de la ocasión con alusiones al triste suceso que estaba desarrollándose en el pueblo. Con tono cauto, el forastero dijo:

—No tiene necesidad de advertírmelo. Nadie podría mencionar una cosa así en un momento como éste. He pasado por delante del patíbulo. Se había congregado allí el pueblo entero. Nadie estaba indiferente; lloraban todas las mujeres y algunos hombres. El joven estaba de pie en lo alto del patíbulo, entre los alguaciles, y la soga se mecía en el aire sobre su cabeza. Aunque pálido y demacrado, permanecía erguido como un hombre honrado. Y además ha hablado. Ha proclamado su inocencia. Ha dicho que las suyas eran las palabras de un hombre a las puertas de la muerte y que a ojos de Dios no era culpable de nada. Alrededor todos han empezado a gritar: «Te creemos, te creemos». Dos veces ha dicho que estaba preparado, y los alguaciles han cogido la soga y el capuchón negro, pero en ambas ocasiones se ha desatado un gran vocerío: «¡Esperad, esperad, por amor de Dios! ¡Aún llegará el indulto, llegará la absolución!» Por todas partes he visto a gente encaramada a las carretas y las ramas de los árboles, protegiéndose los ojos del sol con la mano para otear la llanura y anunciando a cada rato: «¡Allí! ¿No es eso un hombre a caballo?… No… Sí… Allí a lo lejos se ve desde luego un punto negro… Tiene que ser un caballo». Pero siempre acababa en decepción. Al final, los alguaciles han cubierto la cara del pobre muchacho con el capuchón negro, y la multitud ha prorrumpido en tales lamentos que no he podido resistirlo más. Me he escapado. ¡Cuánto aprecian a ese pobre desdichado! ¡Cuánta compasión ha arrancado de los corazones de las madres!

El pastor y John Gray entraron en el salón. Tras impartirse una bendición, Mary se puso en pie, pálida y apática, entre el conde de Fontainebleau y su padre. La ceremonia de boda prosiguió:

—Hubert, conde de Fontainebleau, ¿tomas a esta mujer por legítima esposa y prometes amarla, honrarla y respetarla hasta que la muerte os separe?

El conde inclinó la cabeza.

—Mary Gray, ¿tomas a este hombre por legítimo esposo y prometes serle fiel…?

Desde hacía unos segundos llegaba a oídos de los presentes un rumor lejano, y aumentaba rápidamente de volumen, como si su origen se aproximase. De pronto dio paso a una serie de clamorosos vítores, ya muy cercanos, y al cabo de un instante irrumpió en la casa una tumultuosa muchedumbre, con Hugh Gregory y los alguaciles en cabeza.

A Mary Gray le bastó una sola mirada para leer la gozosa verdad en los ojos de Hugh, y un momento después estaba entre sus brazos. Simultáneamente los alguaciles prendieron al conde de Fontainebleau y lo esposaron. John Gray, mudo de estupefacción, tuvo que expresar sus dudas con el semblante. Un alguacil dijo:

—Tranquilos. Todo en orden. Este mal bicho cometió el asesinato. Tenía un compinche, y el compinche se ha ablandado y ha cantado al ver a Hugh a punto de ser colgado. Lo ha contado todo, y justo cuando terminaba ha llegado el indulto del gobernador. Me he permitido venir a molestarles, porque naturalmente este individuo es el hombre a quien primero me interesaba ver.

—Por mi parte —dijo Hugh—, no hay necesidad de explicar por qué era aquí donde primero quería venir y mostrar el rostro de un hombre inocente.

El pastor se retiraba discretamente.

—¡Alto! —exclamó John Gray—. ¡Sigamos adelante con la boda! ¡Poneos en pie, Mary Gray y Hugh Gregory, y que me caiga muerto si por mi cabeza vuelve a pasar un solo pensamiento mezquino mientras me llame John Gray! Ahí llega la madre. Ya no falta nada, pastor, así que ahora ponga el yugo y póngalo bien sujeto.

VIII

Confesión del conde

Condenado a muerte por el asesinato de David Gray, que cometí hace un año, escribo esta verídica crónica de mi vida. Me llamo Jean Mercier. Nací en un pueblo del sur de Francia. Mi padre era barbero. Yo aprendí el oficio y lo ejercí por un tiempo. Pero poseía talento y ambición. Sin ayuda de nadie, me instruí yo mismo en una especie de educación universal. Aprendí muchos idiomas, llegué a un alto nivel en el campo de las ciencias y desarrollé una aptitud más que considerable como inventor y mecánico. Me adiestré en la navegación por mar. Más adelante probé suerte como guía, como cicerone. Llevé turistas por todo el mundo. Finalmente, en mala hora, caí en manos de un tal monsieur Jules Verne, escritor. Ahí empezaron mis tribulaciones. Me pagó un buen salario y me mandó de aquí para allá a bordo de toda clase de odiosos vehículos. Después escuchaba mis aventuras y hacía un libro a partir de cada uno de mis viajes. Eso no habría sido censurable si se hubiera ceñido a la realidad; pero no, a él no le bastaba y tenía que agrandarla. Transformó mis simples experiencias en insólitos y tergiversados portentos. No puedo expresar con palabras la humillación que eso representó para mí, ya que yo era muy puntilloso en cuestiones de veracidad y honradez… por aquel entonces. Todos mis amigos conocían mi empleo; pensaron que aquellas atroces narraciones habían sido transcritas tal cual yo las había contado, y uno por uno me retiraron primero el crédito y luego la palabra. Me quejé a monsieur Verne en repetidas ocasiones, pero de nada me sirvió. Aquel monstruo me envió río Sena abajo en una barcaza vieja y agujereada; cuando regresé, escuchó mi relato, se puso manos a la obra y lo agrandó hasta producir ese lamentable libro titulado Veinte mil leguas de viaje submarino. Después compró un globo de segunda mano y me hizo subir en él. Aquella vieja bolsa se elevó en el aire, recorrió unas doscientas yardas y se vino abajo, yendo a caer en un ladrillar, y yo me rompí una pierna. El resultado literario de ese viaje fue el libro que lleva por título Cinco semanas en globo... ¡Cruel engaño! Me obligó a realizar un par de cortos y absurdos vuelos más en aquel maltrecho artefacto y escribió descabellados libros al respecto. Más adelante me envió desde París hasta un mísero pueblo en la otra punta de España, y en una carreta tirada por bueyes. Pasé casi un año por esos caminos, y estuve a punto de morir de desánimo e inanición antes de volver. ¿Y cuál fue el resultado? ¡Pues La vuelta al mundo en ochenta y cinco días! Remendó su patético globo y volvió a mandarme de viaje una vez más. Me quedé suspendido entre las nubes sobre París durante tres días, esperando a que soplara el viento, y luego caí de pronto en el río, pillé unas fiebres y tuve que guardar cama más de tres meses. Mientras yacía enfermo, me atormenté pensando en mis desgracias y poco a poco ciertas especulaciones criminales comenzaron a resultarme familiares… o gratas, debería decir. Cuando me recuperé, me anunció que había equipado a la perfección el globo, y tenía el propósito de acompañarme en la siguiente expedición. Me alegré. Acariciaba la esperanza de que nos rompiéramos los dos el cuello. Monsieur Verne cargó en el globo su bolsa de viaje, su abrigo de piel y el resto de su elegante vestuario, junto con abundantes provisiones, bebida e instrumentos científicos. En el momento en que partíamos, puso en mis manos su tergiversación de mi último viaje, un libro titulado La isla misteriosa. Lo hojeé, y aquello fue la gota que colmó el vaso. El aguante de la naturaleza humana tiene un límite. Tiré a monsieur Verne del globo. Debió de caer desde una altura de cien pies. Confío en que encontrase la muerte, pero no tengo constancia de ello. Como es lógico, no deseaba ir a la horca, así que arrojé al vacío los instrumentos científicos para aligerar el peso de la nave. A continuación me vestí con las exquisitas ropas de monsieur Verne y comencé a deleitarme con sus manjares y vinos. Pero había aligerado más de la cuenta el peso de la nave. Ascendí a tal altitud que el sueño se apoderó cierra; y finalmente perdí el conocimiento. A partir de ese instante no me s enteré de nada hasta que desperté en el prado de John Gray, tendido en la nieve. Ignoro qué fue del globo. Pero sí sé, por las fechas, que viajé de Francia a Missouri en dos días y veintiuna horas. Y ahora comprenderá John Gray cómo me las arreglé para atravesar el prado sin dejar huellas. Tenía curiosidad por saberlo, el pobre; pero consideré que si se lo contaba, la noticia se difundiría y acabaría en los periódicos, llegaría a Francia y entonces algún entrometido querría saber si aquel aeronauta extranjero podía acaso arrojar un poco de luz sobre los últimos momentos de monsieur Verne.