Reynevan alcanzó el carro. El carretero se miraba con incredulidad un virote que tenía clavado en la ingle casi hasta las plumas. Scharley se acercó desde el otro lado, con un fuerte empujón lo derribó del pescante.
– ¡Súbete! -gritó-. ¡Y espolea a los caballos!
– ¡Cuidado!
Scharley se lanzó bajo el cuello del caballo, si se hubiera demorado sólo un segundo lo habría atravesado la lanza de un caballero de armadura completa, con un ajedrezado sable y oro en el escudo, que cargaba desde el puente. El caballero empujó al caballo de Scharley, soltó la lanza, agarró una maza de armas que llevaba colgada de su fiador, pero no alcanzó más que a alzarla por encima de la coronilla del demérito. Notker Weyrach, acercándose al galope, le atizó con el mangual en la armadura de tal modo que hasta retumbó. El caballero se tambaleó en la silla, Weyrach giró y lo volvió a golpear, esta vez en mitad del espaldar, con tanta fuerza que las puntas de la bola de acero se clavaron en la chapa y se quedaron enganchadas. Weyrach soltó el vastago, tomó la espada.
– ¡Espoléalos! -gritó a Reynevan, el cual por su parte se había subido ya al pescante-. ¡Deprisa, deprisa!
Un fiero relincho les llegó desde el puente, un alazán de gualdrapas multicolores se estrelló contra la balaustrada, cayó al barranco arrastrando a su jinete. Reynevan gritó todo lo que daban de sí sus pulmones, chasqueó las riendas, los caballos de tiro se lanzaron hacia delante, el carro se balanceó, traqueteó, de su interior, para grande asombro de Reynevan, le llegó un agudo chillido a través de la lona herméticamente cerrada. No quedaba sin embargo tiempo para asombrarse. Los caballos iban al galope, tenía que hacer grandes esfuerzos para no caer de la tabla que rebotaba bajo su trasero. A su alrededor continuaba una fiera lucha, se oían gritos y el entrechocar de las armas.
Por la derecha apareció a todo galope un jinete con armadura completa pero sin yelmo, se inclinó, intentando aferrar las cinchas del tiro. Tassilo du Tresckow se acercó y le rajó con la espada. La sangre manchó el costado de un caballo.
– ¡Deprisaaa!
Por la izquierda salió Sansón, armado sólo con una rama de avellano, un arma, como resultó, perfectamente adecuada a la situación.
Los golpes en las ancas de los caballos los hicieron lanzarse a un galope que casi aplastó a Reynevan contra el respaldo del pescante. El carro, en cuyo interior algo seguía chillando, saltaba y se balanceaba como una carabela en una tormenta. Reynevan, la verdad sea dicha, jamás en toda su vida había estado en el mar y las carabelas las había visto solamente en los cuadros, sin embargo no dudaba de que precisamente así, y no de otro modo, debían de balancearse.
– ¡Deprisaaa!
En el camino apareció Huon von Sagar, sobre su caballo prieto, que bailoteaba, señaló una senda con su bastón, él mismo se metió en ella al galope. Sansón lo siguió, llevando de las bridas al caballo de Reynevan. Reynevan tiró de las riendas, gritó al tiro.
La senda estaba llena de baches. El carro traqueteaba, se balanceaba y chillaba. Los ruidos de la lucha iban quedando a sus espaldas.
– Y no se nos dio mal -valoró Buko von Krossig-. Nada mal, ciertamente… No más que a dos escuderos nos mataron. Cosa de poca monta. Nada mal. De momento.
Notker von Weyrach no respondió, tan sólo aspiró pesadamente, se masajeó el muslo. De bajo las placas fluía la sangre, una fina línea bajaba por su muslo. Junto a él jadeaba Tassilo de Tresckow, mirando su brazo izquierdo. Le faltaba el brazal por completo, el codal estaba medio arrancado, con sólo un ala, pero la mano parecía sana.
– Y el señor Hagenau -siguió Buko, que no parecía tener heridas de importancia-. El señor Hagenau condujo el carro admirablemente. Prueba dio de valentía… Oh, Hubertillo, ¿estás entero? Ja, veo que estás vivo. ¿Y dónde Woldan, Rymbaba y Wittram?
– Ya vienen.
Kuno Wittram se sacó el yelmo y se retiró el gorro, por debajo de él tenía los cabellos encrespados y mojados. Un golpe había torcido una de sus hombreras, que estaba dirigida hacia arriba, su escudo estaba completamente deformado.
– Ayudad -gritó, aspirando aire como un pez-. Woldan anda magullado…
Bajaron al herido de la silla. Con esfuerzo, entre gemidos y jadeos, le sacaron el bacinete de la cabeza, el cual estaba muy deformado, abollado y fuera de su horma.
– Cristo… -jadeó Woldan-. Anda que no me dieron… Kuno, mira, ¿tengo aún el ojo?
– Lo tienes, lo tienes -lo tranquilizó Von Wittram-. No ves porque está anegado en sangre…
Reynevan se arrodilló, se puso de inmediato a vendar la herida. Alguien le echó una mano. Alzó la cabeza y se encontró los ojos grises de Huon von Sagar.
Rymbaba, que estaba de pie a su lado, frunció el rostro a causa del dolor, al tiempo que se masajeaba una enorme abolladura a un lado del peto.
– De seguro que me se quebró una costilla -jadeó-. Joder, mirad, escupo sangre.
– ¿A quién cojones le importa lo que escupas? -Buko von Krossig se quitó el armette de la cabeza-. Mejor dinos, ¿nos persiguen?
– No… Reducírnoslos un poquejo…
– Nos perseguirán -dijo Buko convencido-. Venga, limpiemos el carro. Tomamos los dineros y pies en polvorosa.
Se acercó al vehículo, tiró de las puertecillas de mimbre cubiertas por la lona. Las puertecillas cedieron, pero sólo una pulgada, luego se cerraron de nuevo. Estaba claro que alguien las sujetaba por dentro. Buko maldijo, tiró con más fuerza. Un chillido surgió del interior.
– ¿Qué es esto? -se asombró Rymbaba, al tiempo que hacía una mueca de dolor-. ¿Monedas chillonas? ¿No será que el recaudador ratones recaudara?
Buko le pidió ayuda con un gesto. Entre los dos tiraron de las puertas con tanta fuerza que éstas se arrancaron por completo, y junto con ellas los caballeros sacaron del interior a la persona que las sujetaba.
Reynevan lanzó un suspiro. Y se quedó petrificado y con la boca abierta.
Porque esta vez no cabía la menor duda acerca de la identidad.
Mientras tanto, Buko y Rymbaba, habiendo rajado la lona con unos cuchillos, sacaron del interior relleno de pieles del carro a otra muchacha, también rubia como la primera, tan magullada como la otra, vestida con parecido cotehardie verde y guantes blancos, aunque quizá algo más joven, de menor estatura y más llenita. Era precisamente esta otra, la rellenita, la que tenía afición a los gritos, ahora, sujeta contra la hierba por Buko, comenzó a sollozar por añadidura. La primera estaba sentada en silencio, aún sujetando las puertecillas del carro y cubriéndose con ellas como con un escudo.
– Por el palo del santo Dalmastus… -suspiró Kuno Wittram-. ¿Qué es esto?
– No aquello que queríamos -afirmó con aire de experto Tassilo-. Razón tuvo don Scharley. Había que haberse asegurado antes, y luego atacar.
Buko von Krossig salió del carro. Tiró al suelo unos vestidos y trapos que había sacado de él. Su expresión decía claramente cuál había sido el resultado de la búsqueda. A todo el que no estuviera seguro de lo que Buko había hallado, la serie de obscenas maldiciones que lanzó a continuación debían de convencerlo. Los esperados quinientos gúldenes no estaban en el carro.
Las muchachas se acercaron la una a la otra y se abrazaron con miedo. La más alta tiró de su cotehardie hasta los tobillos, al darse cuenta de que Notker Weyrach miraba con lascivia sus agraciados muslos. La más baja sollozó.
Buko apretó los dientes, aferró el mango del cuchillo de tal modo que los nudillos se le pusieron blancos. La expresión la tenía de rabia, se veía que le hervía el pensamiento. Huon Sagar lo advirtió al punto.