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La pintura estaba casi por completo acabada y mostraba a San Sebastián. El Sebastián de la tabla se diferenciaba significativamente de las imágenes acostumbradas del mártir. Por supuesto, estaba atado al poste, por supuesto también tenía una sonrisa arrebatada pese a las numerosas flechas clavadas en la barriga y el torso del efebo. Y aquí se acababan los parecidos. Puesto que aquel Sebastián estaba completamente desnudo. Estaba allí con un aparato tan poderoso y colgante que ante aquella vista cualquier hombre no podía menos que sentirse perplejo.

– Un encargo especial -les explicó Simón Unger-. Para el convento de las clarisas de Trzebnica. Por favor, pasen vuesas mercedes a la trastienda.

Un estruendo de golpes y tintineos llegaba desde la cercana calle de los Caldereros.

– Éstos -señaló con un ademán de cabeza Scharley, quien desde hacía un rato estaba ocupado en escribir algo en una hoja de papel-. Éstos al parecer tienen muchos encargos. Florece el negocio de los caldereros. ¿Y el vuestro, don Simón?

– Parado anda -respondió Unger bastante sombrío-. Cierto, encargos los hay. Mas, ¿qué importa? ¿Cuando no hay forma humana de repartir la mercancía? Andas un cuarto de milla y ya te retienen, qué de dónde, por qué, adonde, preguntan, a qué asunto, te remiran las alforjas y los baúles…

– ¿Quién? ¿La Inquisición? ¿O Kolditz?

– Tanto los unos como los otros. Los curas inquisidores residen en los dominicos, a un tiro de piedra de aquí. Y en el señor estarosta Kolditz ni que hubiera entrado el diablo. Y todo esto porque aprehendieran no ha mucho a unos emisarios bohemios con papeles y manifiestos de herejes. Éstos, cuando el maestro de tenazas los churrascó un poco, cantaron con quién se juntaban, quién les ayudaba. Aquí, mas también en Jawor, en Rychbach, hasta por las aldeas, en Kleczkow, en Wire… Sólo aquí, en Swidnica, se quemó a ocho en la pradera junto a la Puerta Baja. Mas lo peor llegó hace una semana, cuando en el día del apóstol Bartolomé, al mismísimo mediodía, en el camino de Wroclaw, alguien dio muerte a un rico mercader, don Nicolás Neumarkt. Extraño, extraño asunto éste…

– ¿Extraño? -se interesó Reynevan al punto-. ¿Por qué?

– Pues, joven señor, por aquello de que nadie pudo concebir quién y por qué diera muerte al señor Neumarkt. Unos dijeron que caballeros de rapiña fueron, igual Hayn von Czirne o Buko Krossig. Otros hablaron que fue Kunz Aulock, esbirro de cuidado. Aulock, se cuenta, persigue a no sé qué mancebuelo huido por toda la Silesia, puesto que el tal mancebuelo deshonró a la mujer de no sé quién con violencias y hechicerías. Otros dicen que a todas luces fue precisamente este mancebuelo perseguido quien lo matara. Todavía hubo quien dijo que los asesinos son los husitas con quienes el señor Neumarkt se enemistara de alguna forma. Qué pasó en realidad no hay quien lo sepa, mas el señor estarosta Kolditz se enfureció. Juró que como prendiera al matador del señor Neumarkt, lo iba a despellejar vivo. Y el fruto de ello es que nadie puede transportar la mercancía, dado que los unos y los otros controlan acérrimamente, si no la Inquisición, entonces el estarosta… Sí, sí…

– Sí, sí…

Reynevan, el cual desde hacía largo rato estaba entretenido en emborronar el papel con un carbón, alzó de pronto la cabeza, le dio a Sansón Mieles con el codo.

– Publicus super omnes -dijo en voz baja, mostrándole el papel-. Annis de sanctimonia. Positione hominis. Voluntas vitae.

– ¿Lo qué?

– Voluntas vitae. ¿O mejor potestas vitae? Estoy intentando reconstruir lo que estaba escrito en el papel quemado de Peterlin. El que saqué del fuego en Powojowice. ¿Lo has olvidado? Tú dijiste que era importante. Que debía recordar lo que estaba escrito. Así que lo estoy recordando.

– Ah, cierto. Humm… ¿Potestas vitae? Lo siento. No me dice nada.

– Y del maestro Justus -habló Unger para sí-, ni las trazas.

Como si hubiera pronunciado un conjuro, las puertas se abrieron y en ellas apareció un personaje vestido con una amplia delia, negra, rellena de piel, con unas mangas muy amplias. No tenía aspecto de artista. Parecía un alcalde.

– Hola, Justus.

– ¡Por los huesos de San Wolfgang! ¿Pablo? ¿Eres tú? ¿En libertad?

– Ya lo estás viendo. Mas ahora me llamo Scharley.

– Scharley, humm… ¿Y tus… humm… compañeros?

– También están en libertad.

El maestro Schottel acarició al gato que había aparecido no se sabe de dónde, y que se le estaba restregando a la pierna. Luego se sentó a la mesa, juntó las manos sobre la barriga. Contempló atentamente a Reynevan. Durante mucho rato, mucho, no apartó la vista de Sansón Mieles.

– Has venido a por dinero -adivinó por fin, sombrío-. He de advertirte…

– Que los negocios van mal -lo cortó Scharley sin ceremonias-. Lo sé. He oído hablar de ello. Aquí hay una lista. La estuve escribiendo mientras te esperaba, por aburrimiento. Todo lo que figura en ella he de tenerlo mañana.

El gato saltó al regazo de Schottel, el grabador lo acarició pensativo. Leyó largo rato. Luego por fin alzó la vista.

– Trasmañana. Ya que mañana es domingo.

– Cierto, lo olvidé. -Scharley afirmó con la cabeza-. En fin, tambien nosotros habremos de festejar el día del Señor. No sé cuándo he de volver a Swidnica, pecado sería el no visitar aquí una o dos frescas bodegas para comprobar si este año la cerveza de marzo ha salido buena. Mas trasmañana, maestro, quiere decir trasmañana. El lunes, ni un día más. ¿Lo entiendes?

El maestro Schottel, con un ademán de cabeza, le confirmó que sí.

– No te pregunto -continuó Scharley al cabo- acerca del estado de mis cuentas porque no pienso disolver nuestra sociedad ni retirar mi participación en ella. Asegúrame sin embargo que cuidas de la sociedad. Que no menosprecias los buenos consejos que te di en algún momento. Ni las ideas que pueden traer ganancias para la empresa. ¿Sabes de qué estoy hablando?

– Lo sé. -Justus Schottel sacó de su talega una llave enorme-. Y ahora mismo te cercioraré de que me tomo en serio tus ideas y consejos. Don Simón, por favor, sacad del armario y traednos las pruebas de las xilografías. Ésas de la serie bíblica.

Unger lo resolvió en un pispas.

– He aquí. -Schottel extendió unos pliegos sobre la mesa-. Todo de mi propia mano, no se lo di a los aprendices. Algunas ya están listas para la prensa, en otras aún ando trabajando. Tengo fe en que tu idea sea buena. En que la gente la va a comprar. Nuestra serie bíblica. Mira, mira, comprueba. Comprueben, señores.

Todos se inclinaron sobre la mesa.

– Qué… -Reynevan, rojo, señaló a uno de los pliegos que mostraba a una pareja desnuda en una posición y situación que no eran para nada ambiguas-. ¿Qué es esto?

– Adán y Eva. Pero si está claro. Eso en lo que Eva se está apoyando es el Árbol del Bien y del Mal.

– Aja.

– Por su parte, aquí, miren, por favor -siguió demostrando el abridor de láminas, lleno de orgullo por su obra-, Moisés y Hagar. Aquí Sansón y Dalila. Aquí Amnón y Tamar. Me han salido muy bien, ¿verdad? Aquí…

– Por mi ánima… ¿Qué ha de ser esto? ¿Este revoltijo?

– Jacob, Lea y Raquel.

– Y esto… -tartamudeó Reynevan, sintiendo que la sangre estaba a punto de quemarle las mejillas-. Qué es… esto…

– David y Jonatan -aclaró impasible Justus Schottel-. Mas éste todavía he de arreglarlo. Rehacer…

– Rehazlo -lo interrumpió Scharley con frialdad- en un David con Betsabé. Joder, no faltan más que Balaam y la burra. Conten un poco tu imaginación, Justus. Su uso excesivo perjudica, de la misma forma que el exceso de sal en la sopa. Y eso es malo para los negocios.