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Con la iglesia ardiendo a sus espaldas, Ambrós celebró la santa misa, puesto que, como resultó, era domingo. La misa era típica para los husitas: a campo libre, en una mesa común y corriente. Ambrós, mientras celebraba, no se quitó la espada.

Los bohemios rezaban en voz alta. Sansón Mieles, inmóvil como una estatua de la Antigüedad, estaba de pie y miraba el melero, las cubiertas de paja de las colmenas ardiendo.

Después de la misa, con las ruinas humeantes a la espalda, los husitas se encaminaron hacia el este, cruzaron una hondonada entre las cumbres nevadas del Goliniec y del Kopiec, a la tarde llegaron a Wojbórz. Era ésta tierra perteneciente a la familia de los Von Zeschau. La rabia con la que los husitas se lanzaron sobre la aldea atestiguaba que alguien de aquella familia debía de haber estado con el obispo en Vízmburk. No se salvó ni una sola casa, ni un pajar, ni siquiera un solo chozo ni un chamizo.

– Estamos a unas cuatro millas de la frontera -determinó Urban Horn en voz exageradamente alta y ostentosa-. Y sólo a una milla de Klodzko. Esos humos se ven de lejos y las nuevas se extienden aprisa. Estamos en la boca del león.

Lo estaban. Cuando acabaron con el pillaje y el ejército husita se marchaba de Wojbórz, apareció por el este un destacamento de caballeros de al menos cien componentes. Había en el destacamento bastantes sanjuanistas, los escudos en los pabellones señalaban la presencia de los Haugwitz, los Muschen y los Zeschau. Al ver a los husitas el destacamento huyó en pánico.

– ¿Y dónde está ese león? -se burló Ambrós-. ¿Hermano Horn? ¿Dónde esas bocas? ¡Adelante, cristianos! ¡Adelante, guerreros de Dios! ¡Adelante, en marcha!

Estaba claro que el objetivo de los husitas era Bardo. Si incluso durante cierto tiempo Reynevan albergó dudas -al fin y al cabo Bardo era una ciudad bastante grande y hueso mayor del que podía roer incluso alguien como Ambrós-, pronto se le resolvieron. El ejército se detuvo a pasar la noche en un bosque cerca de Nysa. Y hasta la medianoche estuvieron sonando las hachas. Producían escaleras de asalto, unas escalas que recordaban a las del escudo de los Ronovic, palos con los muñones de las ramas, unos utensilios sencillos, manejables, baratos y muy efectivos para escalar las murallas defensivas.

– ¿Vais a asaltar? -preguntó directamente Scharley.

Estaban sentados junto con los hetmans de la caballería de Ambrós alrededor de un caldero humeante de sopa de guisantes y engullían su contenido, soplando las cucharas. Los acompañaba Sansón Mieles, quien últimamente -desde Radków- estaba muy callado. A Ambrós no le interesaba el gigante y éste gozaba de completa libertad, la cual utilizaba, extrañamente, para ayudar voluntariosamente en la cocina de campaña, atendida por las mujeres y mozas de Hradec Králové, seres tristes, poco habladores, impenetrables y sin género.

– Vais a asaltar Bardo. -Scharley mismo se contestó cuando su pregunta recibió nada más que el ruido de masticación y el soplido de las cucharas-. ¿Tenéis acaso alguna cuenta pendiente?

– Lo adivinaste, hermano. -Velek Chrasticky se limpió los bigotes-. Los cistercienses de Bardo tocaron las campanas y celebraron la misa para el obispo Conrado, cuando fuera en septiembre a Náchod para saquear, quemar, matar mujeres y niños. Tenemos que mostrar que algo así no va a salirles gratis. Tenemos que dar un ejemplo por el miedo.

– Además -Oldrich Halada lamió la cuchara-, Silesia mantiene contra nosotros un bloqueo comercial. Hemos de mostrar que somos capaces de romper el embargo, que no les merece la pena. Tenemos que confortar un tanto los corazones de los mercaderes que con nosotros comercian, puesto que están asustados por los ataques terroristas. Tenemos que confortar a los parientes de los asesinados, mostrando que al terror responderemos con el terror y que los asesinos no quedarán impunes. ¿Verdad, joven señor de Bielau?

– Los asesinos -repitió Reynevan con voz sorda- no pueden quedar impunes. En ese aspecto estoy con vos, don Oldrich.

– Queriendo estar con nosotros -lo corrigió sin énfasis Halada- habríais debido decir «hermano» y no «don». Y mostrar con quién estáis lo vais a poder hacer mañana. Toda espada será bienvenida. Ardua se anuncia la lucha.

– Ciertamente. -Brázda de Klinstejn, que hasta entonces había guardado silencio, señaló con la cabeza en dirección a la ciudad-. Saben por qué en verdad aquí vinimos. Y se defenderán.

– En Bardo -intervino Urban Horn con burla en la voz- hay dos iglesias cistercienses, ambas muy ricas. Se enriquecieron con las peregrinaciones.

– Todo -bufó Velek Chrasticky- te lo tomas por lo placentero, Horn.

– Así soy yo.

Desde el campamento dejaron de sonar los golpes de hacha. A cambio llegaron de inmediato unos sonidos cada vez más altos que ponían los pelos de punta, el chirrido de las piedras de esmeril y de agua. El ejército de Ambrós afilaba sus espadas.

– Ponte delante de mí -le ordenó Scharley cuando se quedaron solos-. Venga, muéstrate. Ja. ¿Todavía no te has puesto el Cáliz en el pecho? ¿Estoy con vosotros, os sigo? ¿Qué son esas pláticas, Reinmar? ¿No te has metido demasiado en tu papel?

– ¿Qué es lo que quieres?

– Bien sabes qué. No hurgaré en tus disertaciones delante de Ambrós sobre lo sucedido en el establo de Debowiec y no te haré reproches, quién sabe, puede que no nos venga mal el escondernos algún tiempo bajo la protección de los husitas. Mas te aconsejo que recuerdes, diantres, que Hradec Králové no es nuestro objetivo, sino una estación en el camino a Hungría. Y sus asuntos husitas son para nosotros cosa fútil y de poca monta.

– Sus asuntos no son para mí de poca monta -protestó Reynevan con voz fría-. Peterlin creía en lo que ellos creen. Esto sólo me basta, porque conocía a mi hermano y sé qué tipo de persona era. Si Peterlin se sacrificó por su causa, si se dio a ella, eso quiere decir que no puede ser mala causa. Calla, calla, sé lo que quieres decir. También vi lo que les hicieron a los curas de Radków. Pero esto no cambia nada. Peterlin, repito, no hubiera apoyado una causa malvada. Peterlin sabía lo que yo hoy sé: en cada religión, entre las personas que la profesan y que luchan por ella, por cada Francisco de Asís hay una legión de hermanos Arnulfo.

– Quién fuera el tal hermano Arnulfo no puedo más que suponerlo. -El demérito se encogió de hombros-. Mas entiendo la metáfora, cuanto más que poco novedosa es. Si algo no entiendo… ¿Acaso tú, muchacho, te has pasado a la fe husita? ¿Y si, como todo neófito, te lanzas a misionar? Si esto es así, deten, te pido, tu pasión evangelizadora. Porque la diriges en una falsa dirección.

– Indudablemente. -Reynevan torció la boca-. A ti ya no hace falta misionarte. Ya está hecho.

Los ojos de Scharley se redujeron un poco.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– El dieciocho de julio, año dieciocho -dijo Reynevan tras un instante de silencio-. Wroclaw, Ciudad Nueva. El lunes sangriento. El canónigo Beess te dijo la contraseña que te dije entonces, en los carmelitas. Y Buko Krossig te reconoció y desenmascaró entonces, la noche de Bodak. Tomaste parte, y además activa, en la revuelta vratislaviana de julio del Anno Domini de 1418. ¿Y qué es lo que entonces os agitó y enojó tanto si no la muerte de Hus y de Jerónimo de Praga? ¿Por quién os pronunciasteis sino por los perseguidos begardos y wiclifitas? ¿Qué es lo que defendisteis sino la libertad de comulgar en ambas especies? Delarándoos como iustitia popularis, ¿contra qué os expresasteis sino contra la riqueza y corrupción del clero? ¿A qué llamabais en las calles sino a la reforma in capite et in membris? ¿Scharley? ¿Cómo fue?