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– ¡Cierto, cierto, señora de Kramer! -graznó la tercera, que estaba muy doblada y cuyo rostro portaba una imponente colección de verrugas peludas-. ¡Que lo digan! ¡Puesto que pudieran ser espías!

– Cierra el pico, vaca vieja -dijo, acercándose, la pelirroja del sombrero negro-. No te hagas la importante. Y a estos dos los conozco yo. ¿Te basta con eso?

Las señoras de Kramer y de Sprenger quisieron oponerse y pelearse, pero la pelirroja cortó la discusión amenazándolas con el puño cerrado, y Jagna subrayó todo aquello con un regüeldo de desprecio, sonoro y brioso, sacado, se diría, de lo más profundo de sus tripas. Luego, la comitiva de brujas que subían la cuesta separó a las contendientes.

A la pelirroja, aparte de Jagna, la acompañaba la mozuela de carita de zorro y tez malsana, la misma que había profetizado en el cementerio.

Como entonces, llevaba en sus cabellos blondos una corona de verbena y trébol. Como entonces, tenía los ojos brillantes y con grandes ojeras. Y miraba con ellos sin parar a Reynevan.

– También otros os miran -dijo la pelirroja-. De modo que para prevenir más incidentes tenéis, como nuevos que sois, que presentaros ante la domina. Entonces nadie se atreverá ya a tocaros. Venid conmigo. A la cumbre.

– ¿Puedo contar -Reynevan carraspeó- con que no corremos allí peligro alguno?

La pelirroja se dio la vuelta, clavó en él su verde mirada.

– Un poco tarde -arrastró las palabras- para preocuparse. La precaución habría estado en su sitio antes de untarse la pomada y sentarse en la banqueta. No quiero, amado confráter, ser demasiado picajosa, mas ya en nuestro primer encuentro comprendí que eres de los que siempre se pierden por donde no hay que hacerlo y se meten en los líos en los que no hay que meterse. Pero, como se dice, no es esto cosa mía. ¿Si hay peligro por parte de la domina? Eso depende. De lo que escondan vuestros corazones. Si es maldad y traición…

– No -negó él apenas ella dejó la voz en suspenso-. Te lo aseguro.

– Entonces -sonrió- no tienes de qué temer. Vamos.

Pasaron una hoguera y los grupos de hechiceros y otros participantes en el sabbat que se habían reunido a su alrededor. Allí se discutía, se saludaba, se reía, se reñía. Corrían las tazas y los cuencos que se llenaban de calderos y tinajas, se alzaba, mezclado con el humo, el agradable olor de la sidra, el licor de pera y otros productos finales de la fermentación alcohólica. Jagna tuvo intención de acercarse, pero la pelirroja la detuvo con una palabrota.

En la cumbre de la montaña Grochowa aullaba un fuerte viento que barría las llamas, millones de chispas volaban hacia el negro cielo como avispas de fuego. Junto a la cumbre había una pequeña hondonada que terminaba en una terraza. Allí, bajo un caldero instalado sobre unas trébedes, ardía una hoguera más pequeña, alrededor de la cual se divisaban unas borrosas siluetas. En la base de la terraza unas cuantas personas estaban esperando a todas luces a que se les concediera audiencia.

Se acercaron más, tan cerca que las borrosas siluetas que surgían por entre el vapor del caldero se transformaron en las figuras de tres mujeres que sujetaban escobas decoradas con cintas y hoces doradas. Junto al caldero se hacía notar un hombre con larga barba y larga estatura, más alto aún por un capirote de piel con unos cuernos de ciervo adosados. Y todavía había allí también, detrás del fuego y del vapor, una oscura figura, inmóvil.

– Lo más seguro es que la domina -les explicó la pelirroja cuando ocuparon su puesto en la fila de los que esperaban- no os pregunte nada, nosotras no solemos ser curiosas. Si sin embargo lo hiciera, recordad que a ella hay que dirigirse por «domna». Recordad también que en el sabbat no hay nombres, como no sea entre amigos. Para todos los demás sois joioza y bachelor.

La peticionaria que los precedía era una joven muchacha con una gruesa coleta rubia que le colgaba por debajo de la paletilla. Aunque era muy guapa, tenía un defecto: cojeaba. De una forma tan característica que Reynevan pudo diagnosticarle una luxación congénita de la cadera. Cuando pasó a su lado iba limpiándose las lágrimas.

– El mirar fijamente a alguien se tiene por descortés y está mal visto aquí -le recriminó la pelirroja-. Sigue. La domina está esperando.

Reynevan sabía que el título de domina -o de anciana- le pertenecía a la hechicera mayor, conductora del vuelo y sacerdotisa del sabbat. De modo que, aunque en lo profundo de su alma tenía la esperanza de ver a una mujer un poco menos desagradable que la Sprenger, la Kramer y los otros engendros que las acompañaban, no esperaba ver a persona en edad otra que no fuera, por decirlo suavemente, anciana. En pocas palabras: se esperaba a una persona mayor. Lo que no se esperaba era sin embargo a Medea. A Circe. A Herodías. La feminidad madura encarnada, mortalmente atractiva.

Era alta, gallarda, la estructura de su cuerpo lanzaba señales de autoridad, producía una sensación de poder. Su alta frente, por debajo de unas cejas regulares, estaba decorada con una hoz de plata que ardía al cornudo brillo de la media luna, de su cuello colgaba una dorada cruz ankh, la crux ansata. La línea de los labios hablaba de decisión, la nariz regular recordaba a la Hera o la Perséfone de los vasos griegos. Sus cabellos negros como el alquitrán le caían en serpenteante cascada de divino desorden sobre la nuca, se desbordaban en olas sobre los hombros, uniéndose en lo oscuro de la capa que le cubría el torso. El vestido que se revelaba bajo la capa cambiaba de color ante el brillo del fuego, transformándose con multitud de tonos ya en blanco, ya en cobre, ya en púrpura.

En los ojos de la domina había sabiduría, noche y muerte.

Lo reconoció al instante.

– Toledo -dijo, y su voz era como el viento de las montañas-. Toledo y su noble joioza. ¿La. primera vez entre nosotros? Bienvenidos.

– Yo te saludo. -Reynevan hizo una reverencia, Nicoletta bajó la cabeza-. Yo te saludo, domna.

– ¿Tenéis algo que pedirme? ¿Pedís una acción?

– Solamente quieren -dijo la pelirroja, que estaba de pie a su lado- rendirte su homenaje. A ti, domna, y a la Gran Trinidad.

– Lo acepto. Id en paz. Festejad el Mabon. Alabad el nombre de la Gran Madre.

– Magna Mater! ¡Gloria a ella! -repitió el hombre barbado de la cabeza armada con los cuernos de ciervo y con una piel que le caía sobre la espalda.

– ¡Gloria! -repitieron las tres brujas que estaban tras él, al tiempo que alzaban las escobas y las hoces de oro-. ¡Eia!

El fuego lanzaba chiribitas, el caldero bullía con vapor.

Esta vez, cuando bajaron por la pendiente en la garganta entre las dos cumbres, Jagna no se dejó detener, se dirigió de inmediato a grandes pasos hacia donde les llegaba la mayor algazara y alcanzaba el mayor olor a líquidos destilados. Al poco, colándose por entre todos, tragaba sidra de tal modo que su garganta gorgoteaba. La pelirroja no la contuvo, ella misma tomó con gusto la jarra que le tendió un osillo orejudo, parecido como un gemelo a Hans Mein Igel, aquél que un mes antes les había visitado a él y a Zawisza el Negro de Garbowo en el vivaque. Reynevan, aceptando un vaso, se sumió en pensamientos acerca del trancurrir del tiempo y lo que aquel tiempo había cambiado en su vida. La sidra era tan fuerte que hasta le salía por la nariz.

La pelirroja tenía entre los bebedores muchos conocidos, tanto entre humanos como no humanos. Efusivamente la saludaron las mariuñas, las dríadas, los zorros y las ninfas, intercambió apretones y besos con aldeanas fuertes y de sonrosadas mejillas. Trocó también rígidas y distinguidas referencias con mujeres que llevaban atrevidos vestidos de color de oro y ricas capas, con rostros en parte ocultos por máscaras de negro raso. Corría en abundancia la sidra, el licor de manzana y el slibowitz. Había barullo y se empujaban los unos a los otros, así que Reynevan abrazó a Nicoletta. Debiera llevar una máscara, pensó él. Catalina, hija de Johann de Biberstein, señor de Stolz, debiera ir enmascarada. Como otras damas de la nobleza.