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– Hermano Ambrós -preguntó Hlusicka-. ¿Vais a predicarles?

– ¿A quiénes? -El sacerdote se encogió de hombros-. ¿A esa morralla de alemanes? Éstos no entienden cristiano y a mí no me da la gana de hablar en su pagano, porque… ¡Vaya! ¡Allí! ¡Allí!

Sus ojos cobraron un brillo de ave de rapiña, el rostro se quedó paralizado de improviso.

– ¡Allí! -gritó, señalando-. ¡Allí! ¡Cogedla!

Señaló a una mujer cubierta con un amplio manto, que llevaba un niño. El niño se retorcía y lloraba espasmódicamente. Los soldados se acercaron, disolvieron a la multitud con las astas de las bisarmas, aferraron a la mujer, le quitaron el manto.

– ¡No es una mujer! ¡Es un hombre vestido de moza! ¡Un cura! ¡Un papista! ¡Un papista!

– ¡Traedlo acá!

El sacerdote arrastrado y obligado a ponerse de rodillas temblaba de miedo y bajaba la cabeza con espasmos. Así que lo obligaron a mirar a Ambrós. Pero incluso entonces cerraba los párpados y los labios se le movían en silenciosa oración.

– Vaya, vaya. -Ambrós puso los brazos en jarras-. Qué beatas más amorosas. Para salvar a su curilla no sólo le han dado pingos de moza sino hasta un rapaz. Vaya un sacrificio. ¿Quién eres tú, curato?

El sacerdote apretó los párpados aún más.

– Es Nicolás Megerlein -habló uno de los campesinos que acompañaba al estado mayor husita-. Preboste de la parroquia local.

Los husitas murmuraron. Ambrós enrojeció, tomó aire con fuerza.

– El padre Megerlein -dijo con énfasis-. Ahí es nada. Vaya una suerte. Soñábamos con este encuentro. Desde el último raid del obispo a la tierra de Trutnov. Esperábamos mucho de este encuentro.

«¡Hermanos! -se enderezó-. ¡Mirad! ¡He aquí al perro de la puta de Babilonia! ¡La mortal herramienta en manos del obispo de Wroclaw! ¡Aquél que perseguía la verdadera fe, que enviaba a los buenos cristianos al martirio y el sufrimiento! ¡Quien en Vízmburk con sus propias manos derramara sangre inocente! ¡Dios lo ha puesto en nuestras manos! ¡Nos lo ha dado para castigar el mal y la injusticia!

«¿Oyes, curato maldito? ¿Asesino? ¿Qué haces, cierras los ojos a la verdad? ¿Cierras los oídos como la víbora áspid de la Biblia? Ja, cerdo hereje, tú con toda seguridad no conoces la Palabra, no la has leído, ¡tú sólo tienes por cierto lo que te dice tu lujurioso obispo, tu pervertida Roma y tu Papa anticristo! ¡Y tus blasfemas imágenes doradas! ¡Ahora yo, puerco, te enseñaré la palabra de Dios! ¡Apocalipsis de San Juan, catorce, nueve: si alguno adora a la bestia y a su imagen, y toma la señal en su frente, o en su mano, éste también beberá del vino de la ira de Dios! ¡Y será atormentado con fuego y azufre! ¡Con fuego y azufre, papista! ¡Eh, venid acá! ¡Agarradlo! ¡Y empajadlo! Sí, como hicimos con los monjes de Beroun y Prachatice.

Unos cuantos husitas cogieron al preboste. Éste vio lo que traían otros y comenzó a gritar. Le dieron con el asta de un hacha en el rostro, se calló, se quedó colgado de las manos que lo sujetaban.

Sansón hizo un rápido movimiento, pero Scharley y Horn lo agarraron al momento. Viendo que dos podían ser pocos, Halada se apresuró a ayudarlos.

– Calla -le susurró Scharley-. Por Dios, calla, Sansón…

Sansón volvió la cabeza y lo miró a los ojos.

El preboste Megerlein fue rodeado por dos haces de paja. Después de pensarlo, se añadieron dos más, tales que la cabeza del clérigo se escondió por completo bajo las gavillas. Todo el conjunto se enlazó fuerte y con mucho cuidado a base de cadenas. Y se le prendió fuego por varias partes. Reynevan se sintió mal. Se dio la vuelta.

Escuchó un grito loco, inhumano, pero no vio cómo la muñeca de fuego corría, tropezándose, por la limpia nieve, a través de un túnel de husitas que la empujaban con lanzas y alabardas. Ni cómo caía por fin, retorciéndose y girando entre el humo y las chispas.

La paja ardiendo no produce suficiente temperatura para matar a un ser humano. Pero produce la suficiente como para convertir a un ser humano en algo poco parecido a un ser humano. En algo que se retuerce en convulsiones y aulla inhumanamente, aunque no tenga labios. Algo que hay que matar por fin misericordiosamente a golpes de maza y hacha.

En la multitud de los radkowianos gritaban las mujeres, lloraban los niños. De nuevo hubo allí un alboroto y al cabo trajeron ante Ambrós y lanzaron de rodillas a otro sacerdote, un anciano delgadillo. Éste no iba disfrazado. Pero temblaba como una hoja. Ambrós se inclinó hacia él.

– ¿Uno más? ¿Quién es?

– El padre Straube -se apresuró con las apropiadas aclaraciones el aldeano delator-. El antiguo preboste. Antes de Megerlein…

– Aja. Es decir, un curato emeritus. ¿Qué, abuelo? La vida terrenal, veo, se te finaliza ya. ¿No es hora de pensar en la eterna? ¿En dejar y rechazar los errores y pecados papistas? Pues no serás salvado si persistes en ellos. Ya viste qué se le hizo a tu confráter. Acepta el Cáliz, jura los cuatro artículos. Y serás libre. Hoy y para toda la eternidad.

– ¡Señor! -balbuceó el viejecillo, cayendo de rodillas y juntando las manos-. ¡Buen señor! ¡Piedad! ¿Qué queréis? ¿Que reniegue? Pues si ésta es la mi fe… Al fin… Pedro… Antes que cantara el gallo… Yo no puedo… Dios mío, ten piedad… ¡No puedo!

– Lo entiendo. -Ambrós movió la cabeza-. No lo alabo, pero entiendo. En fin, Dios nos mira a todos. Seamos misericordiosos. ¡Hermano Hlusicka!

– ¡A vuestro servicio!

– Seamos misericordiosos. Sin sufrimiento.

– ¡A la orden!

Hlusicka se acercó a uno de los husitas, le tomó el mayal. Y Reynevan por primera vez en su vida vio en acción aquel instrumento que ya en general se relacionaba tanto con los husitas. Hlusicka enrolló el mayal, lo hizo girar, y con todas sus fuerzas golpeó al padre Straube en la cabeza. Bajo el golpe del palo de hierro el cráneo reventó como una cacerola, salpicando sangre y sesos.

Reynevan sintió cómo se doblaban las rodillas. Vio cómo el rostro de Sansón Mieles palidecía, vio cómo las manos de Scharley y de Urban Horn volvían a aferrar los hombros del gigante.

Brázda de Klinstejn no apartaba los ojos del cuerpo carbonizado y humeante del preboste Megerlein.

– Miegerlin -dijo de pronto, acariciándose la barbilla-. Miegerlin. No Megerlein.

– ¿Qué?

– El curato que estaba con el obispo Conrado en el raid de la tierra de Trudnov se llamaba Miegerlin. Y este de aquí era Megerlein.

– ¿Y eso qué significa?

– Significa que el curilla era inocente.

– Eso no es nada -habló de pronto Sansón Mieles con voz sorda-. Nada de nada. Dios de seguro que lo reconoce. Dejémoselo a Él.

Ambrós se volvió bruscamente, clavó en él sus ojos, lo contempló largo rato. Luego miró a Reynevan y Scharley.

– Bienaventurados los pobres de espíritu -dijo-. A veces un ángel habla por boca de los simples. Mas tened con él cuidado. Alguien podría pensar que el tonto sabe lo que dice. Y si fuera ese alguien menos comprensivo que yo soy, mal se acabaría. Tanto él como sus señores.

»Y además -añadió-, este idiota tiene razón. Dios juzgará, separará la paja del grano, los inocentes de los pecadores. Al cabo, ningún cura papista deja de ser pecador. Todo servidor de Babilonia merece castigo. Y la mano de un cristiano verdadero…

Su voz creció, tronó cada vez más potente, se elevaba sobre las cabezas de los soldados, revoloteaba, parecía, sobre el humo que, todavía, pese a haber apagado los incendios, se retorcía sobre la villa. De ella, una vez rendido el rescate, salía una larga fila de huidos.

– ¡La mano de un verdadero cristiano no puede temblar cuando castiga a un pecador! Porque el mundo es la tierra, la buena semilla son los hijos del reino de Dios, las malas yerbas los hijos del Malo. De modo que así como se arrancan las malas yerbas y se queman, así será en el fin del mundo. El Hijo del Hombre enviará a sus ángeles: éstos habrán de arrancar de Su reino todo lo malo y a aquéllos que hayan cometido injusticia los echarán en un horno ardiendo. Allí se verá el llanto y el crujir de dientes.