A la lista de pertrechos de Scharley, Justus Schottel había añadido por propia iniciativa un buen montón de ropas, muy distintas, aunque a todas luces caóticamente recogidas. De este modo los tres tuvieron oportunidad de cambiarse de vestido. Scharley aprovechó la ocasión de inmediato y ahora se presentaba con dignidad, es más, hasta con aspecto castrense, vestido con un haqueton de piqué que llevaba unas marcas de armadura oxidadas y que imponían respeto. La digna ropa transformó también de forma casi mágica al propio Scharley: al librarse del excéntrico ropaje de demérito, se libró también de sus excéntricas maneras y sus salidas de tono. Ahora estaba sentado bien derecho sobre su hermoso caballo, apoyaba el puño en la cadera y contemplaba a los mercaderes que iban pasando con una mueca marcial, digna si no de un Gawain, al menos de un Gareth.
Sansón Mieles también había transformado su aspecto, aunque en los paquetes despachados por Schottel no fue fácil encontrar algo que le viniera bien al gigante. Por fin consiguieron sustituir la monacal túnica de tela de saco por una jornea corta y una capucha cortada en dientecillos a la moda. Eran unos ropajes tan populares que Sansón dejó, dentro de lo que era posible, de resaltar entre la multitud. Ahora, en el grupo de otros viajeros, todo el que los miraba no veía nada más que a un noble en compañía de un bachiller y de su servicio. Al menos ésa era la esperanza de Reynevan. Contaba también con que Kirieleisón y su banda, incluso si se habían enterado de que le acompañaba Scharley, preguntarían por dos viajeros y no por tres.
El propio Reynevan, al librarse de sus ropas destrozadas y no demasiado limpias, había escogido dentro de la oferta de Schottel unos estrechos pantalones y un jubón de lino con una parte delantera guateada a la moda, lo que le daba una silueta un tanto de pájaro. El conjunto estaba completado por una boina como la que solían llevar los estudiantes, como por ejemplo su reciente conocido Juan von Gutenberg. Resultaba curioso que Gutenberg se convirtiera en causa de una discusión, la cual, sorprendentemente, no giraba en torno al hallazgo de la imprenta. La carretera de la Puerta Baja, que discurría desde Rychbach por el valle del río Pilawa, era parte de la importante ruta comercial Nysa-Dresde, y como tal era muy frecuentada. Tanto, que el hecho comenzó a molestar la sensible nariz de Scharley.
– Los señores inventores -masculló el demérito, al tiempo que espantaba las moscas-, como el señor Gutenberg et consortes, ya podrian por fin hallar algo práctico. Algo como, pongamos, otros medios de transporte. Algún perpetuum mobile, algo que se mueva por sí mismo, sin necesidad de depender de caballos y bueyes, como éstos de aquí, que nos están demostrando sin pausa las enormes capacidades de sus tripas. Ah, en verdad os digo, sueño con algo que se mueva por sí mismo sin ensuciar al mismo tiempo el medio ambiente. ¿Qué, Reinmar? ¿Sansón? ¿Eh? ¿Qué dices tú a esto, filósofo venido del otro mundo?
– Algo que viaje solo y no apeste. -Sansón Mieles reflexionó-. Que se mueva solo y no ensucie los caminos ni envenene el ambiente. Ja, ciertamente, no es fácil dilema. La experiencia me dicta que los inventores lo resolverán. Mas sólo en parte.
Puede que Scharley tuviera intenciones de preguntar al gigante por el sentido de sus palabras, sin embargo se lo impidió un jinete, un zarrapastroso que iba sin silla sobre una delgada yegua, el cual galopó a toda velocidad hacia la cabeza de la columna, dejándolos atrás. Scharley sujetó a su caballo, que se había espantado, amenazó al zarrapastroso con el puño y le escupió una serie de invectivas. Sansón se puso de pie en los estribos, miró hacia atrás, hacia el lugar del que provenía el zarrapastroso. Reynevan, que ya había acumulado suficiente experiencia, sabía lo que iba a ver.
– Al ladrón se le quema el culo -adivinó-. Alguien ha espantado a ese fugitivo. Alguien que viene desde la ciudad…
– …y está examinando con atención a todos los viajeros -terminó Sansón-. Cinco… no, seis hombres armados. Algunos tienen un escudo en las almillas. Un pájaro negro con las alas extendidas…
– Conozco ese escudo…
– ¡Yo también! -gritó Scharley, tirando de las riendas-. ¡Dadles a los caballos! ¡Detrás de la yegua! ¡Aprisa! ¡A reventar!
Cuando estuvieron ya cerca de la cabeza de la columna, en el lugar donde el camino se introducía en un oscuro hayedo, doblaron hacia el bosque, al cabo de un rato se escondieron entre los arbustos. Y vieron cómo a ambos lados del camino, observando a todos, examinando escrupulosamente los carros y bajo las lonas de los furgones, venían cabalgando seis jinetes. Stefan Rotkirch. Dieter Haxt. Jens von Kobelsdorf, llamado el Buho. Además de Wittich, Morold y Wolfher Sterz.
– Sí… -dijo Scharley alargando las sílabas-. Sí, Reinmar. Te creías que eras un sabio y que el resto del mundo estaba poblado por tontos. Te informo con pesar de que era una suposición errónea. Porque el mundo entero te conoce ya a ti y tus intenciones, tan fáciles de prever. Sabe que te diriges a Ziebice, donde está tu amorcito. Así que si comienzas a albergar dudas, si comienzas a buscarle el sentido a tu viaje a Ziebice, no te fatigues pensando. Yo te lo diré: no lo tiene. Ninguno. Tu plan es… Permíteme que busque la palabra adecuada… Humm…
– Scharley…
– ¡Ya la tengo! Absurdo.
La disputa fue corta, agria y sin resultado ninguno. Reynevan siguió sordo ante la lógica de Scharley. A Scharley no le conmovieron las nostalgias amorosas de Reynevan. Sansón Mieles se abstuvo de tomar partido.
Reynevan, cuyo pensamiento se hallaba obnubilado completamente por el calculo de los días de alejamiento de su amada, presionó, por supuesto, para que continuaran el viaje a Ziebice, o bien siguiendo a los Sterz o bien haciendo intentos para adelantarlos, por ejemplo, cuando se pararan a aprovisionarse, lo más seguro en los alrededores de Rychbach o incluso en la propia población. Scharley estaba decididamente en contra. La muestra de ostentación dada por los Sterz, afirmó, sólo podía atestiguar una cosa.
– Ellos -explicó- tienen por tarea precisamente el espantarte en dirección a Rychbach y Frankenstein. Y allí ya están esperando Kirieleisón y De Barby. Créeme, muchacho, ésa es la forma normal de capturar a un fugitivo.
– ¿Entonces cuál es tu propuesta?
– Mis propuestas -Scharley señaló a su alrededor con un amplio gesto- las limita la geografía. Aquella cosa grande, cubierta de nubes, a oriente, es, como sabes el monte Sleza. Por su parte, lo que se alza allá son las Góry Sowie, las Montañas de la Lechuza, aquélla grande es el monte llamado la Lechuza Grande. Junto a la Lechuza Grande hay dos pasos, Walimska y Jugowska, desde allí nos pondríamos en un abrir y cerrar de ojos en Bohemia, en Broumovo.
– Bohemia, como ya dijiste, es peligrosa.
– En este momento -Scharley le respondió con voz fría-, el mayor riesgo eres tú. Y los perseguidores que te siguen los talones. Reconozco que lo que más me gustaría ahora sería ir precisamente a Bohemia. Desde Broumovo iría a Klodzko, de Klodzko a Moravia y a Hungría. Mas tú, sospecho, no vas a renunciar a Ziebice.
– Bien sospechas.
– En fin, tendremos que renunciar a las seguridades que nos proporcionarían los pasos.
– Ésa sería -intervino inesperadamente Sansón Mieles- una seguridad bastante relativa. Y difícil de alcanzar.
– Eso es un hecho -se mostró de acuerdo el demérito con serenidad-. No es que se trate de la zona más segura del mundo. En fin, entonces nos dirigiremos a Frankenstein. Mas no por la carretera, sino a los pies del monte, por los límites de los bosques del paso de Silesia. Alargamos el camino, vagabundearemos un tanto por despoblado, ¿mas qué es lo que nos queda si no?
– ¡Caminar por la carretera! -estalló Reynevan-. ¡Detrás de los Sterz! Llegarse a ellos y…