Hejncze guardó silencio durante un momento, mientras tragaba un pedazo de pan. De su abstracción lo sacó un grito que llegaba del interior del edificio, el loco, terrible aullido de un ser humano al que se le estaba causando dolor. Un dolor muy agudo.
– El hermano Arnulfo -señaló con un gesto de la cabeza el inquisidor- por lo que oigo ha rezado poco, terminó pronto y volvió al trabajo. Es una persona apasionada, muy apasionada. Hasta la exageración. Pero recuerda que hasta yo tengo obligaciones. Acerquémonos pues presto a las conclusiones.
Reynevan se encogió. Con razón.
– Te han metido, querido Reynevan, en un asunto peligroso. Han hecho de ti un instrumento. Te compadezco. Pero si ya eres un instrumento, sería un pecado no usar de ti, especialmente para buena causa y para gloria de Dios, ad maiorem Dei gloriam. De modo que saldrás en libertad. Te sacaré de la torre, te protegeré y guardaré de aquéllos que te persiguen, y que se han multiplicado, se han multiplicado mucho. Desean tu muerte, por lo que sé, los Sterz, el duque Juan de Ziebice, la amante de Juan, Adela de Sterz, el raubritter Buko von Krossig y también, por causas que todavía he de aclarar, el noble Johann von Biberstein… Ja, ciertamente tienes motivos para temer por tu vida. Pero como se dijo, te tomaré bajo mi protección. Mas, por supuesto, no gratis. Algo por algo. Hasta ut des. O mejor dicho: utfaáas.
»Lo arreglaré. -El inquisidor comenzó a hablar más deprisa, como si estuviera recitando un texto aprendido de memoria-. Lo arreglaré todo para que en Bohemia, adonde te dirigirás, no despiertes sospechas. En Bohemia establecerás contacto con los husitas, con las personas que te señale. No tendrás dificultades para establecer contacto. Al fin y al cabo eres hermano de Peter de Bielau, que tanto hizo para el husitismo, un verdadero cristiano, mártir de la causa, asesinado por los malditos papistas.
– ¿Tengo que…? -Reynevan se atosigó-. ¿Tengo que hacer de espía?
– Ad maiorem -Hejncze se encogió de hombros- Dei gloriam. Todo el mundo ha de auxiliar como pueda.
– Yo no sirvo… No, no. Gregorio, eso no. No lo acepto. No.
– Sabes -el inquisidor lo miró a los ojos- cuál es la alternativa.
El torturado en el interior del edificio se lamentó, y al momento
gritó, se atragantó con su grito. Reynevan ya se imaginaba sin necesi
dad de ello cuál era la alternativa.
– No creerías -le confirmó Hejncze- qué cosas salen a la luz en las confesiones a base de dolor. Qué secretos resultan traicionados. Incluso secretos de alcoba. En un interrogatorio dirigido por alguien tan apasionado como el hermano Arnulfo, por ejemplo, cuando el delincuente confiesa y cuenta todo sobre sí mismo, comienza a delatar a otros… A veces resulta hasta incómodo escuchar tales confesiones… Se entera uno de quién, con quién, cuándo, cómo… Y más de una vez se trata de clérigos. De monjas. De esposas tenidas por fieles. De doncellas casaderas tenidas por virtuosas. Por Dios, pienso, todo el mundo tiene esos secretos. Debe de ser terriblemente humillante cuando el dolor te obliga a revelarlos. A tales como al hermano Arnulfo. En presencia de los verdugos. ¿Qué Reinmar? ¿No tienes tú tales secretos?
– No me trates así, Gregorio. -Reynevan apretó los dientes-. Lo he entendido todo.
– Me alegro mucho. De verdad.
El torturado gritó.
– ¿A quién están torturando? -La rabia le ayudó a Reynevan a superar el miedo-. ¿Por orden tuya? ¿A quién de los que estaban
conmigo en la torre?
– Es curioso que lo preguntes. -El inquisidor alzó los ojos-. Porque se trata de una ilustración modélica de mi exposición. Entre los prisioneros estaba el cronista municipal de Frankenstein. ¿Sabes de quién se trata? Veo que sabes. Acusado de herejía. Las pesquisas mostraron rápidamente que la acusación era falsa, por razones personales, el delator era el amante de su mujer. Ordené liberar al cronista y arrestar al truhán, así, para comprobar si sólo se trataba de los encantos de las hembras. El truhán, imagínate, sólo al ver los instrumentos confesó que no era la primera burguesa a la que robaba bajo la apariencia de encuentros amorosos. En su confesión se enredó un tanto, de modo que se usaron algunos de los instrumentos. Agh, tuve que escuchar hasta el hastío cosas de otras casadas, de Swidnica, de Wroclaw, de Walbrzych, de sus lujurias y de las curiosas formas de satisfacerlas. Pero durante la revisión se le halló un pasquín que denigraba al Santo Padre, un dibujillo en el que al Papa la salen por debajo de la túnica pontificia unas garras de diablo, de seguro que has visto algo parecido.
– Lo he visto.
– ¿Dónde?
– No me acuer…
Reynevan se atragantó, palideció. Hejncze bufó.
– ¿Ves qué fácil? Te garantizo que ya el strappado te habría refrescado la memoria. Tampoco el fornicador recordaba quién le había dado aquel pasquín y la imagen del Papa, pero lo recordó bien pronto. Y el hermano Arnulfo, como escuchas, está comprobando ahora si su memoria no esconde aún otras cosas interesantes.
– Y a ti… -El miedo, paradójicamente, le proporcionaba a Reynevan una osadía desesperada-. A ti esto te divierte. No así te conocía, inquisidor. ¡En Praga tú mismo te reías de los fanáticos! ¿Y hoy? ¿Qué es para ti este puesto? ¿Todavía una profesión o una pasión?
Gregorio Hejncze frunció su poblado ceño.
– En mi puesto -dijo con frialdad- no debe haber diferencia. Y no la hay.
– Seguro. -Reynevan, aunque temblaba y entrechocaba los dientes, continuó-. Dime todavía algo acerca de la gloria de Dios, del objetivo elevado y el santo celo. ¡Vuestro santo celo, vaya cosa! Tortura por cualquier sospecha, por cualquier denuncia, por cualquier palabra escuchada o extraída a base de chantaje. La hoguera por confesiones de culpa obtenidas bajo tortura. ¡Un husita escondido en cada rincón! Y yo hace no mucho escuché a un poderoso clérigo diciendo sin rodeos que para él se trataba tan sólo de la riqueza y el poder, que si no fuera por eso, los husitas podrían tomar la comunión con ayuda de una pala de panadero, que esto no le molestaría. Y tú, si no lo hubieran matado, meterías en la mazmorra a Peterlin, lo torturarías, lo obligarías a confesar y de seguro que lo quemarías. ¿Y por qué? ¿Porque leía libros?
– Basta, Reinmar, basta. -El inquisidor frunció el ceño-. Conten tu enfado y no seas trivial. Seguro que en un instante estarías dispuesto a asustarme con la suerte de Conrado de Marburgo.
«Irás a Bohemia -dijo al cabo, con voz cortante-. Harás lo que te mande. Auxiliarás. De este modo salvarás el pellejo. Y aunque sea en parte, repararás la culpa de tu hermano. Porque tu hermano era culpable. Y no sólo de leer libros.
»Y no me acuses de fanatismo -continuó-. A mí, imagínate, no me molestan los libros, ni siquiera los falsos y heréticos. Considero, imagínate, que ninguno debiera quemarse, que libri sunt legendi, non comburendi. Que incluso se pueden respetar las ideas equivocadas y falsas, que se puede también, a poco que se tenga un ánimo filosófico, advertir que nadie tiene el monopolio de la verdad, que muchas ideas que fueran alguna vez acusadas de falsedad hoy se las tiene por verdad y al contrario. Pero la fe y la religión que defiendo no son sólo tesis y dogmas. La fe y la religión que defiendo son el orden social. Si falta el orden, vendrá el caos y la anarquía. El caos y la anarquía sólo lo desean los criminales. Y a los criminales hay que castigarlos.
«Conclusión: por mí que Peter de Bielau y sus conmilitones disidentes lean cuanto tengan en gana a Wiclif, a Hus, a Amoldo de Brescia y Joaquín di Fiore. Porque Joaquín di Fiore sí, pero no Fra Dolcino, no los Ciompi, no la Jaquérie. Wiclif sí, pero no Wat Tyler. Aquí se acaba mi tolerancia, Reinmar. No permitiré que se multipliquen aquí los fraticelli y picardos. Aplastaré sin piedad a los Tueros y John Ball, destruiré a los dolcinianos, a los Cola di Rienzo, a Pedro de Bruys, a los Korand, a los Zelivsky, Loquis y Zizka.