La comitiva, vestida con sus jubones que estaban marcados por la mordedura de las armas, se distribuyó alrededor de la mesa. Los ánimos, que en principio eran bastante mortecinos, alegrólos algo una damajuana que fue recorriendo el grupo. Y los volvió a enturbiar Formosa, volviendo de la cocina.
– ¿Pero es verdad lo que he oído? -preguntó amenazadoramente, señalando a Nicoletta-. ¡Buko! ¿Que has raptado a la hija del señor de Stolz?
– Le dije a ese hideputa -le murmuró Buko a Weyrach- que no dijera nada… Granuja de mierda, no es capaz de tener el pico cerrado ni medio padrenuestro… Hummm… Precisamente quería decíroslo ahora, señora madre. Y aclarar todo. Resultó que…
– Cómo resultó, ya lo sé -lo interrumpió Formosa, claramente bien informada-. ¡Mastuerzo! ¡Semana entera perdisteis y os arrancó el botín alguien delante de vuestras narices…! De los mozos no me extraño, mas de vos, señor Von Weyrach… Varón maduro, serio…
Sonrió en dirección a Notker, éste bajó los ojos y maldijo sin sonido. Buko quiso maldecir en voz alta, pero Formosa lo amenazó con el dedo.
– Y aprisiona -continuó- al fin el majadero a la hija de Johann von Biberstein. ¡Buko! ¿Acaso has perdido lo poco que te quedaba de sesera?
– Podríais dejarnos, señora madre, al menos comer primero -dijo, con rabia, el caballero de rapiña-, estamos aquí sentados a la mesa como en el desierto, hambrientos, sedientos, da vergüenza ante nuestros huéspedes. ¿Desde cuándo reinan entre los Krossig tales modales? Dadnos de comer y ya platicaremos luego de negocios.
– La comida se prepara, la darán en un santiamén. Y ya traen de beber. No me enseñes a mí modales. Disculpad, caballeros. A vos, monseñor, no os conozco… Ni a ti, querido mozo…
– El tal hace llamarse Scharley -recordó Buko sus deberes-. Y el joven mozo es Reinmar von Hagenau.
– Ah. ¿Descendiente del célebre vate?
– No.
Volvió Huon von Sagar, vestido ahora con una amplia kouppelande de enorme cuello de piel. Al punto se vio quién era el que gozaba de los favores de la señora del castillo. Huon recibió al instante un pollo asado, una escudilla con piroguis y una jarra de vino, servido todo ello por la propia Formosa. El hechicero comenzó a comer sin vergüenza alguna, menospreciando con orgullo las miradas hambrientas del resto de los presentes. Por suerte, los otros tampoco tuvieron que esperar mucho. Para alegría general, a la mesa llegó, precedida por una ola de delicioso aroma, una olla de carne de cerdo cocida con pasas. Tras ella trajeron una segunda, copiosamente llena de cordero al azafrán, luego una tercera, hasta los topes con fricasé de caza, a la que siguió una perola de gachas de trigo. No menos alegría produjo la aparición de algunas cantarillas que contenían -como se comprobó de inmediato- hidromiel y vino húngaro.
Los presentes se lanzaron a comer en un solemne silencio, interrumpido tan sólo por el chasquido de los dientes y, de vez en cuando, por los brindis. Reynevan comió con precaución y medida, las aventuras del último mes le habían enseñado las dolorosas consecuencias que tenía el atiborrarse después de una larga abstinencia. Tenía la esperanza de que en Bodak no se olvidara a los sirvientes y Sansón no estuviera condenado al ayuno.
Pasó algún tiempo. Por fin, Buko von Krossig se desató el cinturón y eructó.
– Ahora -dijo Formosa, pensando con razón que aquélla era la señal de que el primer plato había terminado-, puede que sea el momento para platicar acerca de los negocios. Aunque me parece que no hay nada de lo que platicar. Pues mal negocio es éste, la hija de Biberstein.
– Los negocios, señora madre, con todos mis respetos, son cosa mía -dijo Buko, al que el vino húngaro parecía haberle concedido mayor entendimiento-. Yo soy quien con mis industrias se fatiga, yo quien las riquezas al castillo traigo. Mi trabajo alimenta a todos, les da de beber y los viste. Yo pongo mi pescuezo en juego, si por voluntad de Dios me aviniera una desgracia, veríais cuan mal habríais de pasarlo. ¡Así que no lo menospreciéis!
– Mirailo. -Formosa puso los brazos en jarras y se tornó hacia los caballeros de fortuna-. Mirailo, cómo se infla, este mi más pequeño hijo. Él me alimenta y viste, válgame el Cielo, que me muero de risa. Menuda estaría, si tuviera que contar sólo con él. Por fortuna tenemos aquí en Bodak una profunda mazmorra, y en ella unos cofres, y en los cofres lo que depositaron el tu padre, majadero, y tu hermano, Dios los tenga en su gloria. Ellos sabían traer a casa el botín, ellos no dejaban que se les hicieran burlas. No raptaban a hijas de magnates como tontos… Ellos sabían lo que hacían…
– ¡Yo también sé lo que hago! El señor de Stolz pagará el rescate…
– ¡Seguro! -lo cortó Formosa-. ¿Biberstein? ¿Pagar? ¡Tonterías! Él dará a la hija por perdida y a ti te apresará, se vengará en ti. Parecido proceder aconteció ya en Lausacia, lo sabrías si tuvieras orejas con que oír. Recordarías lo que le sucediera a Wolf Schlitter cuando intentara semejante truco con Friederich Biberstein, señor de Zary. Con qué moneda le pagara el señor de Zary.
– Oí hablar de ello -confirmó Huon von Sagar con indiferencia-. Porque ciertamente fue la cosa sonada. La gente de Biberstein prendieron a Wolf, le clavaron pinchos como a una fiera, lo castraron, le sacaron las tripas. Se hizo luego popular en la Lausacia cierto dicho: fue el Lobo a por uvas, hasta que topó la cornamenta, el pincho conociera al punto…
– Señor, señor Von Sagar -lo cortó Buko impaciente-, nada nuevo me contáis, de todo ello ya he oído, todo lo sé, todo lo conozco. ¿No será mejor que, en vez de andar dándole vueltas a las rememoranzas, nos mostréis vuestro arte de la medicina? Don Woldan gime de dolor, Paszko Rymbaba escupe sangre, a todos les crujen los güesos, ¿no podríais, en vez de mostrar vuestro ingenio, adobarnos algún remedio? ¿Para qué si no habéis en la torre un laboratorio? ¿Sólo para invocar al diablo?
– ¡Cuida de a quién hablas! -Formosa se alteró, pero el hechicero la hizo callar con un gesto.
– A los sufrientes, cierto, ha de aliviarse -dijo, al tiempo que se alzaba de la mesa-. ¿Querría don Reinmar Hagenau ayudarme?
– Por supuesto. -Reynevan también se levantó-. Dadlo por seguro, señor Von Sagar.
Salieron ambos.
– Ambos dos hechiceros -bufó Buko en su dirección-. El viejo y el joven. Semilla del diablo…
El laboratorio del hechicero se hallaba en el piso más alto, y decididamente más frío. Desde la torre, desde la ventana, si no fuera por que había caído ya la oscuridad, se podría haber visto, seguro, una gran parte del valle de Klodzko. Como valoró el ojo experto de Reynevan, el laboratorio estaba provisto de los más modernos artilugios. A diferencia de los magos y alquimistas del pasado, que gustaban de convertir sus talleres en trastero lleno de todo tipo de basura, los hechiceros modernos amueblaban y proveían sus laboratorios de modo más bien espartano, sólo con lo que era estrictamente necesario. Aparte de los beneficios del orden y la estética, tal disposición tenía la virtud de que facilitaba la huida. Los alquimistas modernos, al ser perseguidos por la Inquisición, se las piraban según las reglas de omnia mea mecum porto, sin echar ni una mirada a las posesiones que dejaban atrás sin pena. Los magos de la escuela tradicional defendían hasta el último aliento a sus cocodrilos disecados, sus pilas de peces secos, sus homúnculos, serpientes en alcohol, bezoares y mandragoras, y terminaban así en la hoguera.