El mago de cabellos blancos sentado en el tronco suspiró y meneó la cabeza. Tenía sin embargo un gesto de indiferencia.
– Hubertillo -dijo despacio Buko von Krossig a uno de los escuderos-. Toma las riendas, haz un lazo y échalo sobre aquella rama. No te menees, Hagenau.
– No te menees, Scharley -repitió como un eco De Tresckow. Las espadas de los restantes se apoyaron aún más fuerte en el pecho y el cuello de Sansón.
– De modo -Buko, sin retirar la hoja de la garganta de Reynevan, se acercó, lo miró a los ojos-. De modo que en el carro del recaudador no hay mil, sino quinientos gúldenes. Tú lo sabes. Así que también has de saber en qué dirección se fue el carro. Tienes, muchacho, una elección bien sencilla: o lo sabes, o cuelgas.
Los caballeros de rapiña tenían prisa, marcaban una velocidad muy alta. No ahorraban esfuerzo a los caballos. Donde el terreno lo permitía, los lanzaban al galope, corrían todo lo que les era posible.
Weyrach y Rymbaba, resultó, conocían la zona, los conducían por atajos.
Tuvieron que demorar la marcha porque un atajo discurría a través de las tierras bastante pantanosas del valle del río Budzówka, un afluente por la izquierda del Nysa de Klodzko. Sólo entonces encontraron Scharley, Sansón y Reynevan la forma de poder charlar un poco.
– No hagáis ninguna estupidez -les advirtió Scharley en voz baja-. Y no intentéis huir. Esos dos de ahí tienen ballestas y no apartan el ojo de nosotros. Mejor ir con ellos obedientemente…
– ¿Y tomar parte -terminó Reynevan la frase con retintín- en un asalto de bandidos? Ciertamente, Scharley, bien lejos me ha llevado el haberte conocido. Me he convertido en un bandolero.
– Te recuerdo -intervino Sansón- que lo hicimos por ti. Para salvarte la vida.
– El canónigo Beess -añadió Scharley- me ordenó cuidarte y protegerte…
– ¿Y hacer cosas fuera de la ley?
– Es por tu culpa -respondió el demérito con brusquedad- que vamos a Sciborowa Poreba, tú fuiste quien delató a Krossig el lugar donde el recaudador va a repostar. Bien rápido lo cantaste, no tuvo siquiera que menearte mucho. Había que haber aguantado más, callar como un hombre. Ahora serías un ahorcado virtuoso de conciencia limpia. Me da a mí que te sentirías mejor en ese papel.
– Un crimen es siempre…
Scharley gargajeó, agitó la mano, espoleó al caballo.
Una niebla se alzaba del pantano. El barro chapoteaba y salpicaba bajo los cascos de los corceles. Croaban las ranas, las chicharras cricaban, graznaban los gansos silvestres. Con desasosiego piaban los patos y se elevaban al vuelo con un chapoteo. Algo grande, seguramente un ciervo, bramaba en la lejanía.
– Lo que Scharley hizo -dijo Sansón-, lo hizo por ti. Tu comportamiento lo hiere.
– Un crimen… – Reynevan carraspeó- siempre es un crimen. Nada lo justifica.
– ¿De verdad?
– Nada. No se puede…
– ¿Sabes qué, Reynevan? -Sansón Mieles por vez primera mostró un algo como de impaciencia-. Juega al ajedrez. Ahí tendrás todo a tu gusto. Aquí las negras, allí las blancas, y todos los campos cuadrados.
– ¿Cómo sabíais que habían de asesinarme en Stolz? ¿Quién os lo reveló?
– Te asombrarás. Una joven dama, enmascarada, completamente envuelta en una capa. Llegó por la noche, a la posada. Con una escolta de pajes armados. ¿Te has asombrado?
– No.
Sansón no le preguntó.
En Sciborowa Poreba no había nadie, ni un alma. Se veía claramente, hasta de lejos. Los caballeros de rapiña renunciaron pues a acercarse a escondidas como tenían planeado, entraron en el campo en marcha, al galope, con el tronar de cascos, retumbos, gritos. Pero el ruido tan sólo sirvió para espantar a las chovas, que estaban disfrutando de su cena junto a un hogar rodeado de piedras.
El grupo miró por todos lados, rebuscando entre los arbustos. Buko von Krossig se dio la vuelta en la silla y clavó en Reynevan una mirada amenazadora.
– Déjalo -le advirtió Notker von Weyrach-. No mintió. Se ve que alguien anduvo repostando acá.
– Aquí hubo un carro. -Tassilo de Tresckow se acercó-. Oh, huellas de ruedas.
– Aplastaron la senda las herraduras -anunció Paszko Rymbaba-. ¡Copia de caballos aquí hubo!
– Las cenizas del fuego aún andan calientes -informó Hubertillo, el escudero de Buko, quien, pese al diminutivo, entrado ya en años era-. Alredor hay güesos de cordero y cachos de nabo.
– Tarde llegamos -resumió sombrío Woldan de Osin-. El recaudador ya repostó aquí. Y se fue. Tarde acudimos.
– Ciertamente -bramó Von Krossig-, si el mozuelo no nos burlara. Pues no me gusta a mí nada, este Hagenau. ¿Eh? ¿Quién os persiguiera a la noche? ¿Quién os mandara contra vos los morcegos? ¿Quién…?
– Déjalo, Buko -lo interrumpió de nuevo Von Weyrach-. No te ajustas al tema. Venga, comitiva, rebuscad la pradera, encontrad huellas. Hay que saber cómo proceder en adelante.
Los caballeros de rapiña volvieron a dispersarse, algunos de ellos desmontaron y se desperdigaron por entre los matorrales. A los buscadores, para leve asombro de Reynevan, se sumó Scharley. El mago de cabellos blancos, por su parte, sin prestar atención a la batahola, extendió un pellejo de oveja, se envolvió en él, sacó un pan de las alforjas, un pedazo de cecina y un galápago con agua.
– ¿El señor don Huon -Buko frunció el ceño- no considera conveniente ayudar en la búsqueda?
El mago dio un trago del galápago, un mordisco al pan.
– No lo considero.
Weyrach bufó. Buko maldijo por lo bajo. Se acercó Woldan de Osin.
– Difícil resulta de estas huellas sacar cosa alguna -se adelantó a sus preguntas-. No más se puede decir que de caballos aquí hubo copia.
– Eso ya lo he oído. -Buko de nuevo midió a Reynevan con una mirada de furia-. Mas contento estaría de saber los detalles. ¿Hubo mucho personal con el alcabalero? ¿Y quiénes fueron? ¡Te estoy hablando, Hagenau!
– Un sargento y cinco armados -balbuceó Reynevan-. Aparte de ellos…
– ¿Qué? ¡Te estoy oyendo! ¡Y mírame a los ojos cuando te pregunto!
– Cuatro hermanos menores… -Reynevan ya antes había decidido mantener en secreto a la persona de Tybald Raab, tras un momento de reflexión tomó también la decisión de ocultar a Hartwig Stietencron y su feúcha hija-. Y cuatro peregrinos.
– Mendicantes y peregrinos. -Los labios de Buko, torcidos en una mueca, dejaron al descubierto sus dientes-. ¿Montados en caballos con yerros? ¿Eh? Qué me estás…
– No miente. -Kuno Wittram se acercó, le echó un pedazo de cordón deshilachado.
– Blancos -dijo-. ¡Franciscanos!
– Cuernos. -Notker Weyrach frunció las cejas-. ¿Qué pasó aquí?
– ¡Qué pasó, qué pasó! -Buko golpeó la mano contra la empuñadura de la espada-. ¿Y mí qué se me da? ¡Yo lo que quiero es saber dónde el recaudador anda! ¡Dónde está el carro, dónde los dineros! ¿Alguien puede decirme algo? ¡Don Huon von Sagar!
– Estoy comiendo.
Buko maldijo.
– Tres senderos parten de la majada -dijo Tassilo de Tresckow-. Huellas hay en todos ellos. Mas no hay modo de vislumbrar cuál es cuál. No se puede decir por cuál se fuera el recaudador.
– Si acaso se fuera. -Scharley surgió de los arbustos-. Opino que no se fue. Que sigue aún aquí.
– ¿Lo qué? ¿Dónde? ¿Cómo lo sabéis? ¿Por qué afirmáis tal cosa?
– Porque uso de mi razón.
Buko von Krossig lanzó obscenas maldiciones. Notker Weyrach lo detuvo con un gesto. Y miró al demérito significativamente.