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De pronto el patio se llenó con el negro del hábito de los agustinos.

– ¿Qué es lo que pasa aquí? -gritó el venerable prior Erasmo Steinkeller, un viejecillo delgado y muy cetrino-. ¿Qué es lo que estáis haciendo, cristianos?

– ¡Largo de aquí! -gritó Wolfher, haciendo restallar el vergajo-. ¡Largo, idiotas rasurados, al breviario, a la oración! ¡No os mezcléis en asuntos de caballeros porque lo lamentaréis, trapos negros!

– Señor -el prior unió unas manos cubiertas de manchas parduzcas-, perdónalo porque no sabe lo que hace. In nomine Patris, et Filii…

– ¡Morold, Wittich! -aulló Wolfher-. ¡Traed el palo! ¡Jens, Dieter, amarrad aquí al bellaco!

– ¿Y no podríamos -frunció el ceño Stefan Rotkirch, otro amigo de la casa que hasta entonces se había mantenido en silencio- arrastrarlo un poquillo con el caballo?

– Podría ser. ¡Pero primero lo voy a azotar!

Alzó la mano para golpearlo con el vergajo, pero el golpe no cayó porque el hermano Inocente le había sujetado el brazo. El hermano Inocente era de buena estatura y porte parecido, lo que se dejaba translucir incluso pese a su humilde postura monacal. Su presa inmovilizó el brazo de Wolfher como si fuera una tenaza de hierro.

El Sterz maldijo en abundancia, se arrancó de la presa y le asestó un golpe al monje. Pero igual podría haber golpeado la torre del homenaje del castillo de Olesnica. El hermano Inocente, al que sus confráteres llamaba «hermano Insolente», ni siquiera tembló. Pero de inmediato se tomó revancha con un golpe que lanzó a Wolfher por medio patio y lo derribó sobre un montón de estiércol.

Reinó el silencio durante un instante. Y luego todos se lanzaron sobre el enorme monje. El Buho, el primero que se acercó, recibió un golpe en los dientes y cayó rodando por la arena. Morold Sterz, con un golpe en la oreja, se echó a un lado con la mirada perdida. Los otros rodearon al agustino como hormigas. La gran figura de hábito negro desapareció por completo bajo los golpes y las patadas. El hermano Insolente, aunque recibiera muchos porrazos, se tomó también su revancha, y ello de forma harto poco cristiana, totalmente en contra de las pacíficas reglas de San Agustín.

El anciano prior perdió los nervios al ver aquello. Enrojeció como una cereza, rugió como un león y se lanzó al caos de la lucha repartiendo a diestro y siniestro fieros golpes con su crucifijo de palisandro.

– Pax! -gritaba, mientras golpeaba-. Pax vobiscum! ¡Amad al prójimo! Proximum tuum! Sicut te ipsum! ¡Hijos de puta!

Dieter Haxt lo calló de un puñetazo. El anciano cayó con los pies para arriba, sus sandalias volaron por el aire, dibujando una pintoresca trayectoria sobre el espacio. Los agustinos gritaron, algunos no resistieron y se lanzaron a la lucha. En el patio se formó un barullo de cuidado.

Wolfher Sterz, que había sido expulsado de la barahúnda, tomó su espadín e hizo un molinete: parecía que iba a haber derramamiento de sangre. Pero Reynevan, que ya había conseguido incorporarse, le asestó en la nuca con el mango del vergajo que había recogido del suelo. El Sterz se aferró la cabeza y se dio la vuelta, entonces Reynevan tomó impulso y le cruzó la cara con el palo. Wolfher cayó. Reynevan se lanzó a por el caballo.

– ¡Adela! ¡Aquí! ¡A mí!

Adela ni siquiera se inmutó y la indiferencia que se dibujó en su rostro era asombrosa. Reynevan saltó sobre la silla. El caballo relinchó y bailoteó.

– ¡Adeeelaaa!

Morold, Wittich, Haxt y el Buho ya corrían hacia él. Reynevan hizo dar la vuelta al caballo, lanzó un silbido penetrante y se echó al galope en dirección al portalón.

– ¡Tras él! -gritó Wolfher Sterz-. ¡A los caballos y tras él!

La primera intención de Reynevan fue huir en dirección a la puerta de Santa María y más allá, fuera de la ciudad, hacia los bosques de Spahlitz. Sin embargo, resultó que la calle de la Vaca, en dirección a la puerta, estaba completamente taponada por carros. Para colmo, el caballo ajeno, espoleado y espantado por los gritos, mostró una iniciativa propia excesiva, a resultas de lo cual, antes de que Reynevan se diera cuenta, se encontraba galopando en dirección al mercado, salpicando de barro a los paseantes y dispersándolos. No tuvo que darse la vuelta para saber que le iban pisando los talones. Oía el golpeteo de los cascos, los relinchos de los caballos, los gritos furiosos de los Sterz y los aullidos rabiosos de los peatones atropellados.

Azuzó al caballo dándole con los talones en los flancos. En su galope golpeó a un panadero que llevaba una cesta, panes, bollos y hogazas cayeron como granizo sobre el barro en el que al cabo de un instante los aplastaron los cascos de los Sterz. Reynevan ni siquiera miró hacia atrás, más que lo que iba dejando atrás le interesaba lo que tenía por delante y ante él crecía a ojos vista un carro cargado hasta arriba de ramas secas. El carro tenía atascada casi toda la calleja y en el espacio que no ocupaba se arremolinaba un grupo de crios medio desnudos ocupados en extraer del estiércol algo increíblemente interesante.

– ¡Te tenemos, Bielau! -gritó a sus espaldas Wolfher Sterz, viendo también lo que había en el camino.

El caballo galopaba de tal modo que no había posibilidad de pararlo. Reynevan se aferró a la crin y cerró los ojos. Gracias a ello no vio cómo los niños medio desnudos se esfumaban con la gracia y la rapidez de las ratas. Como no miró hacia atrás, tampoco pudo ver cómo el campesino vestido con una piel de carnero que tiraba del carro, un tanto estupefacto, hacía girar a la vez el eje y el carro. No vio tampoco cómo los Sterz se empotraban contra él. Ni cómo Jens Knobelsdorf volaba de la silla y barría consigo la mitad de las ramas cargadas en el carro.

Reynevan cabalgó por la calle de San Juan, entre el ayuntamiento y la casa del alcalde y entró a toda velocidad en la enorme Plaza Mayor de Olesnica. El problema era que la plaza, aunque enorme, estaba llena de gente. Y estalló el pandemónium. Tomando la dirección hacia la fachada sur de la plaza, hacia la torre rechoncha y cuadrada que se alzaba sobre la puerta de Olawa, Reynevan galopó entre la gente, los caballos, los bueyes, los cerdos, los carros y los puestecillos, dejando tras de sí una estampa como el campo después de una batalla. La gente gritaba, aullaba y maldecía, el ganado bramaba, los puercos chillaban, se desplomaban los mostradores y las banquetas y de ellos caían, como una nevada, los objetos más diversos: cacerolas, cuencos, cubas, hachas, hurgones, nasas de pescador, pieles de oveja, gorros de fieltro, cucharas de madera de tilo, velas de sebo, trapos de líber y gallos de barro con pito. También en forma de lluvia iban cayendo los productos de alimentación: huevos, quesos, horneados, guisantes, alforfón, zanahorias, rábanos, cebollas y hasta cangrejos vivos. Nubes de plumas volaron por el aire, seguidas por los diferentes sonidos emitidos por las más diversas aves. Los Sterz, que seguían pisando los talones a Reynevan, completaron la obra de destrucción.

Asustado por un ganso que le revoloteó junto a los ollares, el caballo de Reynevan se revolvió y se estampó contra un puesto de pescado, destrozando las cajas y derribando los barriles. El pescadero enfadado tomó impulso y golpeó con una manga para el pescado, fallando a Reynevan pero acertando al caballo en las ancas. El caballo relinchó y se lanzó a un lado, volcando un puesto ambulante de hilos y cintas, durante unos segundos bailó en el sitio, chapoteando en una masa plateada y apestosa de albures, bremas y carasios, mezclados con una feria de bobinas de colores. Reynevan no se cayó de milagro. Con el rabillo del ojo vio cómo la mercadera de hilos corría hacia él con una gran hacha, sólo Dios sabía para lo que podría servir en el trato de hiladurías. Escupió unas plumas de ganso que se le habían pegado a los labios, controló el caballo y galopó hacia la calle de las Carnicerías, porque sabía que desde allí la puerta de Olawa estaba a un paso.