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– ¡Vamos a cruzar! -gritó uno de los jinetes más jóvenes-. ¡Hermano Oldrich! ¡Vamos a cruzarlos!

– ¿Cómo? -Halada tenía la voz seca-. ¿A través de las lanzas? ¡Nos atravesarán como a pollos! ¡Bajad de los caballos! ¡Entre los carros! ¡No venderemos barato el pellejo!

No había tiempo que perder, los caballeros que los rodeaban espoleaban ya los caballos al trote, los sanjuanistas hacían chasquear ya las viseras de sus cascos, inclinaban las copias. Los husitas saltaron de los caballos, se escondieron tras los carros, algunos hasta se arrastraron por debajo de ellos. Aquéllos para los que ya no quedaba escondite se arrodillaron con las ballestas en tensión. En los carros resultó que, aparte de los artilugios litúrgicos robados, por una feliz casualidad se transportaban también armas, en su mayoría de asta. Los bohemios se repartieron las alabardas, las partesanas y las bisarmas. A Reynevan alguien le embutió en la mano un chuzo que tenía una punta larga y fina como un punzón.

– ¡Preparaos! -gritó Halada-. ¡Vienen!

– Nos hemos metido en una mierda sin fondo. -Scharley tensó y armó una ballesta-. Y tanto que me las prometía en Hungría. Tantas ganas tenía, joder, de un verdadero bográcsgulyás.

– ¡Por Dios y San Jorge!

Los sanjuanistas y los Haugwitz lanzaron los caballos a la carga. Y con un rugido se echaron sobre los carros.

– ¡Ahora! -gritó Halada-. ¡Ahora! ¡Fuego! ¡A ellos!

Vibraron las cuerdas, una lluvia de virotes chocó contra escudos y armas. Cayeron algunos caballos, cayeron algunos jinetes. El resto se lanzó sobre los defensores. Las largas copias alcanzaron sus objetivos. El chasquido de las rotas lanzas y los gritos de las víctimas se alzaron al cielo. Reynevan quedó regado de sangre, vio cómo junto a él uno de los carreteros se retorcía convulsivamente, atravesado de parte a parte, cómo por el otro lado uno de los de la caballería rápida de Halada forcejeaba con una lanza clavada en el pecho, observó cómo un caballero, de gran tamaño, con el garfio de los Oppeln en el escudo, alzaba la copia hacia el cielo y tiraba a otro sangrando sobre la nieve. Vio cómo Scharley disparaba la ballesta muy de cerca, metiéndole el virote en la garganta a uno de los de las lanzas, cómo Halada le separaba a otro la cabeza del yelmo con un berdiche, cómo un tercero, enganchado por dos bisarmas, caía entre los carros y moría, perforado y acribillado. Un morro de caballo espumeante y abierto de par en par se balanceó junto a su cabeza, percibió el brillo de una espada, clavó su chuzo sin pensar, la punta cónica atravesó algo y se clavó en algo, Reynevan casi cayó del impacto, vio cómo el sanjuanista al que había tocado se balanceaba en la silla. Empujó el asta, el sanjuanista se echó hacia atrás, encomendándose con aguda voz a los santos. Pero no cayó, apoyado en su alto borrén trasero. Lo ayudó uno de los Huérfanos, golpeando al sanjuanista con una alabarda, ante lo cual el apoyo del borrén no bastó, el caballero resultó barrido de la montura. Casi en aquel mismo instante el bohemio recibió un golpe de maza barreteada en la cabeza, el golpe le hundió la capelina hasta la barba, de bajo la capelina brotó la sangre. Reynevan atacó al que había golpeado y, gritando maldiciones, lo arrancó de la silla. Junto a él cayó del caballo otro al que Scharley le había disparado. Un tercero, cortado por un mandoble, golpeó con la frente la crin del caballo y la regó de sangre. Comenzó a haber más espacio alrededor de los carros. Los de las armaduras retrocedieron, controlando con esfuerzo a sus caballos enloquecidos.

– ¡Bien hecho! -gritó Oldrich Halada-. ¡Bien hecho, hermanos! ¡Les dimos una buena! ¡Seguir así!

Estaban de pie entre la sangre y los cadáveres. Reynevan constató con estupor que de los suyos no quedaban vivos más de quince, de los cuales apenas diez se tenían en pie. La mayoría de ellos también estaban heridos. Comprendió que vivían solamente porque los de las lanzas, al cargar, se habían estorbado entre ellos, sólo una parte pudo luchar junto a los carros. Además, esa parte había pagado terriblemente por el privilegio. Los carros estaban rodeados por un anillo de seres humanos muertos y caballos mutilados relinchando.

– Preparaos -graznó Halada-. Atacarán enseguida…

– ¿Scharley?

– Vivo.

– ¿Sansón?

El gigante carraspeó, se limpió la sangre de una ceja, que le fluía desde una herida en la frente. Estaba armado con una barreteada erizada de pinchos y un pavés adornado por algún artista casero con un cordero, una hostia radiante y una inscripción: BÜH PAN NÁS, Dios Nuestro Señor.

– ¡Prepararse! ¡Vienen!

– Esto -Scharley constató con los dientes apretados- ya no lo podemos sobrevivir.

– Lasciate ogni speranza. -Sansón se mostró de acuerdo con voz serena-. Ciertamente es una suerte que no trajera conmigo al gato.

Alguien le dio a Reynevan un arcabuz, el instante de tregua les había permitido a los Huérfanos hacerse con unos cuantos. Apoyó el cañón en un carro, sujetando el gancho en la borda, caló la mecha.

– ¡Por San Jorge!

– Gott mit uns!

Se inició con un estruendo de cascos la siguiente carga, desde todos lados. Tronaron los pedreñales y arcabuces, atravesó el humo una salva de ballestas. Y al momento hubo largas copias, salpicar de sangre y los gritos desgarradores de los heridos. A Reynevan lo salvó Sansón, cubriéndolo con el pavés de la hostia y el cordero. Al cabo de un momento el pavés protegió también de la muerte a Scharley: el gigante manejaba el enorme escudo con una mano, como si fuera un gorrillo, y rechazaba los terribles golpes de las copias como se fueran pompas de jabón.

Los sanjuanistas y los armados de Haugwitz entraron entre los carros, golpeando con espadas y hachas, apoyados en los estribos, barrían con sus mazas de armas, entre chasquidos y gritos. Los husitas morían. Morían uno tras otro, respondiendo como perros, disparando a los de las lanzas con sus ballestas y pistoletes directamente en el rostro, golpeando y pinchando a su alrededor con bisarmas y alabardas, aplastando con las barreteadas, clavando sus archas. Los heridos se arrastraban por debajo de los carros y les cortaban los tendones a los caballos, incrementando el barullo, el caos y el desbarajuste.

Halada subió a un carro, con un golpe de berdiche barrió de la silla a un sanjuanista, luego se dobló él mismo herido por un pinchazo. Reynevan lo agarró, lo sacó de allí. Dos caballeros con armadura pesada se lanzaron sobre ellos con las espadas en alto. De nuevo les salvó la vida Sansón y el BÜH PAN NÁS en el pavés. Uno de los caballeros, con la aguja de oro de los Zedlitz, cayó rodando junto con el caballo, al que le habían cortado los tendones. A otro, que iba montado sobre un rucio, le dio un tajo Scharley con el berdiche que había dejado caer Halada. El yelmo estalló, el caballero se dobló, chispeando sangre sobre su crinet. En el mismo momento un caballo golpeó y derribó a Scharley. Reynevan atravesó con su chuzo al jinete, la punta se quedó trabada en la chapa de la armadura. Reynevan soltó el asta, se dio la vuelta, se encogió, había caballeros acorazados por todas partes, a su alrededor había un caos tremendo de puntiagudos bacinetes, un caleidoscopio de cruces y enseñas en los escudos, un huracán de espadas brillantes, un maelstrom de dientes de caballos, de pechos y cascos. Narrenturm, pensó febril, esto sigue siendo una Narrenturm, demencia, locura y delirio.

Se resbaló en la sangre, cayó. Sobre Scharley. Scharley tenía una ballesta en la mano. Miró a Reynevan, murmuró. Y disparó. En vertical. Directamente a la barriga del caballo que estaba sobre ellos. El caballo relinchó. Y le dio un golpe con el casco a Reynevan en la cabeza. Esto es el final, pensó.

– ¡Dios, ayúdanooos! -escuchó como a través de algodón, paralizado por el dolor y la debilidad-. ¡Refuerzooos! ¡Refuerzooos!