– Ceñes.
– No seas crío, Reinmar, no te dejes embaucar -dijo Scharley tranquilamente-. No dejes que te engañe. Se está burlando de nosotros. Finge. Se hace como si fuera un diablo invocado casualmente por la fuerza de nuestros exorcismos. Un demonio llamado del trasmundo y aprisionado en la envoltura corporal de Sansón Comemieles, idiota monacal. Finge ser el inclús que nuestros hechizos liberaran de la joya, el djinn liberado de su lámpara. ¿Qué más me he olvidado de mencionar, recién llegado? ¿Qué eres? ¿Quién eres? ¿El rey Arturo volviendo de Avalón? ¿Ogier, el danés? ¿Barbarroja llegando de Kyffhausen? ¿El Judío Errante?
– ¿Por qué te has parado? -Sansón cruzó sus poderosos antebrazos sobre el pecho-. Al fin y al cabo tú, en tu inmensa sabiduría, sabes quién soy.
– Certes. -Scharley se tomó la revancha en cuestión de acentos-. Lo sé. Mas tú fuiste, hermano, quien vino a nuestro vivaque y no al revés. Por eso tú eres quien ha de presentarse. Sin esperar a que te desenmascaren.
– Scharley. -Reynevan, muy serio, se entrometió-. Creo que dice la verdad. Lo invocamos con nuestros exorcismos. ¿Por qué no admites lo que es evidente? ¿Por qué no ves lo que está a la vista? ¿Por qué…?
– Porque -lo interrumpió el demérito-, al contrario que tú, no soy un ingenuo. Y sé perfectamente quién es él, cómo acabó en los benedictinos y lo que quiere de nosotros.
– ¿Entonces quién soy? -sonrió el gigante con una sonrisa que en absoluto era estúpida-. Revélamelo. Deprisa. Antes de que estalle de curiosidad.
– Eres un prófugo, Sansón el Mieles. Un fugitivo. A tenor de los coloquialismos, con toda seguridad, un cura desertor. Te escondiste en el monasterio para escapar de la persecución, fingiendo ser un idiota, en lo que, con perdón, bastante te ayudó tu apariencia. Idiota evidentemente no eres, al punto te diste cuenta de quiénes éramos… o más bien de quién era yo. No pusiste tu oreja en vano. Querías huir a Hungría, sabías que en solitario sería difícil. Nuestra compañía, compañía de gentes hábiles y con mundo, es para ti un regalo del Cielo. Deseas unirte a nosotros. ¿Me equivoco?
– Sí, y mucho además. Y de hecho, en cada detalle. Excepto en uno: efectivamente me di cuenta enseguida de quién eras.
– Aja. -Scharley también se levantó-. Así que yo me equivoco y tú dices la verdad. En fin, sigamos, demuéstralo. Eres un ser sobrenatural, habitante del trasmundo, desde donde sin quererlo te trajimos con los exorcismos. Así que demuéstranos tu poder. Que tiemble la tierra. Que retumbe el trueno y brillen los relámpagos. Haz que el sol que se acaba de poner vuelva a salir. Que las ranas del pantano, en vez de croar, canten a coro el Lauda Sion Salvatorem.
– No puedo hacerlo. E incluso si pudiera, ¿me creerías?
– No -reconoció Scharley-. No soy crédulo por naturaleza. Y además dicen las Escrituras: no creáis a cualquier espíritu. Puesto que muchos falsos profetas ha habido sobre la faz de la tierra. En pocas palabras, un mentiroso le dijo a otro: ¡que me mientes!
– No me gusta -respondió el gigante con voz serena y delicada- que me llamen mentiroso.
– ¿Oh, de verdad? -El demérito bajó los brazos, se inclinó un tanto hacia delante-. ¿Y qué vas a hacer entonces? A mí, por ejemplo, no me gusta que nadie me mienta a la cara. Hasta tal punto, que alguna vez hube de romperle las narices al mentiroso.
– No lo intentes.
Aunque Scharley era más de una cabeza más bajo que Sansón, Reynevan no tuvo dudas de lo que iba a pasar. Lo sabía ya. Una patada en la espinilla, justo bajo la rodilla, al caer de rodillas le golpea desde arriba en la nariz, el hueso estalla con un crujido, la sangre riega sus ropas. Reynevan estaba tan seguro de aquel escenario, que su sorpresa no tuvo límites.
Si Scharley era rápido como una cobra, el gran Sansón era como una pitón que se movía con una agilidad asombrosa. Con una rapidísima contrapatada paró la patada, hábilmente bloqueó con el antebrazo los golpes de los puños. Y retrocedió. Scharley retrocedió también, le brillaban los dientes bajo el labio superior. Reynevan, sin saber él mismo por qué lo hacía, se interpuso entre ellos.
– ¡Paz! -extendió los brazos-. Pax! ¡Señores! ¿No os da vergüenza? ¡Comportaos como personas civilizadas!
– Peleas… -Scharley enderezó la figura-. Peleas como un dominico. Mas esto tan sólo confirma mi teoría. Y siguen sin gustarme los mentirosos.
– Puede -apuntó Reynevan- que diga la verdad, Scharley.
– ¿La verdad?
– La verdad. Ya ha habido antes casos así. Existen seres paralelos, invisibles… Seres astrales… Se puede comunicar con ellos, ha habido también… humm… casos de visitas.
– ¿Qué estás delirando, oh, esperanza de las casadas?
– No deliro. ¡Lo enseñaban en Praga! Se menciona en el Zokar, escribe acerca de ello Rábano Mauro en su De Universo. También Duns Scoto demuestra la existencia de un mundo espiritual paralelo. Según Duns Scoto, la materia prima puede existir sin forma física. El cuerpo humano sin espíritu no es más que la forma corporeitatis, forma imperfecta, que…
– Déjalo, Reinmar -lo interrumpió Scharley con un gesto de impaciencia-. Frena tu fervor. Pierdes a tu público. Por lo menos a uno. Parto pues, para, antes del sueño, aliviar mi vejiga entre los matojos. Será ésta, dicho sea de paso, actividad mil veces más provechosa que aquélla en la que estamos perdiendo el tiempo aquí.
– Se ha ido a aliviar -comentó el gigante al cabo-. Duns Scoto se estará revolviendo en su tumba, del mismo modo que Rábano Mauro y Moisés de León junto con el resto de los cabalistas. Si tales autoridades no lo convencen, ¿qué posibilidades tengo yo?
– Pocas -reconoció Reynevan-. Porque ciertamente tampoco has conseguido despejar mis dudas. Y no mucho haces por ello. ¿Quién eres? ¿De dónde has venido?
– Quien yo sea -respondió el coloso con serenidad-, no lo comprenderías. Ni de dónde vengo. Por su parte, el cómo me he encontrado precisamente aquí no lo comprendo yo mismo. Como dice el poeta: no sé cómo he llegado hasta estas tierras.
Io non so ben ridir com'i' v'intrai,
Tant'era pien di sonno a quel punto
Che la verace via abbandonai.
– Para ser un visitante de otro mundo -Reynevan controló su asombro-, no conoces mal las lenguas de los hombres. Y la poesía de Dante.
– Soy… -dijo Sansón al cabo de un instante de silencio-. Soy un vagabundo, Reinmar. Y los vagabundos saben mucho. Esto se llama: la sabiduría de los caminos recorridos, de los lugares visitados. No te puedo decir más. A cambio te diré quién es culpable de la muerte de tu hermano.
– ¿Qué? ¿Qué es lo que sabes? ¡Habla!
– No ahora, tengo que reflexionar otra vez sobre ello. Escuché tu relato. Y tengo ciertas sospechas.
– ¡Habla, por Dios!
– El secreto de la muerte de tu hermano está oculto en el documento quemado, aquél que sacaste del fuego. Intenta recordar qué había allí, fragmentos de frases, palabras, letras, cualquier cosa. Descifra el documento y yo te señalaré al culpable. Tómate esto como un servicio.
– ¿Y por qué me prestas este servicio? ¿Y qué esperas a cambio?
– Que me lo recompenses. Influyendo en Scharley.
– ¿De qué forma?
– Para deshacer lo que pasó, para poder volver a mi propia forma y a mi propio mundo, hay que repetir, tan preciso como sea posible, todo el exorcismo. Todo el proceder…
Lo interrumpió un salvaje aullido de lobo que surgió de la broza. Y el grito desesperado del demérito.
Ambos echaron a correr de inmediato, Sansón, pese a su tamaño, no se dejaba adelantar. Cayeron en la oscuridad de la espesura, orientándose por los gritos y el crujido de las ramas rotas. Y luego lo vieron.