– …y decía que en la iglesia, allá, en el altar, pues que no puede estar el cuerpo de Cristo en absoluto, pues y aunque Jesús fuera tan grande como, con perdón, una catedral, pues el cuerpo suyo no bastaría para todas las misas ésas, y que todo ello pues ya haría tiempo que los mismos curas se lo habrían trasegado. Así platicaba, con estas las mismas palabras, que me muera si miento, así Dios y la Santa Cruz me ayuden. Y si lo ponen en la hoguera y lo queman, con humildad pido que esas dos fanegas suyas cabe el río, pues que me las dieran a mí… Pues dícese que los servicios serán recompensados…
– … Dzierzka, viuda de Zbylut de Skalka, quien tras la muerte de su consorte se cambiara el apellido a De Wirsing, hízose cargo de las cuadras del difunto y anda tratando en caballos. ¿Es acaso honesto que una hembra se ocupe en tratos y mercaderías? ¿Que la competencia nos haga, es decir, a los honrados católicos? ¿Por qué a ella le va tan bien, eh? ¿Cuando a otros no? ¡Porque vende a los husitas de Bohemia! ¡A los heréticos!
– … no ha mucho en el Concilio de Siena aprobóse, y confirmáronlo luego los edictos reales, que todo comercio con los husitas bohemios está prohibido, que quien con los husitas mercadee ha de ser castigado en el cuerpo y en la hacienda. Hasta ese pagano polaco, Jagiello, castiga con infamia, destierro, pérdida de dignidades y privilegios a quien se las componga con los herejes y les despache plomo, armas, sal o viandas. ¿Y aquí en la Silesia? Los orgullosos señores mercaderes búrlanse de las prohibiciones. Dicen que la ganancia es lo importante y que por la ganancia hasta con el diablo se las entenderían. ¿Queréis nombres? Helos aquí: Tomasz Gernrode de Nysa. Nicolás Neumarkt de Swidnica. Hanusz Throst de Raciborz. El susodicho Throst, agrego, amas de ello, maldijo a los curas querellándolos de disolutos, muchos ha de haber testigos de ello, puesto que el hecho tuvo lugar en el lugar de Wroclaw, en la posada La Cabeza del Dauco, en la plaza de la Sal, vicésima prima MU, a horas tardías. Aja, que no lo olvide. También con los bohemios mercadea un tal Fabián Pfefferkorn de Niemodlin… aunque igual está ya muerto.
– … se dice: Urban Horn. Es bien conocido buscapleitos y peleador, hereje sin bautizar. ¡Un valdense! ¡Un begardo! Su madre era una begina, la quemaron en Swidnica, y antes de ello confesó en el potro sus sucias prácticas. Era ella Roth, Margarita Roth. Al tal Roth alias Horn lo vi yo en Strzelin con mis propios ojos. Llamaba a la revuelta y del mismo Papa se burlaba. Con él iba ese Reinmar von Bielau, sobrino de un tal Otto Beess, canónigo de San Juan Bautista. El uno monta tanto como el otro, sólo rebautizados y heréticos…
Anochecía ya cuando el último cliente abandonaba la iglesia de San Mateo. Treparriscos salió del confesionario, se persignó, le dio al barbado Cruzado de la Estrella un papel escrito.
– ¿El prior Dobeneck no se ha recompuesto todavía? -preguntó.
– Todavía no -le confirmó el hospitalario-. Continúa tendido por los sus males. De modo que, en la práctica, inquisidor a Sede Apostólica es Gregorio Hejncze. También dominico.
El hospitalario torció levemente los labios, como si apreciara en ellos un sabor desagradable. Treparriscos lo percibió. El hospitalario percibió que Treparriscos lo había percibido.
– Jovenzuelo es, el tal Hejncze -aclaró con cierta vacilación-. Formalista. Exige pruebas para cualquier cosa, no manda dar tormento a menudo. Muchas veces encuentra inocente al acusado y lo deja ir. Blando es de conducta.
– Vi huellas de hogueras en el paredón de San Adalberto.
– No más que dos hogueras. -El hospitalario se encogió de hombros-. En las últimas tres semanas. En tiempos del hermano Schwenckefeld, habría habido veinte. Ciertamente, a poco que esperemos, arderá una tercera. Su señoría atrapó a un hechicero. Parece ser que totalmente dado al diablo. Precisamente ahora está siendo sometido a doloroso tormento.
– ¿En los dominicos?
– En el ayuntamiento.
– ¿Hejncze también está allí?
– Para variar -el Cruzado formó una fea sonrisa-, sí.
– ¿Quién es ese hechicero?
– Zacarías Voigt, boticario.
– ¿Dices que en el ayuntamiento, hermano?
– En el ayuntamiento.
Gregorio Hejncze, en la práctica inquisitora Sede Apostólica specialitater deputatus en la diócesis de Wroclaw, era, ciertamente, un hombre muy joven. Treparriscos no le calculaba más de treinta años, lo que quería decir que eran coetáneos. Cuando Treparriscos entró en el sótano del ayuntamiento, el inquisidor estaba aforrándose. Con las mangas bien subidas, se servia con ganas directamente de una cazuela de gachas con tocino. A la luz de antorchas y velas la escena tenía un aspecto pintoresco y vistoso: el techo surcado por bóvedas, las severas paredes, la mesa de roble, el crucifijo, las velas rodeadas de festones de cera, la mancha blanca del hábito del dominico, el toque de color de la vajilla de barro, la falda y el manto de la muchacha del servicio. Todo componía una especie de miniatura de libro litúrgico, no faltaba más que el coloreado.
Sin embargo, estropeaban la atmósfera unos chillidos penetrantes y unos aullidos de dolor que surgían a intervalos regulares desde el más profundo subterráneo, cuya entrada, como si fuera la boca del infierno, estaba iluminada por el centelleo rojizo del fuego.
Treparriscos se detuvo ante las escaleras, esperó. El inquisidor comía. No se apresuró. Comió todo, hasta el fondo, rascó incluso con la cuchara lo que estaba requemado. Sólo entonces alzó la cabeza. Las cejas angulares, severas, peludas, sobre unos ojos astutos, le daban un aspecto de seriedad que hacía que pareciera mayor de lo que era.
– ¿Del obispo Conrado, cierto? -le reconoció-. Vuestra gracia es…
– Von Grellenort -le recordó Treparriscos.
– Por supuesto. -Con un lento movimiento de los dedos, Gregorio Hejncze apremió a la muchacha para que limpiara la mesa-. Birkart von Grellenort, hombre de confianza y consejero del obispo. Sentaos, por favor.
El torturado aullaba en el sótano, gritaba feroz e inarticuladamente. Treparriscos se sentó. El inquisidor se limpió unos restos de grasa de la barbilla.
– El obispo -comenzó al cabo- ha dejado, por lo que parece, Wroclaw, ¿no? ¿Se ha ido?
– Vos lo habéis dicho.
– ¿A Nysa, con toda seguridad? ¿A visitar a doña Agnieszka Salzwedel?
– Su eminencia no suele informarme de tales detalles. -Treparriscos no reaccionó ni siquiera con un pestañeo al escuchar el nombre de la nueva amante del obispo, algo mantenido en el más profundo de los secretos-. Tampoco yo lo espero. Quien mete la nariz en asuntos de infulados, se arriesga a perderla. Y a mí me gusta mi nariz.