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– Oh, oooh… Mon amour… Mon magiríen… Mi muchacho divino… Hechicero…

Qui confidunt in Domino, sicut mons Sion

non commovebitur in aeternum,

qui habitat in Hierusalem…

Ya es el tercer salmo, pensó Reynevan. Cuan volátiles son los momentos de felicidad…

– Reverteré -murmuró, poniéndose de rodillas-. Date la vuelta, date la vuelta, Sulamita.

Adela se dio la vuelta, se arrodilló y se inclinó, agarrando con fuerza el cabecero de madera de tilo y presentando a Reynevan toda la brillante belleza de su reverso. Afrodita Kallipygos, pensó él, acercándose. Las referencias a la antigüedad junto con la vista erótica provocaron que se acercara a ella un poco como el mencionado San Jorge, cargando con la lanza en ristre contra el dragón de Silena. Se arrodilló detrás de Adela como el rey Salomón tras el trono de cedro del Líbano, con ambas manos aferró las viñas de Engadda.

– A una yegua en el tiro del faraón, amiga mía, te comparo -le susurró, inclinado sobre su cuello, el cual era para él tan hermoso como la torre de David.

Y la comparó. Adela gritó con los dientes apretados. Reynevan deslizó lentamente las manos por sus costados bañados de sudor hacia arriba, subió por la palma y se apoderó de las ramas de sus colgantes frutos. La borgoñona echó la cabeza hacia atrás como una yegua antes de dar el salto sobre un obstáculo.

Quia non relinquet Dominus virgam peccatorum,

super sortem iustorum

ut non extendant iusti

ad iniquitatem manus suas…

Los pechos de Adela saltaban bajo las manos de Reynevan como una pareja de gacelas gemelas. Él depositó una mano sobre su racimo de granadas.

– Dúo… ubera tua -jadeó Reynevan- sicut dúo… hinuli capreae gemelli… qui pascuntur… in liliis… Umbüicus tuus cráter… tomatüis nunquam… indigenspoculis… Ventertuus… sicut acervus… tritici valJatus liliis…

– Ah… aaah… aaah… -contrapunteó la borgoñona, que no sabía latín.

Gloria Patri, et Filio et Spiritui Sancto.

Sicut erat in principio, et nunc, et semper

et in saecula saeculorum, amen.

Alleluia!

Los monjes cantaban. Y Reynevan, besando el cuello de Adela von Sterz, fuera de sí, embriagado, corriendo por los montes, saltando por las colinas, saliens in montibus, transiliens colles, era para la amada como un joven ciervo en las montañas de bálsamo. Super montes aromatum.

Las puertas, al ser golpeadas, se abrieron con un chasquido y con tal ímpetu que el pomo se salió de su sitio y voló por la ventana como un meteoro. Adela lanzó un grito agudo y penetrante. Y a la camareta entraron los hermanos Von Sterz. Enseguida se daba uno cuenta de que no se trataba de una visita amistosa.

Reynevan saltó de la cama, separado por ella de los intrusos tomó su ropa e intentó vestirse a toda prisa. Lo consiguió en cierta medida, sobre todo porque el ataque frontal de los hermanos Sterz se dirigió a la cuñada.

– ¡So puta! -bramó Morold von Sterz, arrancando a la desnuda Adela de la cama-. ¡Sucia puta!

– ¡Viciosa inmoral! -le acompañó Wittich, su hermano mayor. Wolfher, por su parte, el hermano mayor después de Gelfrad, no abrió siquiera la boca, la pura rabia le había privado de palabra. Tomó impulso y golpeó a Adela en el rostro. La borgoñona chilló. Wolfher repitió, esta vez por el lado contrario.

– ¡No te atrevas a golpearla, Sterz! -gritó Reynevan, y la voz se le quebró y vaciló a causa de la excitación y de un sentimiento paralizante de impotencia que tenía su origen en el pantalón sólo a medias vestido-. No te atrevas, ¿me oyes?

El grito obtuvo resultado, si bien no del todo el deseado. Wolfher y Wittich, olvidando por un instante a la cuñada infiel, se echaron sobre Reynevan. Una tormenta de puñetazos y patadas cayó sobre el muchacho. Éste se dobló ante los golpes, en lugar de defenderse o protegerse continuó tozudo tirando de los pantalones, como si no fueran pantalones sino alguna armadura mágica capaz de protegerlo y defenderlo de las heridas, la hechizada coraza de un Astolfo o de un Amadís de Gaula. Con el rabillo del ojo distinguió cómo Wittich sacaba un cuchillo. Adela gritó.

– ¡Déjalo! -le gritó Wolfher al hermano-. ¡Aquí no!

Reynevan consiguió ponerse de rodillas. Wittich, rabioso y pálido de cólera, saltó sobre él y le asestó un puñetazo, arrojándolo de nuevo al suelo. Adela lanzó un grito penetrante, el grito se interrumpió cuando Morold la golpeó en el rostro y la arrastró por los cabellos.

– ¡No os atreváis… -balbuceó Reynevan-… a golpearla, bergantes!

– ¡Hideputa! -aulló Wittich-. ¡Espera un segundo!

Saltó, lo golpeó, lo pateó una, dos veces. Wolfher lo detuvo antes de la tercera.

– Aquí no -repitió con serenidad, y era aquélla una serenidad maligna-. A la calle con él. Nos lo llevamos a Bierutów. A la puta también.

– ¡Soy inocente! -chilló Adela von Sterz-. ¡Él me ha hechizado! ¡Me embrujó! ¡Es un hechicero! Le sorcier. Le diab…

Morold interrumpió el discurso, la hizo callar con un golpe.

– ¡Calla, mozcorra! -ladró-. Ya te daremos nosotros razones para gritar. Espera un tanto y verás.

– ¡No os atreváis a tocarla! -gritó Reynevan.

– ¡Y a ti también -añadió Wolfher con su amenazadora calma- te las daremos, gallito! Venga, al patio con ellos.

El camino desde el sotecho conducía por unas escaleras muy empinadas. Los hermanos Von Sterz empujaron a Reynevan escalera abajo, el muchacho cayó sobre la base, arrastrando consigo parte de la balaustrada de madera. Antes de que consiguiera incorporarse lo agarraron de nuevo y lo echaron directamente al patio, sobre la arena decorada con montoncitos humeantes de estiércol de caballo.

– Vaya, vaya, vaya -dijo Niklas Sterz, el más joven de los hermanos, apenas un mocoso, que estaba sujetando a los caballos-. Pero, ¿quién nos ha caído aquí? ¿Si no es Reinmar Bielau?

– El listillo instruido de Bielau -bufó, de pie junto a Reynevan, que estaba retorciéndose en la arena, Jens von Knobelsdorf, llamado el Buho, padrino y pariente de los Sterz-. ¡El listillo charlatán de Bielau!

– ¡El poeta de mierda! -añadió Dieter Haxt, otro de los amigos de la familia-. ¡Un puñetero Abelardo!

– Y para demostrarle que también nosotros hemos leído -dijo Wolfher bajando por las escaleras-, le vamos a hacer a él lo mismo que a Abelardo cuando lo atraparon con Eloísa. Exactamente lo mismo. ¿Qué, Bielau? ¿Te hace gracia ser un capón?

– ¡Que te jodan, Sterz!

– ¿Qué? ¿Qué? -Aunque parecía imposible, Wolfher Sterz palideció aún más-. ¿El gallito todavía se atreve a abrir el pico? ¿Se atreve a piar? ¡Dame el vergajo, Jens!

– ¡No te atrevas a golpearlo! -se le escapó de modo completamente inesperado a Adela, quien ya estaba vestida, aunque no del todo-. ¡No te atrevas! ¡Porque le contaré a todo el mundo quién eres! ¡Que tú mismo intentaste seducirme, me toqueteaste y querías que me entregara a la lujuria! ¡A espaldas de tu hermano! ¡Que me juraste venganza cuando te rechacé! Por eso ahora estás tan… tan…

Le faltaron entonces palabras en alemán, así que toda la tirada se fue al garete. Wolfher tan sólo sonrió.

– ¡Te voy a…! -se burló-. Como si alguien fuera a escuchar a una puta francesa y calentorra. ¡El vergajo, Buho!