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Hacía poco que las campanas habían sonado también en las torres de las iglesias de Santa María y del Corpus Christi. Sin embargo, no se veían aquellas torres desde la ventanilla de la camareta situada en el sotecho de la edificación de madera que, como un nido de golondrina, estaba pegada al complejo del hospicio y monasterio de los agustinos.

Era la hora sexta. Los monjes comenzaron con su Deus in adjutorium. Reinmar de Bielau, llamado por sus amigos Reynevan, besó la sudorosa clavícula de Adela von Sterz, se liberó de su abrazo y se tumbó junto a ella, jadeando, sobre una sábana cálida de amor.

Del otro lado de la pared, de la dirección de la calle del Monasterio, les llegaban gritos, el traqueteo de los carros, el sordo golpeteo de barriles vacíos, el musical tintineo de las vajillas de cinc y cobre. Era miércoles, día de mercado, algo que, como de costumbre, arrastraba a Olesnica a muchos mercaderes y mercadores.

Memento, salutis auctor

quod nostri quondam corporis,

ex illibata virgine

nascendo, formam sumpseris.

Maria mater gratiae,

mater misericordiae,

tu nos ab hoste protege,

et hora mortis suscipe…

Ya cantan el himno, pensó Reynevan, abrazando a Adela con un perezoso movimiento. Adela, procedente de la lejana Borgoña, era la mujer del caballero Gelfrad von Sterz. Ya suena el himno. Es increíble cuan rápido pasan los instantes de felicidad. Se querría que duraran eternamente y sin embargo desaparecen como un sueño pasajero…

– Reynevan… Mon amour… Mi muchacho divino… -Adela interrumpió ávida y anhelante sus reflexiones soñolientas. También ella era consciente del paso del tiempo, pero a todas luces no pensaba en perderlo en cavilaciones filosóficas.

Adela estaba completa, total y absolutamente desnuda.

En fin, cada país tiene sus costumbres, pensó Reynevan, es interesante conocer el mundo y sus gentes. Las silesias y las alemanas, por ejemplo, cuando se llega a algo, nunca permiten que se les levante la camisa más arriba del ombligo. Las polacas y las checas se la levantan ellas mismas y con ganas, por encima de los pechos, pero por nada del mundo se las quitarían del todo. Las borgoñonas por el contrario, ¡oh! Éstas al momento se quitan todo, su sangre caliente no soporta ver ni un trapillo sobre la piel durante las faenas amorosas. Ah, qué alegría conocer el mundo. Hermosa debe de ser Borgoña. Hermoso debe de ser su paisaje. Altas montañas… Colinas empinadas… Valles…

– Ah, aaaah, mon amour -jadeó Adela von Sterz, entregando todo su paisaje borgoñés a las manos de Reynevan.

Reynevan, dicho entre nosotros, tenía veintitrés años y del mundo había conocido más bien poco. Conocía a unas pocas checas, todavía menos silesias y alemanas, una polaca, una gitana y, si se trataba de otras nacionalidades, sólo una vez una húngara le había dado calabazas. Sus experiencias amorosas, aunque con buen comienzo, no se podían considerar impresionantes en ningún caso. De hecho, y hablando sinceramente, resultaban bastante míseras tanto en lo cuantitativo como en lo cualitativo. Mas en cualquier caso, llenaban de orgullo y vanidad al mancebo. Reynevan, como todo jovenzuelo bullente de testosterona, se tenía a sí mismo por gran seductor y experto en amores, para el que el género femenino carecía de secreto alguno. La verdad era que las once citas que había tenido hasta entonces con Adela von Sterz le habían enseñado a Reynevan más sobre el ars amandi que los tres años que había estudiado en Praga. Sin embargo, Reynevan no se había dado cuenta de que era Adela la que le estaba enseñando, se sentía seguro de que se trataba de su talento innato.

Ad te levavi oculos meos

qui habitas in caelis

ecce sicut oculi servorum

ad manum dominorum suorum.

Sicut oculi ancillae in manibus dominae suae

ita oculi nostri ad Dominum Deum nostrum,

donec misereatur nostri

miserere nostri Domine…

Adela agarró a Reynevan por el cuello y lo atrajo hacia sí. Reynevan, aferró lo que había que aferrar y le hizo el amor. Le hizo el amor con fuerza y pasión y -por si aquello fuera poco- le susurró al oído promesas de amor. Era feliz. Muy feliz.

La felicidad que lo embargaba en aquel momento se la debía Reynevan -indirectamente, ha de entenderse- a un santo del Señor. Esto había sido así:

Sintiendo arrepentimiento por algún pecado conocido sólo por él mismo y su confesor, el caballero silesio Gelfrad von Sterz había hecho la promesa de peregrinar a la tumba del apóstol Santiago. Mas en el camino cambió de planes. Resolvió que Compostela estaba decididamente demasiado lejos y que al fin y al cabo San Gil tampoco era moco de pavo, así que bastaba con una peregrinación a Saint Gilíes. Mas tampoco le fue dado a Gelfrad llegarse hasta Saint Gilíes. No llegó más que hasta Dijon, donde por casualidad conoció a una borgoñona de dieciséis años, la hermosa Adela de Beauvoisin. Adela, que hechizó hasta las orejas a Gelfrad, era huérfana, tenía dos hermanos libertinos y calaveras, los cuales sin parpadear siquiera dieron la hermana en matrimonio al caballero silesio. Aunque para los hermanos Silesia estaba situada allá entre el Tigris y el Eufrates, Sterz era a sus ojos el cuñado ideal, aparte de que no se peleó especialmente por la dote. De esta forma acabó la borgoñona en Heinrichsdorf, aldea cercana a Ziebice, que Gelfrad había recibido como herencia. Y en Ziebice, ya como Adela von Sterz, le cayó en gracia a Reynevan. Y viceversa.

– ¡Aaaaah! -gritaba Adela von Sterz, colocando sus piernas en la espalda de Reynevan-. ¡Aaaaa-aaah!

Jamás se habría llegado a aquel aaaahr, todo se habría limitado a lanzarse miraditas y gestos disimulados, si no hubiera sido por un tercer santo, Jorge precisamente. Pues por San Jorge maldecía y juraba Gelfrad von Sterz, tal y como el resto de los cruzados que se unieron en el año de 1422 a alguna de las muchas cruzadas antihusitas organizadas por el elector de Brandenburgo y el margrave de Meissen. Los cruzados no se apuntaron en aquella ocasión grandes éxitos: entraron en Bohemia y salieron de allí muy deprisa, sin arriesgarse para nada a luchar contra los husitas. Pero aunque lucha no hubo, víctimas sí, y una de ellas resultó ser precisamente Gelfrad, quien se cayó del caballo y se rompió una pierna de forma bastante grave, y ahora, por lo que se desprendía de las cartas enviadas a la familia, estaba curándose en algún lugar de la Pleissenland. Adela, por su parte, que estaba por entonces de Rodríguez, viviendo precisamente en casa de la familia del marido en Bierutów, podía encontrarse sin obstáculo alguno con Reynevan en la camareta del complejo del monasterio de los agustinos de Olesnica, junto a la que Reynevan tenía su laboratorio.

Los monjes de la iglesia del Corpus Christi comenzaron a cantar el segundo de los tres salmos previstos para la sexta. Hay que darse prisa, pensó Reynevan. En el capitulum, como mucho en el Kyñe, ni un segundo después, Adela debe desaparecer del terreno del hospicio. Nadie debe verla aquí.

Benedictus Dominus

qui non dedit nos

in captionem dentibus eorum.

Anima nostra sicut passer erepta est

de laqueo venantium…

Reynevan besó a Adela en el muslo, luego, inspirado por el canto de los monjes, llenó con fuerza los pulmones de aire y se sumergió en las flores de la alheña y el nardo, del azafrán, en el perfume de la caña de azúcar y de la canela, de la mirra y el áloe y de todas las hierbas aromáticas. Adela, en tensión, extendió los brazos y clavó sus dedos en los cabellos de él, espoleando con delicados movimientos su iniciativa bíblica.