«Generalmente, sin embargo -añadió, para apaciguar al artista que estaba un tanto picado-, bene, bene, benissime, maestro. Lo diré en pocas palabras: mejor de lo que esperaba.
A Justus Schottel se le iluminó el rostro, orgulloso como todo artista y gustoso de halagos.
– Así que ves, Scharley, que no me duermo en los laureles, que cuido de la empresa. Y aún te diré más, que trabé unos interesantes contactos que bien pudieran resultar de lo más provechoso para nuestra sociedad. Has pues de saber que en la taberna El Buey y el Borro conocí a un mozo extraordinario, un inventor de talento… Ah, para qué hablar, tú mismo lo verás y escucharás. Puesto que lo he invitado. No más que lo veas. Te lo prometo, en cuanto que lo conozcas…
– No lo conoceré -lo interrumpió Scharley-. No quisiera que el tal mozo extraordinario me viera. Ni a mí ni a mis compañeros.
– Entiendo -le aseguró Schottel al cabo de un rato de silencio-. De nuevo te has metido en algún gatuperio.
– Se lo puede llamar así.
– ¿Criminal o político?
– Depende del punto de vista.
– En fin -suspiró Schottel-, así son los tiempos. Que no quieras que te vean acá, lo entiendo. Mas en este caso tus objeciones son infundadas. El jovenzuelo del que hablo es un alemán, cuya patria es Maguncia, bachiller en Erfurt. En Swidnica está sólo de paso. No conoce a nadie aquí. Y no lo va a conocer, puesto que pronto se va. Merece la pena, Scharley, merece la pena trabar conocencia con él, merece la pena reflexionar sobre su invento. Extraordinario es, espíritu iluminado, visionario, diría. Ciertamente, vir mirabilis. Tú mismo lo verás.
Las campanas de la iglesia parroquial repicaron graves y sonoras, su llamada a la oración del Ángelus la retomaron los campanarios de los otros cuatro templos de Swidnica. Las campanadas daban por finalizada la jornada de trabajo: enmudecieron por fin hasta los laboriosos y ruidosos talleres de la calle de los Caldereros.
Ya hacía también mucho que se habían ido a casa los artistas y aprendices del obrador del maestro Justus Schottel, de modo que cuando por fin apareció el anunciado huésped, el tal merecedor de conocencia visionario y espíritu iluminado, en la habitación de las prensas lo recibieron tan sólo el propio maestro, Simón Unger, Scharley, Reynevan y Sansón Mieles.
El huésped era, ciertamente, un hombre joven, coetáneo de Reynevan. El escolar reconoció al punto a otro escolar: durante los saludos el joven tuvo para Reynevan una reverencia algo menos formal y una sonrisa algo más sincera.
El recién llegado llevaba unas altas botas de cordobán, una laxa boina de terciopelo y una corta capa sobre un jubón de cuero abrochado con múltiples botones de hojalata. Llevaba al hombro una gran bolsa de viaje. En resumen: tenía un aspecto más de trovador vagabundo que de escolar, lo único que apuntaba a sus lazos con la academia era su ancho estilete de Nüremberg, arma popular en todas las universidades de Europa, tanto entre los estudiantes como entre los profesores.
– Soy -comenzó el recién llegado sin esperar a que lo presentara Schottel- bachiller de la universidad de Erfurt, me llamo Juan Gensneisch von Sulgeloch zum Gutenberg. Sé que esto es demasiado largo, por ello acostumbro a dejarlo en Gutenberg. Juan Gutenberg.
– Ello os honra -respondió Scharley-. Y dado que yo soy también partidario de acortar las cosas innecesariamente largas, vayamos sin vacilaciones al grano. ¿De qué trata vuestro invento, señor Juan Gutenberg?
– De la impresión. Más exactamente, de la impresión de textos.
Scharley hojeó desganado las xilografías que yacían sobre la mesa, extrajo una y se la enseñó. Bajo el símbolo de la Santa Trinidad se veía el letrero: BENEDICITE POPULI DEO NOSTRO.
– Lo sé… -Gutenberg enrojeció levemente-. Sé, señor, lo que dais a entender. Llamarme queréis la atención acerca de que para inscribir el texto en vuestra xilografía, para realizar este letrero, no excesivamente largo, habréis de reconocer, el grabador hubo de quebrarse la espalda sobre la madera unos dos días. Y si se equivocara siquiera en una sola letra, todo el trabajo habría sido en vano, habría debido comenzar de nuevo. Y si debiera ejecutar una xilografía para, pongamos, todo el salmo sesenta y cinco, ¿cuan largo debería trabajar? ¿Y si quisiera imprimir todos los salmos? ¿Y toda la Biblia? ¿Cuánto…?
– La eternidad, por lo menos -lo interrumpió Scharley-. Por lo que sospecho, vuesa merced, ese vuestro hallazgo liquida los problemas del trabajo en la madera.
– En gran medida.
– Interesante.
– Si me permitís, os lo demostraré.
– Lo permito.
Juan Gensfleisch von Sulgeloch zum Gutenberg abrió su bolsa, derramó su contenido sobre la mesa. Y principió la demostración, describiendo sus actos con palabras.
– Ejecuté -dijo y mostró- unos cubos de duro metal con las letras. Las letras en los cubos son, como veis, salientes, así que la nombré patriz. Al apretar tal patriz en cobre blando, conseguí…
– Una matriz -adivinó Scharley-. Eso está claro. Una saliente encaja en una forma hueca como el padre en la madre. Os escucho, señor Von Gutenberg.
– En las matrices huecas -mostró el bachiller- puedo con ayuda del arte de fundidor formar tantos caracteres, o sea letras, como quiera. Oh, he aquí, mirad. Las letras, cuyos cubos encajan los unos con los otros idealmente, las coloco… en el orden apropiado… en este marco… El marco es pequeño, sólo para demostraciones, mas por lo general, veis, es del tamaño de la página del futuro libro. Como veis, decido la longitud de la línea. Coloco unas cuñas para conseguir unos márgenes regulares. Aprieto el marco con unas varas de hierro para que no se me desbarate todo… Lo embadurno de tinta, de la misma que usáis aquí… ¿Podéis ayudarme, señor Unger? Lo coloco todo bajo la prensa… Sobre ello una hoja de papel… Señor Unger, el tornillo… Y he aquí, listo.
Sobre el papel, exactamente en el centro, impreso con claridad y limpieza, se veía:
IUBILATE DEO OMNIS TERRA
PSALMUM DICITE NOMINI EUIS
– El salmo sesenta y cinco. -Justus Schottel dio una palmada-. ¡Como vivo!
– Estoy impresionado -reconoció Scharley-. Muy impresionado, señor Gutenberg. Y aún lo estaría más si no fuera por el hecho de que debiera ser dicite nomini eius en vez de euis.
– ¡Ja, ja! -Al bachiller se le iluminó el rostro de la misma forma que a un colegial al que le ha salido una broma-. ¡A propósito lo hice! Cometí a conciencia un error de cajista, es decir, de composición. Para demostrar, mirad si no, con qué facilidad se pueden ejecutar correcciones. Saco la letra falsamente colocada… La coloco en su lugar adecuado… El tornillo, señor Unger… Y he aquí el texto corregido.
– Bravo -dijo Sansón Mieles-. Bravo, bravissimo. Ciertamente, es impresionante.
No sólo Gutenberg, sino también Schottel y Unger se quedaron con la boca abierta. Estaba claro que se habrían asombrado menos si hubiera hablado de pronto el gato, la estatua de San Lucas que había en el patio o el pintado Sebastián de enorme zurriago.
– Las apariencias -Scharley explicó, carraspeando- a veces engañan. No sois los primeros.
– Y con toda seguridad, tampoco los últimos -añadió Reynevan.
– Perdón. -El gigante extendió las manos-. No pude evitar caer en la tentación… Siendo, lo queramos o no, testigos de un hallazgo que cambiará la faz de la época.
– ¡Ja! -El rostro de Gutenberg se iluminó, como todo artista gustoso del halago, aunque fuera emitido por un ogro de aspecto idiota cuya cabeza alcanzaba el techo-. ¡Así será precisamente! ¡Y no de otro modo! ¡Porque imaginaos, nobles señores, libros doctos a decenas, y puede que alguna vez, por mucho que hoy suene ridículo, hasta en centenas! ¡Sin tener que copiarlos cansinamente y durante largos años! ¡La sabiduría humana impresa y accesible! ¡Sí, sí! Y si vos, nobles señores, apoyáis mi hallazgo, os prometo que precisamente vuestra villa, la hermosa Swidnica, será famosa por todos los siglos de los siglos como el lugar en el que se encendió la lámpara de la ciencia. Como lugar desde el que la ciencia se extendió a todo el mundo.