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– En lo que se refiere al delito de adulterio -el platero Lukas Frydman contemplaba los anillos que portaba en sus bien cuidados dedos-, pensad, señores, que no es nuestra la jurisdicción. Aunque la inmoralidad tuviera lugar en Olesnica, no son nuestros los delincuentes. Gelfrad Sterz, el esposo traicionado, es vasallo del duque de Ziebice. Lo mismo que el seductor, el joven galeno Reinmar de Bielau…

– Aquí aconteció la inmoralidad y aquí tuvo lugar el delito -dijo Hofrichter con tono áspero-. Y no banal, si ha de creerse lo que la señora Sterz confesara en los agustinos. Que el médico con hechizos la embriagó y con nigromancias la llevó al pecado. La obligó sin que ella lo quisiera.

– Todas dicen lo mismo -murmuró desde el interior de su jarra el burgomaestre.

– Especialmente -añadió sin emoción el platero- cuando alguien como Wolfher de Sterz le tiene a uno un cuchillo en el pescuezo. Bien ha dicho el venerable padre Jacobo que el adulterio es un delito, un crimen, y que como tal precisa de pesquisas y de tribunales. No queremos aquí desquites de familia ni peleas callejeras, no vamos a permitir que hijos de señorones desaforados pongan la mano encima de los clérigos, agiten cuchillos y maltraten a la gente en las plazas. En Swidnica metieron en la torre a uno de los Pannewitz porque golpeó a un espadero y lo amenazó con su espetón. Y así ha de ser. No pueden volver los tiempos de la arbitrariedad de los caballeros. La cuestión ha de llegar al duque.

– Cuanto más -confirmó con un ademán de cabeza el burgomaestre- que Reinmar de Bielau es un noble y Adela Sterz también. Ni a él ni a ella podemos azotar ni echarlos de la villa como a una simple lumiasca. El negocio ha de llegar al duque.

– No es cuestión de apresurarse en estos asuntos -comentó el preboste Jacobo Gall, mirando al techo-. El duque Conrado se va a Wroclaw, antes del viaje tiene negocios sin cuento en la cabeza. Los rumores, como rumores que son, de seguro que ya le han llegado, mas no es momento de hacer oficiales los tales rumores. Bastará con exponer el asunto al duque cuando vuelva. Hasta entonces pudiera que se resolviera todo por sí mismo.

– Pienso lo mismo. -Bartolomeo Sachs afirmó con la cabeza.

– Y yo -añadió el platero.

Juan Hofrichter se colocó su capotillo de cebellinas, sopló la espuma de la jarra.

– No parece que sea cosa de informar al duque de momento -dijo-, esperaremos a que vuelva, en ello estoy de acuerdo con vuesas mercedes. Mas al Santo Oficio debemos de participárselo. Y apriesa. Lo que hallamos en el laboratorio del médico. No volváis la cabeza, don Bartolomeo, no hagáis gestos, pío señor don Lukas. Y vos, reverencia, no suspiréis ni contéis las moscas en el techo. Tantas ganas tengo yo como vosotros, tanto quiero tener a la Inquisición aquí como vos. Mas cuando se abrió el laboratorio había mucho concurso de gente. Y donde hay mucha gente siempre, creo que no sea grande novedad para todos, siempre habrá por lo menos uno que vaya con el cuento a la Inquisición. Y si apareciera por Olesnica el visitador, seremos los primeros a los que preguntará por qué vacilamos.

– Y entonces yo -el preboste dejó de mirar al techo- aclararé las vacilaciones. Yo, personalmente. Porque ésta es mi parroquia y sobre mí descansa la obligación de informar al obispo y al inquisidor papal. A mí también me corresponde valorar si las circunstancias dadas justifican la apelación y el empleo de la curia y del Santo Oficio.

– ¿Y la hechicería a la que se refiriera Adela Sterz en los agustinos no es tal circunstancia? ¿El laboratorio no lo es? ¿El alambique de alquimista y el pentagrama en el suelo no lo son? ¿La mandragora? ¿Los cráneos humanos y las manos de cadáver? ¿Los cristales y los espejos? ¿Las botellas y redomas con el diablo sabe qué pócimas o venenos? ¿La ranas y las salamandras en tarritos? ¿No son ésas circunstancias?

– No lo son. Los inquisidores son personas serias. Su labor es la inquisitio de articulis fidei. No los cuentos de vieja, las supersticiones ni las ranas. Así que no pienso hacerles perder tiempo.

– ¿Y los libros? ¿Éstos que están aquí?

– Los libros -respondió sereno Jacobo Gall- hay que examinarlos bien. Atentamente y sin prisas. El Santo Oficio no prohibe la lectura. Ni la posesión de libros.

– En Wroclaw -dijo Hofrichter con aire triste- no hace nada que a dos los mandaron a la hoguera. Se dice que precisamente por la posesión de libros.

– No por los libros -le contradijo el preboste con sequedad-, sino por su contumacia, por su estricto rechazo a impugnar las nociones que los tales libros contenían. Entre los cuales había escritos de Wiclif y Hus, del lollardo Floretus, de los artículos praguenses y muchos otros libelos y manifiestos husitas. Yo no veo nada parecido entre los libros requisados en el laboratorio de Reinmar de Bielau. Veo aquí nada más que obras de medicina. Que además son en su mayor parte, o quizá hasta al completo, propiedad del scriptorium del monasterio de los agustinos.

– Reitero. -Juan Hofrichter se levantó, se acercó a los libros extendidos sobre la mesa-. Reitero que para nada ardo en deseos de llamar ni a la Inquisición episcopal, ni a la papal. No quiero delatar a nadie, ni a nadie ver ardiendo en la hoguera. Mas aquí se trata también de nuestros pellejos. De que los tales libros no nos acusaran a nosotros. ¿Y qué tenemos aquí? ¿Aparte de Galeno, Plinio y Estrabón? Saladinus de Asculo, Compendium aromatorium. Scribonius Largus, Compositiones medicamentorum. Bartolomeus Anglicus, De proprietatibus rerum, Albertus Magnus, De vegetalibus et plantis… Magnus, ja, apelativo tal cual para un hechicero. Y aquí, vaya por Dios, Sabur ben Sahl… Abu Bekr al-Razi… ¡Paganos! ¡Sarracenos!

– Estos sarracenos -le aclaró sereno Lukas Frydman al tiempo que examinaba sus anillos- se enseñan en las universidades cristianas. Como autoridades en cuestión de medicina. Y vuestro «hechicero» no es otro que Alberto Magno, obispo de Ratisbona, famoso teólogo.

– ¿Tal decís? Hummm… Sigamos… ¡Oh! Causae et curae, escrito por Hildegarda de Bingen. ¡Una bruja, seguro, la tal Hildegarda!

– No precisamente -sonrió el padre Gall-. Hildegarda de Bingen, profetisa, llamada la Sibila de Renania. Muerta en olor de santidad.

– Ja. Mas si tal cosa afirmáis… ¿Y qué es esto? John Gerard, Generall… Histoire… of Plantes… Curioso, en qué lengua estará escrito esto… Creo que en la de los judíos. Mas de seguro que éste es otro santo. Y aquí tenemos Herbarius, de Thomas de Bohemia…

– ¿Cómo habéis dicho? -El padre Jacobo alzó la cabeza-. ¿Tomás el Checo?

– Así está escrito.

– Mostradme. Humm. Interesante, interesante… Todo, por lo que resulta, se queda en familia. Y en torno a la familia todo se revuelve.

– ¿Qué es eso de la familia?

– Tanta familia -Lukas Frydman parecía seguir interesado tan sólo en sus anillos- que más no se puede. Tomás el Checo, o sea Behem, el autor de ese Herbarius, es el bisabuelo de nuestro Reinmar, el aficionado a las esposas ajenas que tantos quebraderos de cabeza y tantos problemas nos está dando.

– Thomas Behem, Thomas Behem -frunció el ceño el burgomaestre-. También llamado Thomas el Médico. He oído hablar de él. Era amigo de no sé qué duque… No recuerdo…

– Del duque Enrique VI de Wroclaw -se apresuró a aclarar el sereno platero Frydman-. Ciertamente fue el tal Thomas su amigo. Al parecer fue un sabio preclaro, un médico de talento. Estudió en Padua, en Salerno y en Montpellier…