– Oh, mi señor… -gimió, retorciéndose en la paja-. Oh, príncipe de las tinieblas… Maestro amado… ¡Has venido! No has abandonado en la necesidad a este tu fiel sirviente…
– Me veo obligado a defraudarte -dijo el de los cabellos negros, inclinándose sobre él-. No soy un diablo. Ni un enviado del diablo. Poco se interesa el diablo por la suerte de un individuo.
Zacarías Voigt abrió la boca como para gritar, pero no consiguió más que gemir. El de los cabellos negros lo agarró por la frente.
– El lugar donde se esconden los tratados y grimorios -dijo-. Lo siento, pero tengo que sacártelo. A ti ya no te van a ser de mucho provecho. Mientras que a mí no me van a venir mal. De paso te libraré de más torturas y del fuego de la hoguera. No me des las gracias.
– Si no eres un diablo… -Los ojos del hechicero, que estaba perdiendo el control sobre sí mismo, se abrieron de terror-. Entonces te envía… ¿el otro? Oh, Dios mío…
– Otra vez tengo que defraudarte -sonrió Treparriscos-. Ése se interesa aún menos por la suerte de los individuos.
Capítulo decimoquinto
En el que resulta que aunque los conceptos de «arte que merece la pena» y «el negocio del arte» en absoluto tienen que significar contradictio in adiecto, no es fácil sin embargo en el campo de la cultura hallar patrocinadores ni siquiera para descubrimientos que hagan época.
Como toda ciudad de cierto tamaño en Silesia, Swidnica castigaba a todo aquél que arrojara basura o porquería a la calle con una multa en efectivo. Sin embargo, no parecía que se ejecutara la tal prohibición con excesiva severidad, antes al contrario, se veía que a nadie le importaba. Un chaparrón mañanero, corto pero fuerte, humedeció todo el suelo de la villa y los cascos de los caballos y las pezuñas de los bueyes lo removieron muy pronto hasta convertirlo en una masa de mierda, barro y paja. De aquella masa se alzaban, como islas encantadas surgiendo del océano, unos montones de basura ricamente decorados con los más diversos ejemplares, a veces muy vistosos, de carroñas. En el estiércol algo más sólido chapoteaban los gansos, en el más fluido nadaban los patos. Los villanos avanzaban por aceras de tablas de madera y ripias con harta dificultad, a veces se caían de ellas. Aunque los bandos del magistrado amenazaban con multa también a aquél que dejara libre por las calles al ganado, bandadas de gruñones puercos transitaban las calles en ambas direcciones. Los puercos daban la sensación de estar locos, corrían de acá para allá como sus antepasados bíblicos de Gadara, haciendo tropezar a los peatones y espantando a los caballos.
Pasaron la calle de los Tejedores, luego la calle de los Toneleros, inundada por los sonoros golpes de los martillos, por fin la calle Alta, al otro lado de la cual estaba ya la plaza del mercado. Reynevan tenía unas ganas enormes de echar un vistazo a la cercana y famosa farmacia de El Lindwurm Dorado, puesto que conocía bien al boticario, el señor Cristóbal Eschenloer, con el que había estudiado hacía tiempo las bases de la alquimia y la magia blanca. Desechó sin embargo su deseo, las tres últimas semanas le habían enseñado muchísimo acerca de las reglas de la conspiración. Además, Scharley le apremiaba. No añojo el paso ni siquiera al cruzar junto a alguna de las bodegas en las que se escanciaba la Swidnica de marzo, una cerveza de renombre mundial. Atravesaron deprisa -todo lo que permitía la multitud- el mercado de verduras que estaba en los soportales frente al ayuntamiento, continuaron por la calleja de Kraszewice, estrecha a causa de los carromatos que había en ella.
Siguiendo a Scharley, entraron por debajo de un bajo arco de piedra en el negro túnel de un portal que apestaba como si desde el principio de los siglos hubieran estado haciendo allí sus necesidades las antiguas tribus de los silesios y dedosanos. Salieron del portal a un patio. El estrecho espacio estaba inundado de todo tipo de basura y de chatarra y había tantos gatos que no se hubiera avergonzado de ellos el templo de la diosa Bastet en la ciudad egipcia de Bubastis.
El final del patio estaba marcado por una galería en forma de herradura. Junto a las empinadas escaleras que conducían hacía arriba había una escultura de madera con huellas de pálidos y antiquísimos colores y dorados.
– ¿Un santo?
– San Lucas Evangelista -le explicó Scharley, entrando en la chirriante escalera-. El patrón de los artistas pintores.
– ¿Y a cuento de qué hemos venido aquí, a los artistas pintores?
– A por diverso equipamiento.
– Pérdida de tiempo -dijo Reynevan impaciente y lleno de nostalgia por su amada-. ¡Perdemos tiempo! ¿Qué equipamientos? No entiendo…
– Para ti -lo interrumpió Scharley- vamos a encontrar unos nuevos peales. Créeme, te son precisos con premura. Y nosotros podremos respirar por fin, cuando te libres de los viejos.
Los gatos, que ganduleaban en las escaleras, les abrían paso con disgusto. Scharley tocó con los nudillos, una masiva puerta se abrió y en ella apareció un personaje bajo, flacucho, despeinado, de nariz grisácea, vestido con un guardapolvo que estaba cubierto de una multitud de manchas de distintos colores.
– El maestro Justus Schottel no está en casa -anunció, al tiempo que hacía unos cómicos guiños-. Acudid más tarde, buenas… ¡Por Dios! ¡No creo a mis ojos! ¡Noble señor…!
– Scharley -le precedió presto el demérito-. No me hagáis estar de pie en el umbral, señor Unger.
– Por supuesto, por supuesto… Pasad, pasad…
En el interior había un fuerte olor a pintura, a aceite de lino y a resina, reinaba un ambiente de trabajo. Algunos jovencitos con mandiles grasientos y ennegrecidos se arremolinaban junto a dos extrañas máquinas. Las máquinas estaban provistas de unas manivelas y recordaban a unas prensas. Y ciertamente, se trataba de prensas. Ante los ojos de Reynevan se sacó de bajo un pistón que era sostenido por un tornillo de madera una hoja de papel en la que se veía a la Virgen con el Niño.
– Interesante.
– ¿Eh? -El señor Unger de grises narices arrancó sus ojos de Sansón Mieles-. ¿Qué decís, joven señor?
– Que es interesante.
– Esto lo es más. -Scharley alzó el pliego que estaba bajo la otra máquina. En el pliego se veían algunos rectángulos situados regularmente. Eran cartas para el piquet, el as, la alta y la baja, modernas, hechas según el modelo francés, en colores pique y tréfle.
– Una baraja entera -se enorgulleció Unger-, es decir, treinta y seis cartas, las hacemos en cuatro jornadas.
– En Leipzig -le respondió Scharley- las hacen en dos.
– ¡Vaya unas chapuzas de serie! -se enfadó con orgullo el de las narices grises-. Con unos grabados de madera de andar por casa, mal pintadas, de torcido corte. Las nuestras, no hay más que verlas, cuan claras son de dibujo, en cuanto se las coloree serán obras maestras. Con las nuestras se juega en castillos y alcázares, buff, hasta en catedrales y colegiatas, mientras que las de Leipzig las manosean tahúres en tabernas y burdeles…
– Vale, vale. ¿Cuánto lleváis por una baraja?
– Un cuarto y medio de grosche comprado loco en el taller. Si franco al cliente, hay que sumar el transporte.
– Conducidnos por favor a la trastienda, don Simón. Allá esperaremos al maestro Schottel.
La otra habitación por la que pasaron era silenciosa y tranquila. Tres artistas estaban de pie ante sus caballetes. Se encontraban tan sumidos en su trabajo que ni siquiera volvieron la cabeza.
En la tabla del primer artista sólo había el color base y un esbozo, así que no se podía adivinar qué es lo que iba a representar la pintura. La obra del segundo pintor estaba bastante más avanzada, se veía en ella a Salomé con la cabeza de Juan el Bautista en una bandeja. Salomé llevaba puestos unos ropajes de redecilla absolutamente transparentes, el artista se había ocupado de que se vieran todos los detalles. Sansón Mieles bufó por lo bajo, Reynevan suspiró. Miró a la tercera tabla. Y suspiró aún más fuerte.