Выбрать главу

Poco después, Apeczko -don Apeczko-, que se había puesto cómodo a la mesa, comía con ansia y a grandes bocados, bebía alternativamente vino moldavo y húngaro, tiraba al suelo los huesos como un verdadero señor, escupía, carraspeaba y miraba de reojo a la gorda cocinera esperando tan sólo a que le diera algún pretexto.

Viejo bellaco, cabrón, paralítico de mierda, que se hace llamar padre y no es más que mi tío, el hermano de mi padre. Mas tengo que aguantar todo esto. Porque cuando estire por fin la pata, yo, el mayor de los Sterz, seré por fin el cabeza de familia. La herencia, por supuesto, habrá que partirla, pero cabeza de familia seré yo. Todos lo saben. Nada me lo impedirá, nada puede…

Impedirlo, maldijo Apeczko a media voz, sólo podría la disputa con Reynevan y la mujer de Gelfrad. Impedirlo podría la venganza de familia, que significa provocar un alboroto en el país. Impedirlo puede el contratar a sicarios y asesinos. La persecución ruidosa, el pudrirse en la mazmorra, el maltrato y la tortura de un muchacho que es pariente de los Nostitz y emparentado con los Piastas. Y vasallo de Juan von Ziebice. Y el obispo de Wroclaw, Conrado, que quiere tanto a Balbulus como Balbulus a él, solamente está esperando a encontrar una forma de echarse sobre los Sterz.

Muy mal, muy mal, muy mal.

Y de todo, decidió Apeczko de repente, hurgándose los dientes, de todo es culpable Reynevan, Reinmar de Bielau. Y pagará por ello. Pero no de forma que toda Silesia se entere. Pagará como es costumbre, por lo bajito, en la oscuridad, con un cuchillo entre las costillas. En el momento en que -como Balbulus adivinó con certeza- aparezca en secreto en Ligota, en el convento de las clarisas, bajo la ventana de su amada, la Adela de Gelfrad. Un tajo de cuchillo, un chapuzón en el estanque del convento. Y silencio. Sólo las carpas sabrán de ello.

Por otro lado, no se puede ignorar del todo la orden de Balbulus. Aunque sólo sea porque el Tartaja acostumbra a comprobar la realización de sus órdenes. Encargar su ejecución no a una, sino a dos personas.

Entonces, ¿qué hacer, diablos?

Apeczko clavó el cuchillo en la tabla de la mesa con un chasquido, tiró la copa de vino de golpe. Alzó la cabeza, cruzó la vista con la vieja cocinera.

– ¿Qué cono miras? -ladró.

– El amo viejo -pronunció con serenidad la cocinera- hizo traer no ha mucho unos admirables vinos italianos. ¿He de mandar servirlos, mi señor?

– Ciertamente. -Apeczko, contra su voluntad, sonrió, percibió cómo la serenidad de la mujer se le transmitía-. Ciertamente, por favor, mandad servirlos, probaremos qué cosa sea lo que madura en Italia. Mandad también, haced la merced, a un pajecillo a la torre, que despierte a alguno que no sea malo con el caballo y la cabeza tenga en su sitio. Alguien que sea capaz de llevar un recado.

– Como mandéis, señor.

Los cascos golpetearon en el puente. El mensajero, al dejar Sterzendorf, se dio la vuelta, saludó con la mano a su mujer, que estaba en la muralla despidiéndolo con un pañuelito blanco. Y de pronto el mensajero captó el movimiento de una figura borrosa que se arrastraba por la pared de la torre bañada por la luna. Qué diablos, pensó, algo andurrea por ahí. ¿Un buho? ¿Un mochuelo? ¿Un murciélago? O puede que…

El mensajero murmuró un exorcismo, escupió al foso y espoleó al caballo. El mensaje que portaba era urgente. Y el amo que se lo había encargado, severo.

De modo que no vio cómo un enorme treparriscos extendía sus alas, se lanzaba desde un parapeto sin ruido, como un fantasma, como un espíritu nocturno, y revoloteaba por encima de los bosques, en dirección al valle del Widawa.

El castillo de Senseberg, como todos sabían, lo habían construido los templarios y no por casualidad habían elegido aquel lugar y no otro. Alzándose sobre la cima de un monte rocoso y quebrado, había sido en tiempos antiguos lugar de culto de los dioses paganos, allí había estado el altar sobre el que, como decían las leyendas, lo habitantes antiguos de aquellas tierras, los trebovanos y los boboranos, ofrecían a sus dioses sacrificios humanos. En tiempos en los que del altar no había quedado más que un círculo de piedras desgastadas y cubiertas de musgo, escondidas entre las malas hierbas, continuaba aún el culto pagano, en la cumbre seguían ardiendo las hogueras de los sábados. Todavía en 1189, Zyroslaw, el obispo de Wroclaw, amenazó con terribles castigos a quien se atreviera a celebrar en Senseberg festum diabolicum et maledictum. Casi cien años después también el obispo Wawrzyniec dejó pudrirse en las mazmorras a aquéllos que celebraban el culto.

Por entonces, se decía, habían venido los templarios. Construían sus pequeños castillos silesios, miniaturas amenazadoras y dentadas de sus fortalezas sirias, edificadas bajo la vigilancia de gentes de cabezas cubiertas con pañuelos y de rostros oscuros como pieles de toro curtidas. No pudo ser una casualidad que para erigir sus baluartes prefirieran antiguos lugares santos, de cultos cuya memoria había casi desaparecido. Como Mala Olesnica, Otmet, Rogów, Habendorf, Fischbach, Peterwitz, Owiesno, Lipa, Braciszowa Góra, Srebrna Góra, Kaltenstein. Y por supuesto, Senseberg.

Luego llegó el fin de la orden de los templarios. Justo o no, resulta vano discutirlo, pero se los liquidó, todo el mundo sabe cómo fue. La Orden de San Juan tomó posesión de sus castillos, también se los repartieron entre sí monasterios que se estaban enriqueciendo rápidamente y nobles silesios que no menos rápidamente estaban adquiriendo poder. Algunos castillos, pese al poder que dormitaba en sus raíces, se convirtieron en ruinas a una velocidad formidable. Unas ruinas que eran evitadas, sorteadas. A las que se tenía miedo.

Y no sin motivo.

Pese a la rápida colonización, pese al constante fluir de colonos hambrientos de tierra que provenían de Sajonia, de Turingia, de Renania y de Franconia, la montaña y el castillo de Senseberg seguían rodeados por un amplio círculo de tierra de nadie, de despoblado por el que sólo se atrevía a pasar el bandolero o el huido. Precisamente fueron ellos, los bandoleros y los huidos, los que contaron por vez primera las historias acerca de pájaros nunca vistos, de jinetes de pesadilla, de luces que brillaban fugazmente en las ventanas del castillo, de gritos y cánticos salvajes y terribles, de una fantasmal música de órgano que parecía llegar de debajo de la tierra.

Hubo quien no lo creyó. Hubo también quien fue atraído por los tesoros de los templarios, que al parecer yacían allá en las tierras de Senseberg. Eran, por lo común, gentes de espíritu intranquilo y curioso.

Pero no regresaron.

Si aquella noche en los alrededores de Senseberg se hubiera encontrado algún bandolero, huido o buscador de aventuras, la montaña y el castillo habrían podido dar argumento para nuevas leyendas. Una tormenta amenazaba en el horizonte, el cielo estallaba de vez en cuando con las luces de lejanos relámpagos, tan lejanos que ni se podía escuchar siquiera el martilleo de los truenos. Y en el oscuro bloque del castillo, que resaltaba a la luz del cielo relampagueante, ardieron de pronto los ojitos brillantes de las ventanas.

Había en el interior de lo que parecía una ruina una sala del homenaje, grande, de altos techos. Las velas que la iluminaban, los candelabros y las teas en soportes de hierro, arrancaban de la oscuridad unos frescos pintados en los severos muros. Los frescos representaban unas escenas caballerescas y religiosas. Así que los ojos de Parsifal, de rodillas ante el Grial, y los de Moisés, que llevaba las tablas de la ley desde el monte Sinaí, miraban hacia la enorme mesa redonda que estaba situada en el centro de la sala. Roldan en la batalla de Albrakka y el santo Bonifacio muriendo en el martirio por la espada de los frisios. Godofredo de Bouillon entrando en la Jerusalén conquistada. Y Jesús, cayendo por segunda vez bajo el peso de la cruz. Todos miraban con sus ojos un tanto bizantinos a la mesa y a los caballeros sentados a ella, que iban armados con armaduras completas y vestidos con capas con capuchas.