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– Bohuslav de Svamberk. Jan Hvezda de Vicemilice, hetmán de Hradec Králové. De allí también proceden Jan Capek de San y Ambrosius, antiguo capellán del Santo Espíritu. Prokop llamado el Calvo. Bedrich de Straznica…

– Más despacio -le ordenó Treparriscos-. Lo estoy apuntando. Sin embargo, os estáis concentrando en los alrededores de Hradec Králové. Os ruego nos deis la lista de los husitas más activos y radicales de la región de Náchod, de Trutnov y Vízmburk.

– ¡Ja! -gritó el bohemio-. ¿Estáis planeando algo?

– Más bajo, señor.

– Querría llevar a Praga buenas nuevas…

– Y yo os digo que bajéis la voz.

El bohemio se calló en el peor momento para Reynevan. Deseando ver su rostro a cualquier precio, Reynevan se puso de puntillas y el banco se apoyó contra la pared. Una pata podrida se quebró con un chasquido, Reynevan se derrumbó sobre la tabla, para colmo derribando también los palos, bastones, bieldos y palas. Con un estampido que casi se oyó hasta en Wroclaw.

Se alzó de inmediato y se lanzó a la huida. Escuchó los gritos de los guardias, y por desgracia no sólo a sus espaldas, también por delante, precisamente en la dirección en la que quería huir. Giró entre unos edificios. No vio cómo salió de la choza Treparriscos.

– ¡Un espía! ¡Un espíaaa! ¡Tras él! ¡Cogedlo vivo! ¡Vivooo!

Un paje le cortó el camino, Reynevan lo derribó. A otro, que lo agarró del brazo, le atizó un puñetazo directamente en la nariz. Perseguido por maldiciones y gritos, atravesó una cerca, se abrió paso a través de girasoles, ortigas y bardanas, el bosque salvador estaba ya allí mismito, por desgracia sus perseguidores le pisaban ya los talones, también por los lados, desde detrás del pajar, salieron corriendo hacia él unos peones. Uno de ellos ya estaba casi, casi por cogerlo cuando como si surgiera de la tierra apareció Scharley y lo golpeó con un enorme puchero de barro. Contra los restantes cargó Sansón Mieles, armado con una estaca arrancada de la cerca. Sujetando el palo de dos codos horizontalmente delante de él, el gigante derribó a tres de un solo golpe y a los dos siguientes les atizó de tal modo que rodaron como troncos, hundiéndose en las bardanas como en lo profundo del mar. Sansón agitó la estaca y bramó como un león, en una pose, se diría, idéntica a la de su famoso tocayo amenazando a los filisteos. Los peones se detuvieron un momento, pero sólo un momento: desde el pajar les llegaban refuerzos. Sansón lanzó su palo contra los soldados y comenzó la retirada siguiendo las huellas de Scharley y Reynevan.

Saltaron a los caballos, los lanzaron al galope a golpe de talón y gritos. Atravesaron a toda velocidad el robledal, envueltos en una maraña de hojas, galoparon a través de un montecillo, protegiéndose el rostro de las ramas. Los charcos del sendero chafotearon, entraron en un bosque alto.

– ¡No os paréis! -gritó Scharley, al tiempo que se daba la vuelta-. ¡No os paréis! ¡Nos persiguen!

Cierto, los perseguían. El bosque detrás de ellos resonaba con el tamborileo de los cascos y con los gritos. Reynevan se dio la vuelta y vio las siluetas de unos jinetes. Se inclinó sobre las crines para que las ramas que iban dejando atrás no lo barrieran de la silla. Por suerte salieron de la espesura hacia un bosque menos denso, echaron los caballos al galope. El bayo de Scharley galopaba como un huracán, acrecentó la distancia. Reynevan tuvo que obligar a su montura a una carrera más rápida. Era muy arriesgado, pero quedarse atrasado él solo no le hacía mucha gracia.

Volvió a mirar atrás. El corazón se le congeló y se le bajó hasta el fondo de la barriga cuando distinguió a los perseguidores: unas siluetas de jinetes con unas capas enganchadas a los brazos que les daban el aspecto de las alas de un fantasma. Escuchó un grito.

– Adsumus! Adsumuuus!

Corrían todo lo que daban de sí los cascos de los caballos. El animal de Enrique Hackeborn roncó de pronto, el corazón de Reynevan se hundió aún más. Apoyó el rostro contra las crines. Sintió cómo el caballo saltaba, por propia iniciativa, atravesando un tronco o una zanja.

– Adsumuuus! -le llegaba por detrás-. Adsuuumuuus!

– ¡Al barranco! -gritó Sansón, que iba delante de él-. ¡Al barranco, Scharley!

Scharley, aunque a galope desbocado, distinguió la garganta: un barranco, un despeñadero, un caminillo en una olla. Al punto dirigió al caballo hacia allá, el bayo relinchó al resbalarse con la alfombra de hojas que cubría la pendiente. Sansón y Reynevan se apresuraron a seguirle. Se escondieron en la garganta, pero no aflojaron el paso, no detuvieron a los caballos. Se lanzaron a la desesperada por el musgo, que ahogaba el sonido de los cascos. El caballo de Enrique Hackeborn ronqueó de nuevo, más fuerte, varias veces seguidas. El caballo de Sansón relinchó también, tenía el pecho bañado en sudor, expedía bolas de espuma a su alrededor. El bayo de Scharley no mostraba signo alguno de cansancio.

Las sinuosidades de la garganta los condujeron a una praderilla, tras la pradera había un bosquete de matorrales, denso como una selva. Después de atravesarlo llegaron de nuevo a un bosque alto, que les permitía ir al trote. Así que trotaron de nuevo, y los caballos relinchaban cada vez más fuerte.

Al cabo de un rato, Sansón aflojó el paso y se quedó retrasado. Reynevan comprendió que debía hacer lo mismo. Scharley miró a su alrededor, detuvo al bayo.

– Creo… -jadeó, cuando llegaron a su altura-. Creo que los hemos perdido. ¿En qué cojones, diablos, nos has metido de nuevo, Reinmar?

– ¿Yo?

– ¡Maldita sea! ¡Vi a esos jinetes! ¡Vi cómo te encogías de terror al verlos! ¿Qué es lo que son? ¿Por qué gritaban «estamos»?

– No lo sé, lo juro…

– Poco me importan tus juramentos. Puff, fueran quienes fueran, lo conseguimos…

– Todavía no lo hemos conseguido -dijo Sansón Mieles con la voz cambiada-. Aún no ha pasado el peligro. Cuidado. ¡Cuidado!

– ¿Qué?

– Algo se acerca.

– ¡No oigo nada!

– Mas viene. Algo malo. Algo muy malo.

Scharley dio la vuelta al caballo, de pie en los estribos, miró a su alrededor.y aguzó el oído. Reynevan, al contrario, se encogió en la silla, el cambio de voz de Sansón lo había llenado de pavor. El castellano de Enrique Hackeborn ronqueó, pateó. Sansón gritaba. Reynevan aullaba.

Y entonces, sin saber de dónde, sin saber cómo, del oscuro cielo se lanzaron sobre ellos unos murciélagos.

No eran aquéllos, se entiende, murciélagos normales y corrientes. Aunque no mucho más grandes de los normales, como mucho dos veces, tenían una cabeza innaturalmente crecida, unas orejas enormes, ojos que ardían como carbones y los hocicos llenos de blancos colmillos. Y había muchos, toda una bandada, una nube. Sus estrechas alitas silbaban y cortaban como cimitarras.

Reynevan agitaba las manos como un loco, alejando de sí a las bestias, que lo atacaban rabiosamente, aullando de miedo y asco se arrancaba las que se le aferraban al cuello y los cabellos. A algunas las rechazaba, golpeándolas como a pelotas, a otras las agarraba con las manos y las ahogaba. Pero las que restaban le arañaban el rostro, le mordían los dedos, le roían dolorosamente las orejas. Junto a él, Scharley cortaba a su alrededor con su sable, la negra sangre de los murciélagos salpicaba abundantemente. En la cabeza de Scharley había cuatro murciélagos, Reynevan veía cómo fluían por la cabeza y las mejillas del demérito finas líneas de sangre. Sansón luchaba en silencio, destrozaba a los animales que lo rodeaban, aplastando en su puño varios a la vez. Los caballos estaban enloquecidos, daban coces, relinchaban con fuerza.

El sable de Scharley silbó por encima de la cabeza de Reynevan, la hoja le rozó los cabellos, barriendo de ellos a un murciélago, una bestia especialmente grande, gruesa y agresiva.