La Biberstein, pensó, no escapará a la venganza, no hay salida de la torre. De momento, pensó, sintiendo cómo le latían los huevos, le mostraré tan sólo un altivo desprecio. Primero me las pagarán los otros.
– ¡Esperad, hijos de una puta! -gritó cojeando en dirección al patio y los ruidos de lucha-. ¡Ya sus daré yo!
Las puertas de la torre temblaron ante el golpe atronador. Scharley maldijo.
– ¡Apresúrate! -gritó-. ¡Sansón!
Sansón Mieles sacó del establo dos caballos aderezados. Al criado que salió del pajar le lanzó un berrido amenazador. El criado desapareció a toda prisa.
– Esas puertas no aguantarán mucho. -Scharley corrió por las escaleras de piedra, tomó las riendas de manos del otro-. ¡A la salida, presto!
Sansón también vio cómo en las puertas que habían conseguido poner de por medio entre ellos y Buko y sus camaradas había estallado una nueva tabla. Se oía el sonido de metal contra piedra y metal, estaba claro que los rabiosos raubritter intentaban romper las bisagras. Ciertamente, no había tiempo que perder. Sansón miró a su alrededor. La puerta estaba cerrada por una viga, asegurada por una masiva cerradura. El gigante se plantó en tres pasos junto a una pila de leña, arrancó una gran hacha de leñador de un tocón y con otros tres pasos estaba junto a la puerta. Inspiró, alzó el hacha y con muchísima fuerza la lanzó contra la cerradura.
– ¡Con más fuerza! -gritó Scharley, mirando a la otra puerta, que estaba ya quebrándose-. ¡Dale con más fuerza!
Sansón le dio con más fuerza. Tanto que la puerta entera tembló y hasta el puesto de guardia que había encima. La cerradura, producida con toda seguridad en Nüremberg, no cedía, mas los ganchos que sujetaban la tabla se salieron del muro casi hasta la mitad.
– ¡Otra vez! ¡Dale!
Bajo el siguiente golpe la cerradura nürembergiana se quebró, los ganchos se salieron del todo y la viga cayó con un estruendo.
– Bajo las axilas. -Reynevan, habiendo tomado en los dedos un poco de ungüento de la olla de barro, se quitó la camisa y demostró cómo había que aplicarlo-. Úntalo bajo las axilas. Y en el cuello, oh, así. Más, más… Extiéndelo bien… Deprisa, Nicoletta. No tenemos mucho tiempo.
La muchacha lo miró durante un instante y en su mirada la incredulidad luchaba contra la admiración. No dijo sin embargo ni una palabra, tomó el ungüento. Reynevan arrastró hasta el centro de la habitación un banco de roble. Abrió la ventana de par en par, un frío viento entró en el laboratorio del nigromante. Nicoletta tembló.
– No te acerques a la ventana -la detuvo-. Mejor… no mirar hacia abajo.
– Alcasín. -Lo miró-. Entiendo que estamos luchando por nuestras vidas. ¿Pero estás seguro de que sabes lo que haces?
– Siéntate a caballo sobre la banqueta, por favor. De verdad que no tenemos tiempo. Siéntate detrás de mí.
– Prefiero delante de ti. Abrázame, abrázame fuerte. Más fuerte…
Su cuerpo era cálido. Olía a menta y ácoro, ni siquiera el curioso olor de la mezcla de Huon era capaz de matar aquel perfume.
– ¿Lista?
– Lista. ¿No me vas a soltar? ¿No vas a dejar que caiga?
– Antes moriría.
– No mueras. -Ella suspiró, volvió la cabeza, a causa de lo cual sus labios se tocaron un instante-. No mueras, por favor. Vive. Lanza el conjuro.
Weh, weh, Windchen
Zum Fenster hinaus
In omnem ventun!
¡Vuela por la ventana
Sin rozar con nada!
La banqueta saltó y se retorció bajo ellos como un caballo mal domado. Pese a toda su valentía, Nicoletta no consiguió contener un grito de miedo, cierto que tampoco Reynevan lo consiguió. La banqueta se elevó una braza, giró como un abejorro enfurecido, el laboratorio de Huon desapareció ante sus ojos. Nicoletta apretó los dedos sobre las manos de Reynevan, chilló, aunque él hubiera jurado que más de placer que de miedo.
Mientras tanto la banqueta se dirigió directamente a través de la ventana, a la fría y oscura noche. Y de inmediato cayó en vertical hacia abajo.
– ¡Agárrate! -gritó Reynevan. El impulso del viento le devolvía las palabras a la garganta-. ¡Agárraaateee!
– ¡Agárrate tú! ¡Oh, Jesús!
– ¡Aaaaaaa-aaaaaaaah!
La cerradura nürembergiana cedió, la viga cayó con un estruendo. En ese mismo momento volaron las puertas de la torre, en las escaleras de piedra aparecieron los caballeros de rapiña, todos armados y todos rabiosos, tan ciegos en su ansia de sangre que Buko von Krossig, el primero que apareció, tropezó en las empinadas escaleras, yendo a caer directamente en un montón de estiércol. Los otros se lanzaron sobre Scharley y Sansón. Sansón barritó como un toro, y dispersó a los agresores agitando el hacha como un loco. Scharley, gritando también, se hizo espacio a su alrededor enarbolando una alabarda que encontró junto a la puerta. Pero la ventaja -así como la experiencia en la lucha- estaba de parte de los caballeros de rapiña. Retrocediendo ante los malignos pinchazos y los traicioneros tajos de espada, Sansón y Scharley retrocedieron.
Hasta el momento en que sintieron a la espalda la dura resistencia de una pared.
Y entonces llegó Reynevan volando.
Al ver cómo crecían a ojos vista las losas del patio, Reynevan gritó, gritaba también Nicoletta. Sus gritos, modulados por el atosigante viento hasta convertirse en verdaderos aullidos de condenados en el infierno, obtuvieron mejores resultados que su propia aparición. Excepto Kuno Wittram, el cual por casualidad miró hacia arriba, ninguno de los caballeros de rapiña vio a quienes montaban la banqueta voladora. Pero el griterío consiguió unos demoledores efectos psicológicos. Weyrach cayó a cuatro patas, Rymbaba blasfemó, gritó y se derrumbó, junto a él rodó Tassilo de Tresckow, inconsciente, la única víctima del ataque aéreo: la banqueta que caía en picado sobre el patio lo había golpeado en la sien. Kuno Wittram se persignó y se arrastró bajo un carro de paja. Buko von Krossig se encogió cuando el borde del cotekardie de Nicoletta lo golpeó en la oreja. Entonces, la banqueta se lanzó con fuerza hacia arriba ante los todavía mayores gritos de los pilotos. Notker von Weyrach miró a los voladores con la boca abierta, tuvo suerte, percibió con el rabillo del ojo a Scharley, en el último segundo evitó que le clavara la alabarda. Aferró el asta, comenzaron a forcejear.
Sansón tiró su hacha, atrapó a uno de los caballos por las bridas, quiso coger al otro. Buko saltó hacia él y atacó con su puñal. Sansón lo evitó, pero no lo suficientemente rápido. La hoja le cortó la manga. Y el brazo. Buko no consiguió pinchar de nuevo. Recibió un golpe en la boca y se tambaleó hasta la puerta.
Sansón Mieles se masajeó el brazo, miró su brazo ensangrentado.
– Ahora -dijo lento y en voz alta-. Ahora me he enfadado de verdad.
Se acercó a Scharley y Weyrach, que todavía estaban forcejeando con el asta de la alabarda. Y le asestó a Weyrach un golpe con tanta fuerza que el viejo raubritter dio una impresionante voltereta. Paszko Rymbaba alzó su hacha de armas para cortar, Sansón se dio la vuelta, lo miró. Paszko retrocedió dos pasos rápidamente.
Scharley atrapó al caballo, Sansón mientras tanto tomó de un soporte junto a la puerta un escudo de hierro redondo.
– ¡A ellos! -gritó Buko, tomando la espada que había dejado caer Wittram-. ¡Weyrach! ¡Kuno! ¡Paszko! ¡A ellos! ¡Oh, Cristo…!
Vio lo que estaba haciendo Sansón. Sansón tomó el escudo como si fuera un discóbolo y como un discóbolo giraba y giraba. El escudo salió disparado de su mano como de una balista, fallando por poco a Weyrach, voló con un silbido por todo el patio, se estrelló contra una ménsula de la pared, destrozándola por completo. Weyrach tragó saliva, Sansón sacó del soporte otro escudo.