Выбрать главу

Tammo dejó de pronto de tartamudear y de balbucear, los carraspeos se le quedaron en la garganta. Su ojo enrojecido clavado en él hizo comprender a Apeczko que el anciano había advertido su gesto turbado. Que lo había pillado. No se podía esconder la verdad por más tiempo.

– La borgoñona -jadeó- consiguió escapar de Ligota. En secreto… Nadie sabe adonde. Ocupados con la persecución… no vigila… mos.

– Qué curioso -tradujo Ofka al cabo de un largo instante de pesado silencio-, qué curioso que esto no me sorprenda en absoluto. Pero si es así, que así sea. No me voy a quebrar la cabeza por una puta. Que lo arregle Gelfrad cuando vuelva. Que solucione el asunto por su propia mano. A mí sus cuernos no me importan un pimiento. Tampoco es cosa nueva en nuestra familia. A mí mismo me los tienen que haber puesto bien grandes. Porque si no, no se explica que de mis propios lomos hayan nacido unos gilipollas como éstos.

Balbulus tosió, carraspeó y se ahogó durante unos instantes. Pero Ofka no tradujo, así que no se trataba de palabras, sino de toses normales y corrientes. Por fin, el anciano relinchó, tomó aliento, torció el gesto como un demonio y golpeó con su bastón en el suelo, después de lo cual comenzó a gorgotear a toda velocidad. Ofka lo escuchó, mordisqueando la punta de su coleta.

– Pero Niklas -tradujo- era la esperanza de esta familia. Sangre de mi sangre, de la sangre de los Sterz, no el maldito retoño de una perra callejera. Así que no es posible que por su sangre derramada no pague el asesino. Y con creces.

Tammo golpeó de nuevo con el bastón en el suelo. El palo se le cayó de la mano temblorosa. El señor de Sterzendorf tosió y estornudó, llenándose de babas y mocos. Roswitha von Baruth, la hija de Balbulus, madre de Ofka, que estaba junto a él, le limpió la barba, recogió el bastón y se lo puso en la mano.

– ¡Hgrrrhhh! Grhhh… Bbb… bhrr… bhrrrllg.

– Reinmar Bielau pagará por mi Niklas -tradujo Ofka con indiferencia-. Pagará, pongo a Dios por testigo y a todos los santos. Lo meteré en la mazmorra, en una jaula, en una caja como en la que los de Glogów metieron a Enrique el Gordo, con un agujero para la comida y otro enfrente para lo contrario, de tal modo que ni siquiera sea capaz de rascarse. Y lo tendré así medio año. Y sólo entonces me pondré con él. Y para que lo trabajen mandaré a buscar un verdugo a Magdeburgo, porque allá tienen admirables verdugos, no como aquí, en la Silesia, donde el delincuente muere ya al segundo día de tortura. Oh, no, haré traer a un maestro que le dedicará una semana al asesino de Niklas. O dos.

Apeczko Sterz tragó saliva.

– Pero para que se pueda hacer esto, hay que apresar al pájaro. Y para ello hace falta buen seso. Razón. Porque el pájaro no es tonto. Un tonto no se haría bachiller en Praga, ni les caería en gracia a los monjes de Olesnica. Y no habría conseguido hacerse con la francesa de Gelfrad tan prestamente. Con un listillo así no basta echar el aliento como un torpe por el camino a Wroclaw, exponiéndose a las burlas.

Poner el negocio en boca de todos, lo que sólo sirve al pájaro y no a nosotros.

Apeczko asintió. Ofka lo miró, se sorbió los mocos que le brotaban de una naricilla respingona.

– El pájaro -siguió traduciendo- tiene un hermano, que ha no sé qué posesiones por allá por Henrików. Es muy posible que vaya a buscar allí amparo. Hasta puede que ya esté allí. Hubo otro Bielau que fue durante su vida cura en la colegiata de Wroclaw, así que no podemos excluir que el bellaco quiera esconderse bajo las faldas de otro bellaco. Quiero decir, del venerable obispo Conrado. ¡El viejo ladrón y borracho!

Roswitha Baruth limpió otra vez la barba al anciano, que se le había llenado de mocos por la rabia.

– El pájaro además es amigo de los del hábito negro, en Brzeg. De los del hospicio. Allí podría haberse dirigido nuestro listillo, para sorprender y confundir a Wolfher. Cosa que no es, al fin y al cabo, difícil. Y por fin, lo más importante, aguza el oído, Apecz. De seguro que nuestro pájaro querrá jugar a ser trovador, a fingir que es algún puto Lohengrin o un nuevo Lancelot… Querrá acercarse a la francesa. Y allá, en Ligota, seguro que lo aprehenderemos, igual que a un perro que sigue a una perra en celo.

– ¿En Ligota? -se atrevió a decir Apeczko-. Pero si ella…

– Ha huido, ya lo sé. Mas él no lo sabe.

Viejo cabrón, pensó Apeczko, tiene el alma aún más retorcida que el cuerpo. Pero es más astuto que una zorra. Y sabe, hay que concederle el honor. Mucho. Todo.

– Mas para lo que acabo de decir -tradujo Ofka a la lengua humana- vosotros no me servís, mis hijos e hijos de mis hijos, sangre, al parecer, de mi sangre y carne de mi carne. Por eso vas a ir lo más presto posible a Niemodlin y luego a Ziebice. Allí… ¡Escúchame bien, Apecz! Allí has de encontrar a Kunz Aulock, llamado Kirieleisón. Y a otros: Walter de Barby, Sybko von Kobelau, Stork de Gorgowitz. A éstos les dirás que Tammo Sterz da mil gúldenes renanos por Reinmar de Bielau, vivo. Mil, acuérdate.

Apeczko tragó saliva al oír cada nombre. Porque eran estos nombres los de los peores sicarios y asesinos de casi toda la Silesia, facinerosos sin honor ni fe. Dispuestos a asesinar a su propia abuela por tres escotus, qué no harían por una suma de cuento de hadas como eran los mil gúldenes. Mis gúldenes, pensó Apeczko con rabia. Porque ésta habrá de ser mi herencia cuando este puto inválido estire la pata.

– ¿Lo has entendido, Apecz?

– Sí, padre.

– Entonces largo, vete de aquí. Ponte en camino y haz lo que te he mandado.

Primero me pondré en camino a la cocina, donde voy a llenarme las tripas y a comer y a beber por dos. Viejo roñoso. Y luego ya veremos.

– Apecz.

Apeczko Sterz se dio la vuelta. Y miró. Pero no al rostro retorcido y enrojecido de Balbulus, que, no por vez primera, le parecía que era algo innatural aquí en Sterzendorf, algo innecesario, fuera de sitio. Apeczko miró a los grandes ojos almendrados de la pequeña Ofka. A Roswitha, que estaba detrás de la silla.

– ¿Sí, padre?

– No nos decepciones.

¿Y no puede ser que no sea él?, le cruzó por la mente. ¿No pudiera ser que él ya no exista, que en esa silla esté sentado un cadáver, un medio muerto al que la parálisis ya le ha devorado el cerebro por completo? ¿Que sean… ellas? ¿Que sean las mujeres -las más pequeñas, las jóvenes, las medianas y las viejas- las que gobiernen en Sterzendorf?

Desterró con rapidez aquel monstruoso pensamiento.

– No os decepcionaré, padre.

Apeczko Sterz no tenía intención de apresurarse a cumplir las órdenes. Murmurando con rabia, anduvo rápido hasta la cocina del castillo, donde ordenó que se le sirviera todo de lo que ha de disponer una cocina que se merezca ese nombre. Entre otras cosas, los restos de un muslo de venado, grasientas costillas de cerdo, una enorme ristra de morcillas de sangre, un pedazo de jamón de Praga y unas cuantas palomas cocidas en caldo. Y con ello un pan entero, grande como el escudo de un sarraceno. Y también, se entiende, vino del mejor, húngaro y moldavo, de los que Balbulus guardaba para su propio uso. El paralítico podía ser señor en la habitación de arriba, mas bajo ella el poder ejecutivo le pertenecía a otro. Bajo la habitación el señor era Apeczko Sterz.

Apeczko se sentía señor y nada más entrar a la cocina empezó a mostrar que lo era. El perro se ganó un puntapié y salió corriendo entre quejidos. El gato escapó, esquivando con gracia un cucharón que se le había lanzado. Los mozos de cocina casi se cayeron de culo cuando un caldero de hierro se estrelló contra el suelo de piedra con un indescriptible estruendo. La criada más vaga recibió un pescozón y se enteró de que era una buscona estúpida. También los pajes se enteraron de muchas otras cosas acerca de sí mismos y de sus padres y unos cuantos trabaron además conocimiento con el puño del amo, que era duro y pesado como el hierro. Aquél al que hubo que repetir la orden de traer el vino de la bodega del señor recibió una paliza tan grande que se tuvo que poner en camino a cuatro patas.