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– ¡Te voy a cortar los güevos, Bielau! -gritó por detrás Wolfher Stertz-. ¡Te los voy a cortar y te los voy a meter por el gaznate!

– ¡Chúpame el culo!

Ya sólo le perseguían cuatro: los alterados mercaderes de la plaza habían arrancado a Rotkirch del caballo y le estaban atizando.

Reynevan cruzó como una flecha a través de una hilera de cerdos colgados boca abajo. Los carniceros salieron corriendo a toda prisa, pero pese a ello tumbó a uno que llevaba al hombro una enorme pata de buey. El derribado rodó junto con la pata debajo de los cascos del caballo de Wittich, su caballo se asustó y se puso de patas, el caballo de Wolfher le cayó por detrás. Wittich cayó de la silla directamente sobre una mesa de matanza, empotró la nariz en una masa de hígados, pulmones y ríñones, Wolfher le cayó encima. Un pie se le había quedado enganchado en el estribo, antes de liberarse fue derribando una buena parte de los tenderetes de carne y se embadurnó hasta las orejas de barro y sangre de animal.

Reynevan se agachó sobre el cuello del caballo y en el último minuto, consiguiendo pasar así bajo un rótulo de madera que llevaba pintada la cabeza de un cochinillo. A Dieter Haxt, que le rozaba los talones, no le dio tiempo ya a agacharse. La tabla con la silueta del sonriente cerdo lo golpeó en la frente con tanta fuerza que hasta se rompió. Dieter voló de la silla, cayó sobre un montón de desperdicios, espantando a los gatos. Reynevan miró hacia atrás. Ya sólo lo perseguía Niklas.

Salió del callejón de los carniceros a pleno galope y entró en una plaza en la que trabajaban los curtidores. Y cuando justo ante su nariz apareció de pronto un tendedero con pieles húmedas colgadas, detuvo al caballo y lo obligó a saltar. El caballo saltó. Y Reynevan no cayó. De nuevo de milagro.

Niklas no tuvo tanta suerte. Su caballo se negó a saltar sobre el tendedero, lo derribó, se resbaló entre el barro, los pedazos de carne y los restos de grasa. El menor de los Sterz salió disparado por encima de la cabeza del caballo. Con mucha, mucha mala suerte. La barriga y las axilas cayeron justo encima de una hoz que servía a los curtidores para cortar los restos de carne.

Al principio Niklas no comprendió qué era lo que había pasado. Se incorporó, se agarró al caballo, sólo cuando el rocín rebufó y retrocedió se le doblaron las piernas. Todavía sin saber lo que estaba pasando, el menor de los Sterz avanzó por el barro detrás del caballo que retrocedía y relinchaba con pánico. Por fin dejó caer las riendas e intentó levantarse. Se dio cuenta de que algo iba mal y miró hacia su barriga. Y gritó.

Estaba arrodillado en un charco de sangre que crecía rápidamente.

Se acercó Dieter Haxt, detuvo al caballo, bajó de un salto de la silla. Lo mismo hicieron al cabo Wolfher y Wittich Sterz.

Niklas se sentó pesadamente. Miró de nuevo su vientre. Gritó y luego se puso a llorar. Los ojos comenzaba a nublársele. La sangre que brotaba de él se mezclaba con la sangre de los bueyes y cerdos sacrificados allí por la mañana.

– ¡Niklaaas!

Niklas Sterz tosió, se atragantó. Y murió.

– ¡Estás muerto, Reynevan Bielau! -gritó en dirección a la puerta, pálido de rabia, Wolfher Sterz-. ¡Te atraparé, te mataré, te destruiré, te destrozaré junto con toda tu familia de víboras! ¿Me oyes?

Reynevan no lo oía. Entre el golpeteo de los cascos sobre las tablas de madera del puente, Reynevan salía en aquel preciso momento de Olesnica y se lanzaba a toda velocidad hacia la carretera de Wroclaw.

Capítulo segundo

En el cual el lector se entera de más cosas todavía acerca de Reynevan, y esto por las pláticas que sobre él mantienen diferentes personas, lo mismo bien intencionadas que estrictamente desafectas. Mientras tanto el propio Reynevan yerra por los bosques de Olesnica. El autor le escatima al lector la descripción del tal vagabundeo, por lo que al lector nolens volens no le queda más remedio que imaginárselo él mismo.

– Sentaos, sentaos a la mesa, señores -invitó Bartolomeo Sachs, burgomaestre de Olesnica, a los regidores-. ¿Qué he de mandar traer? De vinos, por ser francos, no tengo ninguno que pudiera impresionaros. Mas si se trata de cerveza, jo, jo, hoy mismo me han traído derechamente de Swidnica una admirable cerveza de barril, de primera, sacada de una bodega fría y honda.

– Cerveza entonces, señor Bartolomeo. -Juan Hofrichter, uno de los mercaderes más ricos de la ciudad, se restregó las manos-. Que ésta, la cerveza, es bebida nuestra, que los nobles y los señoritingos de diversa estirpe se atraganten con vino… Con perdón de vuesa merced…

– Nada, nada -sonrió el cura Jacobo von Gall, preboste de San Juan Evangelista-. Que yo no soy noble, sino párroco. Y el párroco, como por el nombre mismo se comprende, con los parroquianos ha de andar, así que tampoco a mí me está bien despreciar la cerveza. Y beber puedo, que ya he oficiado las vísperas.

Estaban sentados a una mesa en la sala grande del ayuntamiento, de bajos techos, sobriamente encalada, el lugar donde solían celebrarse las sesiones del cabildo. El burgomaestre en su silla de costumbre, de espaldas a la chimenea, el cura Gall junto a él, con el rostro hacia la ventana. Enfrente estaba sentado Hofrichter, junto a él Lukas Frydman, un conocido y acaudalado platero, vestido con un jubón guateado a la moda y un sombrero de terciopelo de ala ancha que portaba sobre una cabeza bien peinada, lo que le daba un aspecto de verdadero noble. El burgomaestre carraspeó y, sin esperar a que el servicio trajera la cerveza, comenzó.

– ¿Y qué es lo que tenemos aquí? -proclamó, cruzando las manos sobre una tripa de buen tamaño-. ¿Qué es lo que nos han preparado en esta nuestra villa los señores nobles caballeros? Una pelea en los agustinos. Caballos en, cómo se dice, persecución por las calles de la urbe. Un tumulto en la plaza, algunos maltratados, entre ellos un niño, de gravedad. Mercancías destrozadas, género despilfarrado. Unas notables pérdidas, cómo se dice, materiales, hasta bien entrada la tarde que se me metían aquí los mercatores et institores con sus exigencias de desagravios. Ciertamente, debiera haberlos mandado con tales pretensiones a casa de los señores Sterz, a Bierutów, Ledna y Sterzendorf.

– Mejor que no -le recomendó Juan Hofrichter con sequedad-. Aunque yo mismo sea de la opinión de que los señores caballeros últimamente han rebasado la medida, no se deben olvidar ni el origen de la cuestión ni los sus corolarios. Pues corolario, y bien trágico, es la muerte del joven Niklas de Sterz. Y el origen: la procacidad y el libertinaje. Los Sterz defendían el honor del hermano, persiguieron al bellaco que sedujera a la cuñada, ensuciara el lecho matrimonial. Cierto es que en su arrebato exageraron un tanto…

El mercader enmudeció al ver la significativa mirada del padre Jacobo. Porque cuando el padre Jacobo daba la señal con su mirada de querer hablar, se callaba hasta el burgomaestre. Jacobo Gall no sólo era el preboste de la parroquia local, sino al mismo tiempo secretario del príncipe de Olesnica y canónigo del capítulo de la catedral de Wroclaw.

– El adulterio es un pecado -dijo el cura, irguiendo su seca apostura detrás de la mesa-, el adulterio es también un delito. Pero el pecado lo castiga Dios y el delito la ley. No hay nada que justifique ni la justicia de propia mano ni los asesinatos.

– Precisamente, precisamente -cayó el burgomaestre en el credo, pero enmudeció al punto y se dedicó a la cerveza, que acababan de servir.

– Niklas Sterz, lo que nos duele infinito -añadió el padre Gall-, murió trágicamente, mas a consecuencia de un infortunado accidente. Cierto que si Wolfher y compañía hubieran alcanzado a Reinmar de Bielau, habriamos tenido que vernos en nuestra jurisdicción con una muerte. De hecho no es seguro que no lo hayamos de tener todavía. Recuerdo que el prior Steinkeller, el venerable anciano que fué terriblemente apaleado por los Sterz, yace sin sentido en los agustinos. Si acaso muriera de esta somanta, habría un problema. Para los Sterz, esencialmente.