– Es hora de mirar la verdad a los ojos -bufó-. La jodiste, Buko. Todos la jodisteis. Bien claro está que éste no es vuestro día. Aconsejo pues el volver a casa. De inmediato. Antes de que encontréis de nuevo ocasión de hacer el ridículo.
Buko maldijo, esta vez lo secundaron Weyrach, Rymbaba, Wittram y hasta Woldan de Osin desde por debajo de sus vendas.
– ¿Y qué hacer con las mozas? -Buko pareció haberse dado cuenta de su presencia sólo entonces-. ¿Rajárnoslas?
– ¿Y no será mejor tirárnoslas? -Weyrach sonrió lascivo-. Don Huon ha algo de razón, ciertamente mala fue esta jornada. De modo que, ¿por qué no terminarla con algo de regocijo? Tomemos las mozas, encontremos algún pajar, donde fuera blando y allá jodámosnoslas a las dos de arriba abajo. ¿Qué decís a ello?
Rymbaba y Wittram se carcajearon, aunque más bien inseguros. Woldan de Osin gimió bajo el lienzo ensangrentado. Huon von Sagar meneó la cabeza.
Buko dio un paso en dirección a las muchachas, éstas se encogieron y se abrazaron. La más joven sollozó.
Reynevan agarró de la manga a Sansón, quien estaba ya disponiéndose a intervenir.
– No os atreváis -dijo.
– ¿Lo qué?
– No os atreváis a tocarlas. Porque pudiera ser que esto tuviera consecuencias nefastas para vosotros. Es una noble, y no cualquiera. Catalina von Biberstein, hija de Johann Biberstein, señor de Stolz.
– ¿Estás seguro, Hagenau? -Buko von Krossig rompió un largo y pesado silencio-. ¿No yerras?
– No yerra. -Tassilo de Tresckow recogió un saquete con un escudo bordado, un cuerno de ciervo de gules en campo de oro.
– Ciertamente -reconoció Buko-. El escudo de los Biberstein. ¿Cuál es?
– La más alta, la mayor.
– ¡Ja! -El caballero de rapiña se puso los brazos en jarras-. Entonces de cierto que terminaremos la jornada con algo de regocijo. Y repararemos en algo lo perdido. Hubertillo, amárrala. Y llévala en tu caballo cabe ti.
– Os lo dije antes. -Huon von Sagar extendió los brazos-. Y he aquí que el día os dio aún oportunidad de mostrar vuestra majadería. Cierto es que no por primera vez me pregunto, Buko, si lo tuyo es de nacimiento o adquirido con el tiempo.
– Tú, por tu parte -Buko, sin hacer caso al hechicero, se puso junto a la menor, la cual se encogió y comenzó a sollozar-. Tú, moza, límpiate los mocos y escucha atentamente. Quédate aquí sentada y espera a los persecutores, puede que no a por ti los manden, mas de seguro que a por la señora de Biberstein. Al señor de Stolz le dirás que el rescate de su hija será de… quinientos gúldenes. Es decir, cabalmente de quinientos grosches de Praga, minucia que es esto para los Biberstein. Don Johann será informado de las formas de pago. ¿Lo cogiste? ¡Mírame cuando te hablo! ¿Lo cogiste?
La muchacha se encogió aún más, pero posó sus ojillos azules en Buko. Y asintió con la cabeza.
– ¿Consideras -Tassilo du Tresckow dijo serio- que esto sea en verdad una buena idea?
– Lo considero. Y basta ya. Vayamos.
Se dio la vuelta en dirección a Scharley, Reynevan y Sansón.
– Vosotros, por vuestra parte…
– Nosotros -lo interrumpió Reynevan- querríamos ir con vos, don Buko.
– ¿Lo qué?
– Querríamos acompañaros. -Reynevan, con la vista clavada en Nicoletta, no prestó atención ni a los susurros de Scharley, ni a la mueca de Sansón-. Para ir seguro. Si no tenéis nada en contra…
– ¿Quién ha dicho -habló Buko- que no lo tengo?
– No lo tengas -dijo Notker Weyrach bastante significativamente-. ¿Por qué lo ibas a tener? ¿No es mejor, en las presentes circunstancias, que estén con nosotros? ¿En vez de detrás de nosotros, a nuestras espaldas? Deseaban, por lo que quiero acordarme, encaminarse a Hungría, el mismo camino que nosotros llevamos…
– Vale. -Buko asintió-. Venid con nosotros. A caballo, comitiva. Hubertillo, atento a la moza… Y vos, don Huon, ¿por qué tenéis el gesto tan agrio?
– Imagínatelo, Buko. Imagínatelo.
Capítulo vigesimocuarto
En el que Reynevan, en lugar de a Hungría, va al castillo de Bodak en las montañas Zlotoskich. No lo sabe aún, pero de allí sólo conseguirá salir in omnem ventum y no de otro modo.
Iban camino a Bardo, al principio deprisa, mirando hacia atrás cada dos por tres, aunque pronto, sin embargo, redujeron el paso. Los caballos estaban cansados y la condición física de los jinetes, como se vio, estaba lejos de ser buena. No sólo Woldan de Osin, con el rostro muy magullado por el aporreado yelmo, se encogía sobre la silla y gemía. Las heridas de los demás, aunque no tan espectaculares, se hacían de notar también. Gemía Notker Weyrach, se apretaba contra la tripa el codo y buscaba más cómoda posición en la silla Tassio de Tresckow. A media voz llamaba a los santos Kuno Wittram, con el rostro fruncido como después de tomar vinagre de los siete ladrones. Por su parte, Paszko Rymbaba se masajeaba el costado, blasfemaba, se escupía en la mano y examinaba lo escupido:
De entre los caballeros de fortuna sólo a Von Krossig no se le notaba nada, o bien no había recibido tantos palos como los otros o sabía soportar mejor el dolor. Viendo al fin que tenía que detenerse todo el tiempo y esperar para no dejar atrás a sus camaradas, Buko decidió salir del camino y atravesar el bosque. Ocultos podrían ir más despacio y sin riesgo de que los alcanzaran los perseguidores.
Nicoletta -Catalina Biberstein- no emitió durante el viaje ni el más mínimo sonido. Aunque las manos atadas y la posición en el arzón de Hubertillo debían de mortificarla y dañarla, la muchacha no gimió ni se quejó. Miraba al frente apática, se veía que estaba completamente resignada. Reynevan intentó varias veces contactar con ella de forma discreta, mas sin efecto visible: ella evitaba su mirada, volvía los ojos, no reaccionaba a los gestos, no los advertía. O al menos, fingía no advertirlos. Y así fue hasta el vado.
Vadearon el Nysa por la tarde, en un lugar no muy bien elegido, que sólo en apariencia era poco profundo, mientras que la corriente resultó ser mucho más fuerte de lo esperado. Entre el revoltijo, los chapoteos, las blasfemias y el relincho de los caballos, Nicoletta se resbaló de la silla y hubiera caído al agua de no estar Reynevan atento a ella.
– Valor -le susurró al oído, alzándola y apretándola contra él-. Valor, Nicoletta. Te sacaré de ésta…
Halló su pequeña y fina mano y la cogió. Ella le contestó con un fuerte apretón. Olía a menta y ácoro.
– ¡Eh! -gritó Buko-. ¡Tú! ¡Hagenau! ¡Déjala! ¡Hubertillo!
Sansón se acercó a Reynevan, tomó a Nicoletta de sus brazos, la alzó como a una pluma y la sentó delante de él.
– ¡Cánseme de portarla, señor! -habló Hubertillo antes que Buko-. ¡Que el gigante me supla un ratejo!
Buko blasfemó, pero agitó la mano. Reynevan lo miró con un odio creciente. No creía en exceso en los monstruos acuáticos devoradores de personas que se decía que vivían en las pozas del Nysa, en los alrededores de Bardo, pero en aquel momento habría dado mucho para que uno de aquellos monstruos emergiera de las turbias aguas del río y devorara al raubritter junto con su alazán bayo-rojizo.
– Hay algo -dijo a media voz Scharley, quien pasó a su lado salpicando agua- que tengo que reconocerte. En tu compañía nunca se aburre uno.
– Scharley… Te debo…
– Mucho me debes, no lo niego. -El demérito tiró de las bridas-. Pero si te referías a una explicación, puedes ahorrártela. La he reconocido. En el torneo de Ziebice clavaste tus ojos en ella como un ternero degollado, luego fue ella quien nos advirtió de que te la tenían preparada en Stolz. Apuesto a que le debes a ella más. ¿No te ha profetizado nadie que las mujeres van a ser tu perdición? ¿O soy yo el primero?
– Scharley…
– No te esfuerces -lo interrumpió el demérito-. Lo entiendo. Deuda de gratitud más gran afecto, ergo otra vez habrá que jugarse el pescuezo, y Hungría cada vez más lejos y más lejos. Difícil dar consejo. Sólo te pido una cosa: piensa antes de actuar. ¿Me lo puedes prometer?