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– ¡Refuerzos, Reinmar! -gritó, agitándolo, Scharley-. ¡Refuerzos! ¡Estamos vivos!

Se puso a cuatro patas. El mundo seguía bailando y fluyendo ante sus ojos. Pero el hecho de que estaban vivos no pasaba desapercibido. Entrecerró los ojos.

Gritos y tintineos llegaban desde el campo de batalla, los sanjuanistas y los acorazados de los Haugwitz se las veían con los refuerzos recién llegados, que llevaban armadura completa. La lucha no duró mucho: el camino, desde el oeste, retumbaba bajo los cascos de los jinetes de Brázda, gritando a todo pulmón; detrás de ellos, gritando aún más fuerte, corría la infantería husita, con sus mayales en alto. Al ver esto, los sanjuanistas y la gente de Haugwitz dieron la espalda, se apresuraron hacia el bosque individualmente o en grupitos. Los refuerzos los persiguieron de cerca, atacando y golpeando sin piedad, hasta que el eco se perdió entre las colinas.

Reynevan se sentó. Se masajeó la cabeza y las sienes. Estaba completamente cubierto de sangre, pero, por lo que parecía, entero. No lejos, aún con su pavés en la mano, estaba sentado, apoyado en un carro, Sansón Mieles, con la cabeza sangrante, densas gotas le caían por la oreja hasta el hombro. Algunos husitas se retorcían en el suelo. Uno lloraba. Otro vomitó. Uno, sujetando en los dientes unas riendas, intentaba detener la sangre que le brotaba del muñón de una mano mutilada.

– Estamos vivos -repitió Scharley-. ¡Estamos vivos! ¡Eh, Halada, escuch…!

Se detuvo. Halada no escuchaba. Ya no podía escuchar.

Brázda de Klinstejn se acercó a los carros, se acercaron los de las armaduras que habían venido con los refuerzos. Aunque roncos y encendidos a causa de la pelea, enmudecieron y se quedaron callados cuando bajo los cascos de los caballos empezó a chapotear un barro sangriento. Brázda valoró de un vistazo la matanza, miró a los ojos glaucos de Halada, nada dijo.

El cabecilla de los acorazados del refuerzo contempló a Reynevan con el ceño fruncido. Estaba claro que hacía esfuerzos por recordar. Reynevan lo había reconocido al instante y no sólo por la rosa en el escudo: era el raubritter de Kromolin, el protector de Tybald Raab, el polaco Blazej Poraj Jakubowski.

El husita que estaba llorando puso la cabeza sobre el pecho y murió. En silencio.

– Extraño -dijo por fin Jakubowski-. Mirad a esos tres. Ni siquiera están demasiado maltratados. ¡Vaya unos putos suertudos! O puede que algún demonio cuide de ellos.

No los reconoció. Tampoco era esto nada extraño.

Aunque apenas se tenía en pie, Reynevan se puso al instante a ocuparse de los heridos. Para entonces la infantería husita ya había dado cuenta de los sanjuanistas y los lanceros de Haugwitz y los estaba desarmando. Se extraía a los muertos de las armaduras, ya habían comenzado las peleas, se arrancaban los unos a los otros las mejores armas y las armaduras más preciadas, se echaba mano a las bolsas de los caídos.

Uno de los caballeros que yacía bajo un carro, en apariencia muerto como los otros, se movió de pronto, sus armas chirriaron, gimió desde lo profundo de su yelmo. Reynevan se acercó, se arrodilló, le levantó la visera. Se miraron largo rato a los ojos.

– Venga… -gimió el caballero-. Remátame, hereje. Me mataste a mi hermano, mátame a mí también. Y que te trague el infierno…

– Wolfher Sterz.

– Así te mueras, Reynevan Bielau.

Se acercaron dos husitas con los cuchillos ensangrentados. Sansón se levantó y les cortó el paso, y en sus ojos había algo que hizo que los husitas se retiraran a toda prisa.

– Remátame -repitió Wolfher Sterz-. ¡Vómito del diablo! ¿A qué esperas?

– No maté a Niklas -dijo Reynevan-. Bien lo sabes. Aún no estoy seguro del papel que vosotros tenéis en la muerte de Peterlin. Mas has de saber, Sterz, que volveré. Y castigaré a los culpables. Entérate de ello y cuéntaselo a los otros. Reinmar de Bielau volverá a Silesia. Y exigirá que se arreglen las cuentas. Por todo.

El rostro de Wolfher, que estaba tenso, se relajó, se sosegó. Sterz se había hecho el valiente, pero sólo entonces comprendió que tenía una posibilidad de sobrevivir. Pese a ello no dijo palabra, volvió la cabeza.

La caballería de Brázda volvió después de la persecución y de haber hecho un reconocimiento. Espoleados por los jefes, la infantería dejó de saquear a los caídos y se puso en formación de marcha. Se acercó Scharley con tres caballos.

– Nos vamos -dijo-. Sansón, ¿puedes cabalgar?

– Puedo.

Sin embargo se fueron sólo al cabo de una hora. Dejando a sus espaldas la pétrea cruz penitencial, una de los muchos recordatorios de crimen y tardío remordimiento que había en Silesia. Ahora, aparte de la cruz, el cruce era también un cementerio, en el que estaban enterrados Oldrich Halada y veinticuatro husitas, Huérfanos de Hradec Králové. En el cementerio, Sansón había clavado un pavés. Con una hostia radiante y un cáliz.

Y con una leyenda: BÙH PÁN NÁS.

El ejército de Ambrós marchaba hacia el oeste, hacia Broumovo, dejando detrás de ellos un ancho cinturón de huellas de ruedas y de barro amasado por las botas. Reynevan se giró en la silla, miró hacia atrás.

– Volveré aquí -dijo.

– Eso es lo que me temía -suspiró Scharley-. Eso es lo que me temía, Reynevan. Que eso era precisamente lo que ibas a decir. ¿Sansón?

– ¿Sí?

– Murmuras por lo bajo y para colmo en italiano, de modo que, imagino, se trata otra vez de Dante Alighieri.

– Bien imaginas.

– ¿Y seguro que algún fragmento acorde con nuestra situación? ¿Con la dirección a la que nos dirigimos?

– Ciertamente.

– Humm… Fuor de la queta… Vamos pues, según tú. ¿Soy demasiado exigente si te pido una traducción?

– No lo eres.

Lejos del aura tranquila hacia la que tiembla;

y voy a una parte donde nada brilla.

En la falda occidental del monte Goliniec, en un lugar desde el que se veía todo el valle y el ejército en marcha, se posó un gran treparriscos sobre la rama de un pino, las agujas cayeron sobre la nieve. El treparriscos giró la cabeza, su ojo inmóvil parecía mirar a alguno de los que iban en la marcha.

El treparriscos debió de ver por fin lo que buscaba, porque abrió el pico y graznó, y en aquel graznido había un reto. Y una mortal amenaza.

Las montañas se hundieron en el sfumato turbio de un día nublado de invierno.

La nieve comenzó a caer de nuevo. Cubriendo las huellas.

Fin del Tomo Primero

Notas

Porque, ¿cómo queréis vos que no me tenga confuso el qué dirá el antiguo legislador que llaman vulgo cuando vea que, al cabo de tantos años como ha que duermo en el silencio del olvido, salgo ahora, con todos mis años a cuestas, con una leyenda seca como un esparto, ajena de invención, menguada de estilo, pobre de concetos y falta de toda erudición y doctrina; sin acotaciones en las márgenes y sin anotaciones en el fin del libro, como veo que están otros libros, aunque sean fabulosos y profanos, tan llenos de sentencias de Aristóteles, de Platón y de toda la caterva de filósofos, que admiran a los leyentes, y tienen a sus autores por hombres leídos, eruditos y elocuentes? ¡Pues qué, cuando citan la Divina Escritura! No dirán sino que son unos santos Tomases y otros doctores de la Iglesia; guardando en esto un decoro tan ingenioso que en un renglón han pintado un enamorado distraído y en otro hacen un sermoncico cristiano, que es un contento y un regalo oílle o leelle. De todo esto ha de carecer mi libro, porque ni tengo qué acotar en el margen, ni qué anotar en el fin, ni menos sé qué autores sigo en él, para ponerlos al principio, como hacen todos, por las letras del ABC, comenzando en Aristóteles y acabando en Xenofonte y en Zoilo o Zeuxis, aunque fue maldiciente el uno y pintor el otro.