Выбрать главу

– No lo dudo. Mas yo no busco sensaciones, sino que me inquieta la salud de su eminencia. El obispo Conrado no está, al cabo, en su primera juventud, debiera evitar los excesos de turbaciones y calenturas… Y no más que una semana transcurriera desde que honrara con su visita a Ulrique von Rhein. Aparte de la inspección a las benedictinas… ¿Os asombráis, señor caballero? Oficio del inquisidor es el saber cosas.

Un grito surgió del sótano. Entrecortado, convirtiéndose en un carraspeo.

– Oficio del inquisidor es saber -repitió Gregorio Henjcze-. De modo que también sé que el obispo Conrado viaja por la Silesia no sólo para visitar a casadas, viudas jóvenes y monjas. El obispo Conrado anda preparando un nuevo ataque a Boumovsko. Intenta convencer a Przemek de Opava y a don Albrecht von Kolditz para que le socorran. Intenta conseguir apoyo armado del señor Puta de Czastolovice, estarosta de Klodz.

Treparriscos no dijo nada ni bajó los ojos.

– Resulta que al obispo Conrado -continuó el inquisidor- parece no molestarle que el rey Segismundo y los príncipes del Imperio hayan dispuesto otra cosa. Que no se deben repetir los errores de las anteriores cruzadas. Que hay que actuar con seso y sin euforia. Que hay que prepararse. Cerrar pactos y alianzas, reunir medios. Atraer a nuestro lado a los nobles moravos. Y hasta entonces, abstenerse de iniciar aventuras militares.

– Su eminencia el obispo Conrado -interrumpió Treparriscos su silencio- no tiene que mirar a los príncipes del Imperio puesto que en la Silesia les es igual… si no de mayor altura. Por su parte, el rey Segismundo anda bastante ocupado… Como baluarte de la cristiandad, enfrenta sus armas con los turcos en el Danubio. Se pide un nuevo Nikopol. O puede que intente olvidar los palos que le dieran los husitas en Brod de los Alemanes, puede que intente olvidar cómo saliera huyendo de allí. Más bien me parece que se sigue acordando, puesto que no parece que tenga prisa en comenzar nuevas expediciones a Bohemia. De modo que, Dios lo sabe, es sobre el obispo Conrado sobre quien recae la obligación de sembrar el terror entre los herejes. Pues bien conoce vuesa merced: si ms pacem, para bellum.

– Sé también -el inquisidor aguantó la mirada sin esfuerzo- que nemo sapiens, nisi patiens. Mas dejémoslo. Tenía algunos asuntos para el obispo. Algunas preguntas. Mas dado que ha partido… Difícil empresa. Porque con que vos, señor Grellenort, contestéis a las preguntas, no puedo contar, ¿verdad?

– Depende de las preguntas que vuesa merced quiera realizar.

El inquisidor calló durante un instante, parecía que estaba esperando a que el torturado del sótano volviera a gritar.

– Se trata -dijo cuando sonó de nuevo el aullido- de ciertos extraños casos de muerte, de unos crímenes enigmáticos… Don Albrecht von Bart, asesinado en Strzelin. Don Peter de Bielau, muerto cerca de Henryków. Don Czambor du Heissenstein, apuñalado por la espalda en Sobótka. El mercader Neumarkt, asaltado y muerto en el camino real de Swidnica. El mercader Fabián Pfefferkorn, muerto en el mismísimo umbral de la colegiata de Niemodlin. Extrañas, misteriosas, enigmáticas muertes, asesinatos inexplicables tienen lugar en los últimos tiempos en Silesia. No es posible que el obispo no haya oído de ellas. Ni vos.

– Algo de ello, no he de negar, nos ha llegado a los oídos -reconoció Treparriscos con indiferencia-. Mas no anduvimos de quebrarnos la cabeza con ello especialmente, ni el obispo ni yo. ¿Desde cuándo es el asesinato un acontecimiento? Un día sí y otro también alguien mata a alguien. En lugar de amar al prójimo, los hombres se odian y están dispuestos a mandar al otro mundo a alguien por una cominería. Todos tienen enemigos y motivos a nadie le faltan.

– Leéis mis pensamientos -afirmó Hejncze con la misma indiferencia-. Y me quitáis las palabras de la boca. Lo mismo alcanza, en apariencia, a los tales misteriosos asesinatos. En apariencia, no faltan ni motivo ni enemigo sobre el que presto recaen las sospechas. Ora son líos de vecinos, ora cuestiones de cuernos, ora venganzas de familia, se tiene a los culpables, se diría, al alcance de la mano. Mas si miras con atención el asunto… pues nada está claro. Y esto es precisamente lo que es un acontecimiento en los dichos asesinatos.

– ¿Sólo eso?

– No sólo. Ha de sumarse la sorprendente y yo diría que hasta increíble destreza del asesino… o asesinos. En todos los casos los ataques tuvieron lugar de improviso, como verdaderos rayos caídos del claro cielo. Literalmente del claro cielo. Puesto que los asesinatos tuvieron lugar al mediodía. Casi exactamente al mediodía.

– Interesante.

– Eso es precisamente lo que tenía en mente.

– Interesante -repitió Treparriscos- es otra cosa. El que no reconozcáis las palabras del salmo. ¿Nada os dicen las palabras sagitta volans in die? ¿La flecha que cae como un rayo desde el cielo y porta la muerte? ¿No os recuerda para nada al demonio que destruye a mediodía? Me asombráis, ciertamente.

– Así que un demonio. -El inquisidor acercó las manos unidas a sus labios, pero no consiguió esconder del todo una sonrisa sarcástica-. Un demonio recorre Silesia y comete crímenes. Un demonio y una flecha demoniaca, sagitta volans in die. Vaya, vaya. Increíble.

– Haeresis est máxima, opera daemonum non credere -le repuso al instante Treparriscos-. ¿Acaso, yo, común mortal, habré de recordárselo a un inquisidor papal?

– No habréis. -La mirada del inquisidor se endureció, una nota de amenaza resonó en su voz-. No habréis en ningún caso, señor Von Grellenort. No me recordéis ya nada más, por favor. Concentraos mejor en responder a mis preguntas.

Un grito lleno de dolor surgido del sótano contrapunteó bastante significativamente sus palabras. Pero Treparriscos ni se inmutó.

– No estoy en condiciones de ayudar a vuesa excelencia -anunció con voz fría-. Aunque, como dijera, los rumores acerca de los asesinatos me han llegado, los nombres de las citadas víctimas no me dicen nada. Jamás había oído hablar de tales gentes, el saber acerca de su suerte es novedad para mí. No me parece que merezca la pena preguntar a su eminencia el obispo. Responderá lo mismo que yo. Y añadirá una pregunta que yo no me atrevería a hacer.

– Mas atreveros. Nada os amenaza.

– El obispo preguntaría: ¿por qué los arriba mencionados, el tal Von Bielau, el tal Pfefferkorn, el tal, no me acuerdo, Czambor o Bambor, han merecido la atención del Santo Oficio?

– El obispo -respondió Hejncze al punto- habría recibido respuesta. El Santo Oficio albergaba hacia los mencionados arriba suspicio de kaeresi Sospecha de simpatías prohusitas. De estar bajo el influjo de los herejes. De contacto con los disidentes bohemios.

– Ja. Esos indignos. De modo que, si han resultado muertos, no ha la Inquisición motivos para llorarlos. El obispo, por lo que le conozco, sin duda diría que ello es para alegrarse. Que alguien le tomó la delantera al Oficio.

– Al Oficio no le gusta cuanto le toman la delantera. Así le respondería al obispo.

– El obispo habría respondido que en tal caso el Oficio debiera haber actuado con mayor rapidez y destreza.

De nuevo surgió un grito del sótano, esta vez mucho más fuerte, desesperado, más agudo y de mayor duración. Los delgados labios de Treparriscos se torcieron en la parodia de una sonrisa.

– Oh, oh. -Señaló con un movimiento de cabeza-. El hierro al rojo. Hasta ahora no había habido más que un strappado normal y corriente y tenazas en los dedos de pies y manos, ¿verdad?

– Es un pecador contumaz -respondió Hejncze con desgana-. Haereticus pertinax… Mas no nos salgamos del tema, caballero. Sed tan amable de comunicarle al obispo Conrado que la Santa Inquisición observa con creciente disgusto cómo mueren misteriosamente personas sobre las que hay una delación. Personas sospechosas de herejía, de conciliábulos y conspiraciones con los herejes. Estas personas mueren como si alguien quisiera borrar las huellas. Y a aquél que borra las huellas de la herejía le será difícil él mismo defenderse ante las acusaciones de herejía.