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Rex effudit Gentium

Algo más atrás, tan lejos como para no molestar con su propio canto, cabalgaban Tassilo de Tresckow y Scharley. Ambos, con bastante menos seriedad, cantaban un romance amoroso:

So die bluomen üz dem grase dringent,

same si lachen gegen der spilden sunnen,

in einem meien an dem morgen fruo,

und diu kleinen vogelln wol singent

in ir besten wise, die si kunnen,

waz wünne mac sich da gelichen zuo?

Detrás de los cantantes iban Sansón Mieles y Reynevan, cabalgando al paso. Sansón escuchaba, se balanceaba en la silla y murmuraba, estaba claro que conocía las palabras del minnesang y que -de no tener que guardar el incógnito- con gusto se habría unido al coro. Reynevan pensaba y pensaba en Adela. Sin embargo, era difícil concentrarse, puesto que Rymbaba y Kuno Wittram, que cerraban la comitiva, cantaban a voz en grito y sin pausa canciones picarescas y de borrachos. Su repertorio parecía ser inagotable.

Olía a humo y a paja.

Verbum caro, panem verum

Verbo carnem efficit:

Fugue sanguis Christi merum,

Et si sensus déficit,

Ad firmandum cor sincerum

Sola fides sufficit.

La elevada melodía y los piadosos versos de Tomás de Aquino no engañaban a nadie, a los caballeros les precedía su reputación. A la vista de la recua salían corriendo las mujeres que recogían el heno, desaparecían como cervatillos las muchachas creciditas. Los leñadores huían ante sus golpes y los pastores llenos de miedo se escondían detrás de sus ovejas. Huyó, abandonando su carro, un peguero. Unos hermanos menores peregrinos alzaron sus hábitos hasta el culo y pusieron pies en polvorosa. No les hicieron efecto ninguno, pero ninguno, los poéticamente tranquilizadores versos de Walther von der Vogelweide.

Nú wol dan, welt ir die wárheit schouwen,

gen wir zuo des meien hóhgezíte!

Der ist mit aller siner krefte komen.

Seht an in und seht an werde frouwen,

wederz dá daz ander überstrite:

daz bezzer spil, ob ich daz han genomen.

Sansón Mieles tarareaba bajito, secundándoles. Mi Adela, pensaba Reynevan, mi Adela. Ciertamente, cuando por fin estemos juntos, cuando se termine esta separación, será tal y como las estrofas de Walther von der Vogelweide en las canciones que están cantando: vendrá el mayo. O como en los versos de ese otro poeta…

Rerum tanta novitas

In solemni veré

Et veris auctoritas

Jubet nos gaudere…

– ¿Has dicho algo, Reinmar?

– No, Sansón. No he dicho nada.

– Ah. Mas no sé qué cosas raras murmurabas.

Ah, primavera, primavera… Y mi Adela más hermosa es que la primavera. Ah, Adela, Adela, ¿dónde estás, amada? ¿Cuando por fin te verán mis ojos? ¿Cuando besaré tus labios? Tus pechos…

¡Aprisa, aprisa, adelante! ¡A Ziebice!

Me gustaría saber también, pensó de pronto, dónde está y qué está haciendo Nicoletta la Rubia.

Genitori, Genitoque

Laus etjubilatio,

Salus, honor, virtus quoque

Sit et benedictio…

Al final de la comitiva, invisibles tras de una revuelta del camino, gritaban, asustando a las fieras del campo, Rymbaba y Wittram.

Los curtidores puteros

el su culo le adobaron.

Los remendones rateros

con él zapatos montaron.

Capítulo decimoséptimo

En el que en Kromolin, sede de los caballeros de rapiña, Reynevan traba conocencias, come, bebe, cose una oreja cortada y toma pane en una junta de la milicia angélica. Hasta que de pronto aparecen en Kromolin unos huéspedes completamente inesperados.

Desde el punto de vista de la estrategia y de la capacidad de defensa, el poblado de los de rapiña llamado Kromolin estaba localizado en un lugar óptimo: se alzaba sobre una isla formada por un brazo amplio y cenagoso del río Jadkowa. El acceso lo aseguraba un puente escondido entre sauces y mimbres, mas era fácil defender la entrada. Ello lo atestiguaban las barreras, los manteletes y las cuñas erizadas de pinchos que estaban preparados para, en caso de necesidad, cortar el camino. Incluso en la semioscuridad del ocaso se veían otros elementos de la fortificación: vallas y palos afilados clavados en las orillas del pantano. Junto a la misma entrada, el puente estaba además cerrado por una gruesa cadena, mas ésta fue retirada de inmediato por los soldados antes siquiera de que Notker von Weyrach tuviera tiempo de doblar la esquina. Indudablemente los habían advertido antes desde la torre de vigilancia que se elevaba por encima del bosque de alisos.

Entraron en la isla, entre chozas y cabanas cubiertas de tepe. El edificio principal, con aspecto de fortaleza, era, como resultó, un molino, mientras que lo que habían tomado por un brazo del río era el canal de moler. Las compuertas estaban alzadas, el molino funcionaba, la rueda crujía, el agua caía con un susurro, salpicando blanca espuma. Desde detrás del molino y de los tejados de paja de las chozas se percibía el relumbrar de múltiples fuegos. Se escuchaba una música, gritos, algarabía.

– Se solazan -imaginó Tassilo de Tresckow.

De detrás de las chozas apareció una muchacha risueña y con las ropas descompuestas, agitando su trenza y perseguida por un grueso monje bernardo. Ambos se acercaron a un establo desde el que al cabo de un instante se escucharon unas risas y unos chillidos.

– Vaya, vaya -murmuró Scharley-. Exactamente igual que en casa.

Pasaron una letrina oculta entre los arbustos pero que se delataba por su hedor, entraron en el zócalo, lleno de gente, iluminado por el fuego, pleno de música y bullicio. Se advirtió su presencia y al instante aparecieron junto a ellos unos cuantos pajes y escuderos. Desmontaron, al punto hubo quien se ocupó de los caballos. Scharley hizo una señal a Sansón con un guiño, el gigante suspiró y se alejó con el servicio, llevando con él a los animales.

Notker von Weyrach dio su yelmo al escudero, pero tomó la espada bajo la axila.

– Mucha gente vino -advirtió.

– Mucha -confirmó seco el escudero-. Y dicen que vendrá más.

– Vamos, vamos -los apremió Rymbaba frotándose las manos-. ¡Hambriento estoy!

– ¡Cierto! -Kuno Wittram lo secundó-. ¡Y sed tenemos!

Pasaron al lado de una fragua que exudaba fuego crepitante, que apestaba a carbón y resonaba con el tintineo del metal. Unos cuantos herreros, negros como cíclopes, estaban sumidos en su trabajo, del que tenían en gran cantidad. Pasaron junto a un establo que había sido transformado en matadero. De las puertas, que estaban bien abiertas, se veían colgando por las patas unos cuantos cerdos y un gran buey. Precisamente a este último, al que acababan de abrir, le estaban sacando las entrañas y arrojándolas en un barreño. Delante del establo ardían unos fuegos sobre los que se tostaban cochinillos y carneros pinchados en unos palos. Calderos y cazuelas renegridos dejaban escapar vapores y olores deliciosos. Junto a ellos, sobre bancos, sentados a la mesa o simplemente tirados en el suelo, estaban los comensales. Una multitud de perros se retorcía entre crecientes montañas de huesos mordisqueados y los iba royendo. De las ventanas y las lámparas del zaguán de una taberna escapaba la luz, se sacaban barriles de ella cada dos por tres y de inmediato los rodeaban los sedientos.