Выбрать главу

– Alteza…

– Vete, he dicho.

La caza se había terminado definitivamente. Los halcones recibieron sus capuchas en la testa, los patos y las garzas capturados se balanceaban colgados en la escalera de un carro, el duque estaba satisfecho, la comitiva también, porque la cacería, que se anunciaba larga, en suma no lo había sido. Reynevan percibió unas cuantas miradas abiertamente agradecidas, ya se había corrido la voz entre el séquito de que era por su causa por lo que el duque había acortado la caza y emprendido de nuevo el camino. Reynevan tenía razones fundadas para creer que no era la única noticia que se había extendido por allí. Las orejas le ardían como si estuviera en la picota.

– Todos -murmuró a Benno Ebersbach, que iba cabalgando a su lado-. Todos lo saben.

– Todos -corroboró sin alegría alguna el caballero de Olesnica-. Mas para tu fortuna, no todo.

– ¿Qué?

– ¿Finges ser necio, Bielau? -le preguntó Ebersbach, sin alzar la voz-. Kantner te habría echado de aquí en un decir Jesús, hasta te habría enviado en cadenas al castellano, si hubiera sabido que en Olesnica hubo un muerto. Sí, sí, no me pongas esos ojos. El joven Niklas von Sterz ha muerto. Los cuernos de Gelfrad son una cosa, mas un hermano muerto no lo perdonarán los Sterz en la vida.

– Ni un dedo… -dijo Reynevan tras una serie de profundas inspiraciones-. Ni un dedo le puse encima a Niklas. Lo juro.

– Para acabar de arreglarlo -Ebersbach a todas luces no se inmutó por el juramento-, la hermosa Adela te acusó de brujería. De que la hechizaste y te aprovechaste de ella.

– Incluso si eso fuera cierto -respondió al cabo de un instante Reynevan-, la obligaron a ello. Amenazándola de muerte. Pues si la tienen en su poder…

– No la tienen -le contradijo Ebersbach-. Desde los agustinos, en los que te acusó públicamente de brujería, la hermosa Adela huyó a Ligota. Detrás de los muros del convento de las clarisas.

Reynevan suspiró con alivio.

– No creo en esas acusaciones -repitió-. Ella me ama. Y yo la amo.

– Qué bonito.

– Ni te haces una idea.

– Cuando en verdad se puso bonito -Ebersbach le miró a los ojos- fue cuando registraron tu laboratorio.

– Ja. Me lo temía.

– Y con razón. En mi modesta opinión, si no tienes todavía a la Inquisición pisándote los talones es porque todavía no han terminado de inventariar las diabluras que encontraron en tu casa. Puede que Kantner te proteja de los Sterz, mas de la Inquisición no lo creo. Cuando se corra la voz de tu nigromancia, él mismo te arrojará a ellos. No vengas con nosotros a Wroclaw, Reynevan. Sepárate de nosotros antes y ocúltate en algún lugar. Te lo aconsejo.

Reynevan no respondió.

– Y ya que estamos en ello -dijo Ebersbach como con desgana-. ¿En verdad entiendes de magias? Porque yo, sabes, conocí no ha mucho a una dama… Bueno, para qué hablar… No me vendría mal algún que otro elixir…

Reynevan no respondió. Les llegó un grito desde la cabeza de la comitiva.

– ¿Qué pasa?

– ¡Byków! -adivinó Ciervo Krompusz, espoleando al caballo-. La Taberna de la Damajuana.

– Dios sea alabado -añadió Jaksa de Wiszna a media voz-, porque con toda esa putañera cacería me estoy muriendo de hambre.

Tampoco entonces respondió Reynevan. Los ruidos que se escapaban de sus tripas eran harto locuaces.

La Taberna de la Damajuana era grande y con toda seguridad famosa, así que había allí muchos clientes, tanto locales como forasteros, lo que se podía notar por los caballos y carros y por los pajes y soldados que revoloteaban en torno a ellos. Cuando la comitiva del duque Kantner entró en el patio con gran algarabía y revuelo, el tabernero ya estaba advertido. Salió por la puerta como la bala de una lombarda, espantando a las gallinas y salpicando estiércol. Pasaba el peso de un pie al otro y hacía reverencias constantemente.

– Bienvenido, bienvenido, Dios sus bendiga -jadeó-. Qué grande honor, qué crecido orgullo que vuesa magna artesa…

– Apretados estamos hoy aquí. -Kantner bajó del caballo bayo que sujetaban unos pajes-. ¿A quién hospedas hoy? ¿Quién vacía tus cazuelas? ¿Habrá suficiente para nosotros?

– De aseguro que habrá, de aseguro -aseguró el tabernero, tomando aliento con esfuerzo-. Y ya no hay apreturas, que en como vimos a su artesa en el camino… echara yo a la pordiosería, la estudiantina y el paisanaje. Libre está al completo el cuarto del bajo, libre también la camareta, mas…

– ¿Qué? -Rudiger Haugwitz alzó las cejas.

– En la prencipal hay güéspedes. Personas de calidad, clerigales… Mandatarios. No me atreví…

– Y bien que hiciste en no atreverte -lo interrumpió Kantner-. A mí y a toda Olesnica habrías hecho un despecho en tal caso. ¡Huéspedes son huéspedes! Y yo soy un Piasta y no un sultán sarraceno, para mí no es deshonra el comer con los huéspedes. Id delante, señores.

Efectivamente, en la habitación un tanto llena de humo y que apestaba a col no había mucha gente. De hecho, sólo se hallaba ocupada una mesa a la que estaban sentados tres hombres. Todos tenían tonsura. Dos llevaban el traje característico para los clérigos de viaje, pero tan rico que no podían ser presbíteros normales y corrientes. El tercero llevaba el hábito de dominico.

Al ver a Kantner entrar, los clérigos se incorporaron. El que llevaba el traje más rico se inclinó, pero sin exagerar la humildad.

– Su alteza el duque Conrado -dijo, mostrando así lo bien informado que estaba-, ciertamente es éste un grande honor para nosotros. Yo soy, si permitís, Maciej Korzubok, oficial de la diócesis de Poznan, en misión a Wroclaw, al hermano de su alteza, el obispo Conrado, enviado por el reverendísimo señor obispo Andrzej Laskarz. Éstos son mis compañeros de viaje, que, como yo, se dirigen desde Gniezno a Wroclaw: don Melchior Barfuss, vicario del reverendísimo señor obispo de Lebus, Christoph Rotenhahn. Y el reverendo Jan Nejedly de Vysoke, prior Ordo Praedicatorwn, que viaja en misión del provincial de la orden de Cracovia.

El branderburgiano y el dominico inclinaron sus tonsuras, Conrado Kantner respondió con un leve movimiento de cabeza.

– Su reverencia, reverendísimo señor -dijo nasalmente-. Me será agradable almorzar en tan preclara compañía. Y platicar. La plática en cualquiera caso, si no les fatiga a sus reverencias, habremos de mantenerla tanto aquí como en el camino, puesto que yo también voy a Wroclaw, con mi hija… Permítenos, Agnieszka… Inclínate ante los servidores de Cristo.

La princesa hizo una reverencia y bajó la cabeza con intención de besar la mano, pero Maciej Korzubok la detuvo, bendijo su blondo flequillo con una rápida cruz. El dominico de Bohemia juntó las manos, inclinó el cuello, murmurando una corta oración y añadiendo algo acerca de una clarissima puella.

– Éste de aquí -siguió Kantner- es el señor senescal Rudiger Haugwitz. Y éstos mis caballeros y mi huésped…

Reynevan sintió que le tiraban de la manga. Escuchó los gestos y el siseo de Krompusz, salió con él al patio, en el que todavía continuaba la batahola organizada por la llegada del duque. En el patio estaba esperando Ebersbach.

– Anduve tanteando -dijo-. Estuvieron aquí ayer. Wolfher Sterz, con otros seis. Pregunté también a estos granpolacos. Los Sterz los detuvieron, pero no se atrevieron a lanzarse sobre personas de iglesia. Pero por lo que se ve, te están buscando por los caminos de Wroclaw. En tu lugar, me daría a la fuga.