Выбрать главу

– Se lo repetiré al obispo palabra por palabra. -Treparriscos sonrió burlón-. Mas dudo de que albergue temor alguno. No es de los miedosos. Como todos los Piastas.

Después del grito anterior, pareciera que el torturado ya no podía gritar más fuerte ni más desesperadamente. Pero sólo lo parecía.

– Si ahora no confiesa, ya no lo hará nunca -dijo Treparriscos.

– Parece que tenéis experiencia.

– No práctica, Dios me guarde. -Treparriscos sonrió amenazadoramente-. Mas se ha leído uno a los prácticos. Bernardo de Gui, Nicolás Eymerich. Y a vuestros grandes predecesores silesios: Peregrino de Opole, Johann Schwenckefeld. El último os lo recomendaría especialmente a vuesa excelencia.

– ¿De verdad?

– No otra cosa. Puesto que el hermano Johann Schwenckefeld se alegraba y regocijaba cuantas veces alguna mano misteriosa despachaba a un bellaco, un hereje o un partidario de herejes. El hermano Johann agradecía en espíritu a la dicha mano misteriosa y murmuraba un padrenuestro por sus intenciones. Simplemente, había un bellaco menos, el hermano Johann tenía gracias a ello más tiempo para otros bellacos. El hermano Johann creía provechoso y acertado el que los pecadores vivieran en tensión. Para que, como enseña el Deuteronomio, el pecador tiemble día y noche a causa del miedo, no estando seguro de su vida. Para que por la mañana cavilara: que alguien haga que llegue la tarde; y por la tarde: que alguien haga que llegue el amanecer.

– Decís palabras interesantes, señor. Podéis estar seguro de que reflexionaré sobre ellas.

– Comprobaréis -dijo Treparriscos al cabo-, y este parecer ha sido ya sancionado por muchos Papas y doctores de la Iglesia, que los hechiceros y los herejes son una gran secta, que no actúa desordenadamente sino siguiendo un gran plan, trazado por el propio Satanás. Comprobaréis a vuestro pesar que la herejía y el maleficium es una y la misma organización, potente en su número, integrada, perfectamente coordinada, dirigida por el diablo. Una organización que en lucha acerba y encarnizada realiza con consecuencia su plan de derribar a Dios y tomar el poder sobre el mundo. Por eso, ¿por qué expulsáis fuera de vos con tanta fuerza la idea de que en este conflicto también la otra parte… ha traído a la vida… su propia… organización secreta? ¿Por qué no queréis creerlo?

– Quizá porque -repuso con tranquilidad el inquisidor- una idea tal no ha sido sancionada por Papa ni por doctor de la Iglesia alguno. Porque, añado, Dios no precisa de organizaciones secretas cuando nos tiene a nosotros, el Santo Oficio. Porque, añado todavía, ya he visto demasiados ideólogos que se tienen por herramienta divina, actuando como enviados de Dios y en nombre de la Providencia. Demasiados he visto ya que dicen haber oído voces.

– Envidiable. El haber visto tanto. Quién lo habría sospechado, teniendo en cuenta vuestra juventud.

– De modo que -Hejncze no tuvo en cuenta la burla- cuando por fin caiga en mis manos la tal sagitta vólans, el autonombrado demonio y herramienta divina… Terminará no en el tormento con el que él con toda seguridad cuenta, sino encerrado a cal y canto en la Narrenturm. Pues la Torre de los Locos es el lugar adecuado para el loco y el perturbado.

El sonido de unos pies llegó desde las escaleras del sótano, desde el que hacía ya largo rato que no salían gritos.

Al poco entró a la sala un delgado dominico. Se acercó a la mesa, hizo una reverencia, mostrando una calva cubierta de manchas marrones en el estrecho hueco de su tonsura.

– ¿Y? -preguntó Hejncze con abierta desgana-. ¿Hermano Arnulfo? ¿Ha confesado por fin?

– Ha confesado.

– Bene. Porque ya me estaba empezando a aburrir.

El monje alzó los ojos. No había en ellos desgana. Ni aburrimiento. Era evidente que el proceder que se estaba llevando a cabo en el sótano del ayuntamiento no le aburría ni le disgustaba. Antes al contrario. Era evidente que hubiera comenzado de nuevo con gusto. Treparriscos le sonrió a un alma gemela. El dominico no correspondió a la sonrisa.

– ¿Y qué? -le apremió el inquisidor.

– La confesión está escrita. Lo dijo todo. Empezando por la invocación y la llamada al demonio, pasando por la teurgia y la conjura hasta llegar a la tetragramática y la demonomagia. También ha confesado el contenido y la ceremonia de la firma del quirógrafo. Describió a las personas a las que veía durante los sabbats y las misas negras… Sin embargo, no ha confesado, aunque lo hemos intentado, el lugar donde ocultan los libros mágicos y los grimorios… Pero lo obligamos a darnos el nombre de las personas para las que preparó amuletos, incluyendo amuletos mortales. Reconoció también que con ayuda diabólica, usando urim y thurim, sedujo a una virgen y la obligó a satisfacerlo…

– ¿Qué me estás cotorreando, hermano? -gritó Hejncze-. ¿Qué me cuentas de demonios y vírgenes? ¡Contactos con los bohemios! ¡Los nombres de los espías de Tabor y de sus emisarios! ¡Sus puntos de contacto! ¡Los lugares donde esconden las armas y las propaganda! ¡Los nombres de los implicados! ¡Los nombres de los simpatizantes de los husitas!

– Acerca de estas cosas -el monje tartamudeó-, no confesó nada.

– Entonces -Hejncze se alzó- mañana volveréis a empezar otra vez. Señor Von Grellenort…

– Permitidme un instante más. -Treparriscos señaló con los ojos al delgado fraile.

El inquisidor despidió al monje con un gesto impaciente. Treparriscos esperó hasta que se fue.

– Me gustaría mostrar mi buena voluntad -dijo-. Contando con que se mantendrá el secreto, en lo tocante a estos asesinatos misteriosos me gustaría, si me es dado, aconsejar a vuesa excelencia…

– Solamente, por favor, no me digáis una cosa. -Hejncze, sin alzar la vista, tableteó con los dedos en la mesa-. No me digáis que los culpables son los judíos. Usando urim y thurim.

– Aconsejaría apresar… e interrogar a conciencia… a dos personas.

– Los nombres.

– Urban Horn. Reinmar de Bielau.

– ¿El hermano del asesinado? -Gregorio Hajncze frunció las cejas, mas aquello duró sólo un segundo-. Ja. Sin comentario, sin comentario, don Birkart. Porque de nuevo estaríais dispuesto a acusarme de falta de conocimiento de las Escrituras, esta vez de la historia de Caín y Abel. Así que esos dos. ¿Dais vuestra palabra?

– La doy.

Durante un instante se estuvieron midiendo con penetrantes miradas. Los hallaré a los dos, pensaba el inquisidor. Y antes de lo que te piensas. Me apuesto la cabeza. Y yo me apuesto a que no los hallarás vivos, pensó Treparriscos.

– Adiós, señor Von Grellenort. Dios sea con vos.

– Amén, vuesa excelencia.

El boticario Zacarías Voigt jadeaba y gemía. El carcelero del ayuntamiento lo había arrojado al fondo de la celda, en un hueco en el que se acumulaba toda la humedad que goteaba de los muros. Allí, la paja estaba podrida y mojada. Sin embargo, el boticario no podía cambiar de lugar, apenas pudo cambiar un poco de posición: tenía los codos doblados, los hombros descoyuntados, rotos los meniscos, quebrados los dedos de las manos, y además de ello unos dolores terribles y ardientes producidos por las quemaduras en los costados y los pies. Así que estaba tendido panza arriba, jadeaba, gemía, guiñaba sus pestañas cubiertas de sangre coagulada. Y deliraba.

Exactamente desde la pared, exactamente desde el muro cubierto de manchas de hongos, exactamente, parecía, de la juntura entre dos ladrillos, surgió un pájaro. Y al instante se transformó en un hombre de cabellos negros y vestido de negro. Es decir, en una figura parecida a un hombre. Pues Zacarías Voigt sabía bien que no era un hombre.