Unos gritos, relinchos, el sonido de unos cascos les llegaron por el camino y el bosque. Entre heléchos y tocones aparecieron corriendo unos alabarderos, por el camino venían a toda prisa unos cuantos jinetes, caballeros con armadura y ballesteros.
– ¡Pies en polvorosa! -gritó Rymbaba-. ¡Pies en polvorosa, si le tenéis estima a vuestros cuellos!
Se lanzaron al galope, perseguidos por los gritos y los silbidos de los primeros virotes de las ballestas.
No los persiguieron demasiado tiempo. Cuando los soldados de a pie se quedaron atrás, los caballeros aminoraron la marcha, no muy seguros a todas luces de su ventaja. Los ballesteros lanzaron una salva más tras de los fugitivos y así se acabó la persecución.
Para estar más seguros galoparon todavía un par de leguas, cambiaron de dirección, mirando a todos lados constantemente, entre colinas y bosques de arces. Nadie, sin embargo, los perseguía. Para dejar descansar a los caballos, se detuvieron en las inmediaciones de una aldea, junto a la última choza. Los lugareños, sin esperar a que les saquearan las casas y los corrales, les trajeron ellos mismos una cazuela de pieroguis y una tina de suero de leche. Los caballeros de rapiña, los raubritter, se sentaron en la valla. Comieron y bebieron en silencio. El más mayor, que se había presentado a sí mismo antes como Notker von Weyrach, miró largo rato a Scharley.
– Sí… -dijo por fin, lamiéndose los bigotes que se le habían manchado de suero-. Gente digna y brava sois, señor Scharley, y tú, joven señor Von Hagenau. Por cierto, ¿no seréis acaso descendiente del celebérrimo vate?
– No.
– Aja. ¿De qué andaba yo…? Ah, de que bravos y bizarros sois. Y vuestro criado, mas que a primer vista cretino pareciera, valiente y esforzado es hasta el pasmo. Sí… Os apresurasteis en favor de mis muchachos. Y a causa dello vosotros mismos os habéis metido en apuros, no os libraréis de embarazo. Os las habéis tenido con los Seidlitz, y ellos son vengativos.
– Cierto -confirmó otro caballero, con largos cabellos y bigotes como un siluro que se había presentado como Woldan de Osin-. Los Seidlitz son hideputas de especial cuidado. Todos los suyos. Es decir, lo mismo los Laasan. Y los Kurzbach. Todos ellos son rufianes rencorosos y bellacos infames… ¡Eh, Witram, eh, Rymbaba, cuidado que habéis jodido la cosa, así os lleve el demonio!
– Hay que pensar -les aleccionó Weyrach-. ¡Lo mismo el uno que el otro, pensar!
– Pues si pensé -masculló Kuno Wittram-. Aconteció así: miro, y veo un carro. Pienso a la sazón: ¿por qué no lo desplumamos? Una cosa lleva a la otra… ¡Puff, por la soga de San Dimas! Vos mismo sabéis cómo es esto.
– Lo sabemos. Mas se ha de pensar.
– ¡Y también haber cuidado con la escolta! -añadió Woldan de Osin.
– No había escolta. Nomás que el carrero, un mozo de cola y uno a caballo con un bonete de castor, de seguro que el mercader. Salieron rielando. De modo que pensamos: los avíos son nuestros. Y al punto: como de debajo de la tierra asoman quince mastuerzos con alabardas…
– Lo dicho. Hay que pensar.
– ¡Y es que tales tiempos corren! -Paszko Pakoslawic Rymbaba se enervó-. ¡A lo que hemos llegado! Un carro de mierda, mercancías por bajo la lona que valen lo más tres groshes y van y lo defienden como si fuera, con perdón, como si fuera el Santo Grial.
– Antaño tal no era -asintió el tercer caballero, que llevaba una melena negra cortada al estilo caballeresco, el del rostro tostado, no mucho mayor que Rymbaba y Wittram, llamado Tassilo de Tresckow-. Antaño, si se gritaba: «Quieto y suelta la bolsa», pues la soltaban. Y hogaño se defienden, lidian como diablos, como condotieros venecianos. ¡Todo ha ido a peor! ¿Cómo puede uno, en tales circunstancias, ejercer su profesión?
– No se puede -concluyó Weyrach-. Cada vez es más difícil nuestro exercitium, cada vez vida más dura, la de caballero de fortuna. ¡Hey!
– ¡Hey! -lo secundaron en un triste coro los caballeros de rapiña-. ¡Heeeey!
– Por el estercolero -advirtió y señaló Kuno Wittram- anda hozando un puerco. ¿Lo apiolamos y nos lo llevamos?
– No -decidió al cabo Weyrach-. No perdamos tiempo.
Se levantó.
– Don Scharley -dijo-. Ciertamente indigno sería el dejaros solos en este trance. Los Seidlitz son rencorosos, de seguro que ya han puesto patrullas y controlan los caminos. De modo que os pido que vengáis con nosotros. A Kromolin, nuestra sede. Allá están nuestros escuderos y muchos de los nuestros también. Nadie allá os amenazará ni burlará.
– ¡Y que lo intenten! -Rymbaba se acarició sus rubios bigotes-. Venid con nosotros, don Scharley, venid. Porque en verdad os digo que me ayudasteis extraordinariamente.
– Tal y como a mí el joven señor Reinmar. -Kuno Wittram palmeó a Reynevan en la espalda-. ¡Lo juro por el barril de San Ruperto de Salzburgo! Venid entonces con nosotros a Kromolin. ¿Don Scharley? ¿De acuerdo?
– De acuerdo.
– Entonces -Notker von Weyrach se desperezó-, en marcha, comitiva.
Cuando se estaba formando la columna, Scharley se quedó al final, llamó discretamente a Reynevan y a Sansón Mieles.
– El mencionado Kromolin -dijo en voz baja, mientras palmeaba a su castaño en el cuello- está cerca de Srebrna Góra, el Monte de la Plata, y de Stoszowica, junto a la llamada Sciezka Czeska, la Senda Bohemia, una ruta que lleva desde Bohemia a través del Przelecz Srebrne, el Puerto de la Plata, hasta Frankenstein, al camino de Wroclaw. Así que nos viene bien el ir con ellos. Y es más seguro. Nos mantendremos a su lado. Cerrando los ojos a su proceder. En la desgracia no se puede elegir. Aconsejo mantener la prudencia y no hablar demasiado. ¿Sansón?
– Callo y me hago el tonto. Pro bono commune.
– Estupendo. Reinmar, acércate. Tengo algo que decirte.
Reynevan, que ya estaba sobre el caballo, se acercó, sospechando lo que le esperaba y lo que iba a escuchar. No se equivocó.
– Escúchame atentamente, idiota sin remedio. El mero hecho de tu existencia ya constituye una amenaza mortal para mí. No permitiré que acrecientes esta amenaza con tu estúpido comportamiento y tus heroicidades de cretino. No voy a comentar el hecho de que, al intentar ser caballeresco, resultaste ser un idiota, que te lanzaste a ayudar a unos ladrones y les auxiliaste en su lucha contra las fuerzas del orden. No voy a burlarme, Dios mediante, de que hayas aprendido algo de todo esto. Mas te prevengo: si otra vez haces algo parecido, te abandonaré a tu suerte, de una vez y para siempre. Recuérdalo, borrico, anótatelo, zopenco: nadie se va a lanzar a ayudarte a ti, pues sólo un idiota se lanza a ayudar a otros. Si alguien pide socorro, lo que hay que hacer es darse la vuelta y poner tierra por medio. Te prevengo: si en el futuro siquiera vuelves la cabeza en dirección a un pobre, una doncella en apuros, un niño maltratado o un perro apaleado, nos separamos. Juega luego al Perceval por tu propia cuenta y riesgo.
– Scharley…
– Silencio. Estás prevenido. Yo no bromeo.
Cabalgaban por unas praderas en medio del bosque, entre hierbas y flores que les llegaban hasta los estribos. El cielo al oeste, cubierto por retazos de nubes, ardía con estrías de un ardiente púrpura. Se divisaba la oscura pared de las montañas y los negros bosques del puerto de Silesia.
Notker von Weyrach y Woldan de Osin, que iban a la vanguardia, cantaban himnos con aire serio y concentrado. De vez en cuando alzaban al cielo los ojos desde sus hundsgugeln, que llevaban alzados. Su cántico, aunque no muy alto, sonaba digno y adusto.
Pange lingua gloriosi
Corporis mysterium
Sanguinisque pretiosi,
Quem in mundi pretium
Fructus ventris generosi