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– Una tela limpia -pidió al cabo de un rato. De inmediato atraparon a una muchacha del público y le arrancaron la camisa. Sus protestas las silenciaron dándole un par de ñoños.

Reynevan vendó a conciencia la cabeza del herido con gruesas bandas cortadas del lino de la camisa. El herido, sorprendentemente, no se desmayó, sino que se sentó, pronunció algo ininteligible acerca de Santa Lucía, gimió, gruñó y le dio la mano a Reynevan. Al momento todos los demás se pusieron a darle apretones de manos al médico, felicitándole por su buen trabajo. Reynevan aceptó las felicitaciones, sonriente y orgulloso. Era consciente de que no le había salido muy bien lo de la oreja, pero en muchas de las caras que lo rodeaban había cicatrices mucho peor cosidas. El herido murmuró algo desde sus vendajes, pero nadie le hizo caso.

– ¿Y qué? Un bachiller, ¿no? -Scharley, junto a él, aceptaba las felicitaciones-. Doctor, doctor, mil diablos. Un buen médico, ¿verdad?

– Cierto -reconoció, sin mostrar arrepentimiento alguno, el culpable, el tal Glaubitz de la carpa dorada en el escudo, al tiempo que le daba a Reynevan un vaso de hidromiel-. Y no está borracho, lo que entre los matasanos ya es una rareza. ¡Cuidado que ha tenido suerte Schoenfeld!

– Tuvo suerte porque tú le rajaste -comentó Buko von Krossig con voz fría-. Si hubiera sido yo, de seguro que no habría habido qué coser.

El interés por lo sucedido decayó de pronto, interrumpido por la llegada de nuevos huéspedes al zócalo de Kromolin. Los caballeros de rapiña se gritaron unos a otros, se percibía una excitación que atestiguaba que no eran poca cosa los que llegaban. Reynevan los miró al tiempo que se limpiaba las manos.

La cabalgata de una decena de hombres armados era conducida por tres jinetes. En el centro iba un gordo calvorota de coraza negra esmaltada que llevaba a la derecha a un caballero con un rostro siniestro y una cicatriz transversal en la frente y a la izquierda a un cura o monje, pero que portaba una espada corta a un lado y llevaba un espaldar acerado sobre la jacerina que tenía por encima del hábito.

– Han llegado Barnhelm y Sulz -anunció Markwart von Stolberg-. ¡A la taberna, señores caballeros! ¡A la junta! ¡Venga, venga! ¡Llamadme a los que están retozando con las mozas por las cuadras! ¡Despertad a los durmientes! ¡A la junta!

Se formó un pequeño revuelo, casi todos los caballeros que se disponían a acudir a la reunión se apresuraron a aprovisionarse de comida y bebida. Se llamaba a los pajes con voz fuerte y amenazadora, ordenándoles que trajeran más barriles y más cántaras. Entre los que acudieron a la llamada estaba también Sansón Mieles. Reynevan lo llamó en secreto hacia sí y le hizo quedarse con él. Quería ahorrarle a su compañero la suerte de los otros criados, a los que los caballeros no les escatimaban empujones y patadas.

– Vete a esa junta -le dijo Scharley-. Mézclate con la turba. Bueno es saber qué planean estas gentes.

– ¿Y tú?

– Tengo otros planes a corto plazo. -El demérito captó con la mirada los ojos ardientes de una gitana que andaba por allí, hermosa aunque un tanto regordeta, con anillos de oro entrelazados en unos cabellos negros como ala de cuervo. La gitana le guiñó un ojo.

Reynevan estuvo a punto de hacer un comentario. Pero se contuvo.

En la taberna había una multitud. Bajo un techo no muy alto se acumulaba el humo y el hedor. Un olor a personas que hacía tiempo que no se quitaban las armaduras, al tufo de metal y a otras cosas. Los caballeros y escuderos agruparon los bancos en una especie de imitación de la tabla redonda del rey Arturo, pero faltaba muchísimo sitio para todos. La mayor parte estaba de pie. Entre ellos, al fondo, para no llamar la atención, Reynevan y Sansón Mieles.

Markwart von Stolberg abrió la junta, saludando a los nombres más preclaros. Enseguida tomó la palabra Traugott von Barnhelm, el grueso calvorota recién llegado, con su armadura cubierta de esmalte negro.

– La cosa, es decir -dijo, al tiempo que depositaba su espada envainada sobre la mesa con un tintineo-, es que Conrado, el obispo de Wroclaw, anda juntando caballeros bajo su estandarte. Es decir, que forma mesnada para atacar de nuevo a los bohemios, es decir, a los herejes. Es decir, que habrá una cruzada. Se me hizo saber a través de un emisario del señor estarosta Kolditz que quien quiera puede unirse a las huestes cruzadas. Al cruzado les serán los sus pecados perdonados, y lo que gane será para él. Los curas le han dicho a Conrado igualmente ciertas cosas, mas como yo no me acuerdo, está aquí el padre Jacinto, el cual encontramos por el camino, es decir, que os lo va a explicar mejor.

El padre Jacinto, el cura vestido con armadura, se alzó, puso sobre la mesa su arma, una espada corta, pesada y ancha.

– ¡Alabado sea el Señor -alzando la voz como si estuviera en el pulpito y moviendo la mano con gesto de predicador-, Él es mi sostén! ¡Él dirige mi brazo en la lucha, mis dedos en la guerra! ¡Hermanos! ¡La fe ha desaparecido! En Bohemia la plaga de los cismáticos ha cobrado nueva fuerza, el inmundo dragón de la herejía husita alza su testa nauseabunda! ¿Acaso vosotros, caballeros ordenados, vais a contemplar con indiferencia cuando bajo la señal de la cruz se reúnen gentes de los estados bajos? ¿Cuando, al ver que los husitas siguen viviendo, llora y se lamenta cada mañana la Madre de Dios? ¡Nobles señores! Os recuerdo las palabras de San Bernardo: ¡matar al enemigo de Cristo es recuperarlo para Cristo!

– Al grano -Buko von Krossig lo cortó malhumorado-. Resumid, padre.

– ¡Los husitas -el padre Jacinto golpeó en la mesa con los dos puños a la vez- son repugnantes a los ojos de Dios! ¡Así que a Dios le agradará que golpeemos con la espada y no dejemos que atraigan a su error e inmundicia ni a una sola alma! ¡Puesto que el precio por ese pecado es la muerte! Por ello os pido y digo, en nombre de su señoría el obispo Conrado, ¡poned la señal de la cruz sobre vuestras armaduras y convertios en milicia angélica! Y os serán perdonados vuestros pecados y culpas lo mismo en este valle de lágrimas que en el Juicio Final. Y lo que cada uno gane, será para él.

Durante un tiempo reinó el silencio. Alguien regoldó, a otro le sonaron las tripas. Markwart von Stolberg carraspeó, se rascó detrás de la oreja, pasó la vista a su alrededor.

– ¿Y qué decís -comenté)-, señores caballeros? ¿Eh? ¿Señores de la milicia angélica?

– Había que habérselo esperado -Bozywoj de Lossow habló el primero-. En Wroclaw estuvo Brand, el legado papal, con rica comitiva. Ja, hasta pensé en salirle al paso en el camino de Cracovia, mas llevaba buena escolta. No es cosa secreta que el cardenal Brand anda llamando a cruzada. ¡Los husitas le han enrabietado bien al Papa de Roma!

– Porque cierto es que en Bohemia las cosas no andan bien -añadió Jasko Chromy de Lubna, el caballero de los mostachos como un tártaro al que Reynevan ya conocía-. Las fortalezas de Karlstein y Zebrak, que están en asedio, pueden caer en cualquier momento. Me parece a mí que si no hacemos algo con los bohemios a tiempo, nos lo harán entonces los bohemios a nosotros. Ha de tomarse esto en consideración, me parece.

Ekhard von Sulz, el de la cicatriz transversal en la frente, maldijo, golpeó con la mano en el puño de la espada.

– ¡Qué considerar ni qué gaitas! -bufó-. Bien platica el padre Jacinto: ¡muerte a los herejes, fuego y sangre! ¡El que sea virtuoso, que mate a los bohemios! ¡Y de paso llevamos la harina a nuestro costal, puesto que es de rigor que por el pecado haya castigo y por la virtud, recompensa!

– Ciertamente una cruzada es una gran guerra -dijo Woldan de Osin-, y en las grandes guerras pronto se enriquece uno.