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– Sé cuáles son esos artículos. Mas ésos que han llegado no son la Inquisición.

– Nunca se sabe.

– Verdad. Mas daba la impresión de que tenías protectores. Y sin embargo te has escondido.

– ¿Y vos no?

La quesera tenía en las paredes multitud de agujeros que servían para asegurar a los quesos que se estaban secando el paso del aire, pero que permitían mirar en todas direcciones. Reynevan puso el ojo en un agujero que daba a la taberna y al zócalo iluminado por las teas. Pudo ver qué estaba pasando. La distancia no permitía escuchar. Pero no era difícil imaginárselo.

La junta bélica de la taberna continuaba, sólo unos pocos la habían abandonado. De modo que a los Sterz los recibieron en la plaza los perros, aparte de algunos escuderos y muy pocos caballeros de rapiña, entre los que estaban Kuno Wittram y John von Schoenfeld con su cabeza vendada. «Recibieron» era de todos modos palabra excesiva, pues pocos caballeros fueron los que alzaron la cabeza. Wittram y otros dos prestaban toda su atención a un esqueleto de carnero, de cuyas costillas andaban arrebañando los restos de carne y llevándoselos a la boca. Schoenfeld apagaba su sed bebiendo de una jarra con ayuda de una paja que atravesaba el vendaje. Los herreros y los mercaderes se habían ido ya a dormir, las mozas, los monjes, vagabundos y gitanos se habían esfumado por precaución, los criados afectaban estar muy ocupados. El resultado fue tal que Wolfher Sterz tuvo que repetir la pregunta hecha.

– He preguntado -tronó desde la altura de su montura- si habéis visto a un mancebo que responda a la descripción. ¿Ha estado o está aquí? ¿Me va a responder por fin alguien? ¿Eh? ¿O es que, malditos seáis, os habéis quedado sordos?

Kuno Wittram escupió un hueso de carnero directamente a los pies del caballo del Sterz. El otro caballero se limpió los dedos en su sobrevesta, miró a Wolfher e hizo girar significativamente el cinturón con su espada. Schoenfeld, sin alzar la vista, sorbió por su paja.

Rotkirch se acercó, al cabo se les unió Dieter Haxt. Ambos negaron con la cabeza cuando Wolfher y Morold los cuestionaron con la mirada. Wittich maldijo.

– ¿Quién ha visto a alguien como el que he descrito? -repitió Wolfher-. ¿Quién? ¿Tú? ¿No? ¿O puede que tú? Sí, tú, gigantón, ¡a ti te hablo! ¿Lo has visto?

– No -negó Sansón Mieles, que estaba de pie delante de la taberna-. No lo he visto.

– Quien lo viera y me lo señalare -Wolfher se apoyó en el arzón- se ganará un ducado. ¿Eh? Ah, aquí está el ducado, para que no penséis que miento. Basta con señalarme al hombre que busco. Confirmarme que estuvo aquí o que lo está aún. ¡Quien lo haga se ganará un ducado! ¿Eh? ¿Quién quiere ganárselo? ¿Tú? ¿O puede que tú?

Uno de los criados se acercó lentamente, mirando a su alrededor inseguro.

– Yo, señor, he vist… -comenzó. Pero no terminó porque John von Schoenfeld le dio una fuerte patada en el culo. El criado cayó a cuatro patas. Luego se alzó y salió huyendo, cojeando.

Schoenfeld se puso en jarras, miró a Wolfher y murmuró algo ininteligible bajo sus vendajes.

– ¿Eh? -El Sterz se inclinó en la silla-. ¿Qué? ¿Qué ha dicho? ¿Qué era eso?

– No estoy seguro -respondió Sansón sereno-. Mas me parece que algo sobre no sé qué putos judas.

– También a mí me parece -confirmó Kuno Wittram-. ¡Por el barril del santo Willibrord! No nos gustan los judas en Kromolin.

Wolfher enrojeció primero y luego palideció, apretando el asta de su gincho. Wittich acercó al caballo, Morold echó mano a la espada.

– No lo aconsejaría -dijo Notker von Weyrach, que estaba en las puertas de la taberna y tenía a un lado a De Tresckow y al otro a Woldan de Osin, y a la espalda a Rymbaba y Bozywqj de Lossow-. No os aconsejaría comenzar, señores de Sterz. Porque juro por Dios que lo que vosotros comencéis, nosotros lo terminaremos.

– Ellos mataron a mi hermano -jadeó Reynevan, todavía con el ojo en el agujero de la pared de la quesera-. Ellos, los Sterz, encargaron su muerte. Ojala se peleen… Y los caballeros de rapiña los destrocen… Así quedaría vengado Peterlin.

– No contaría con ello.

Se dio la vuelta. Los ojos del goliardo brillaban en la oscuridad. ¿Qué sugiere?, pensó. ¿Con qué no he de contar, con la pelea o con la venganza? ¿O ni una ni otra?

– No busco pleitos -dijo, bajando el tono, Wolfher Sterz-. Y no busco tampoco problemas. De modo que pregunto amablemente. El hombre que persigo mató a mi hermano y deshonró a mi cuñada. Es mi derecho el hacer justicia…

– Oh, señor Sterz. -Markwart von Stolberg meneó la cabeza cuando las risas dejaron de resonar-. A mal sitio habéis venido con los vuestros males. Os aconsejo que vayáis a buscar justicia a otra parte. A un tribunal, por ejemplo.

Weyrach bufó, De Lossow estalló en risas. El Sterz palideció, consciente de que se estaban burlando de él. Morold y Wittich apretaron los dientes de tal modo que casi salían chispas. Wolfher abrió y cerró varias veces la boca, pero antes de que pudiera decir nada entró al galope en el zócalo Jens von Knobelsdorf, llamado Buho.

– Canallas. -Reynevan apretó los dientes-. Y que no haya castigo para éstos… Que Dios no los golpee con su látigo, que no mande contra ellos a ningún ángel…

– ¿Quién sabe? -suspiró el goliardo en una oscuridad que olía a queso-. ¿Quién sabe?

El Buho se acercó a Wolfher, dijo algo muy rápido, con el rostro excitado y rojo, señaló hacia el molino y el puente. No tuvo que hablar mucho. Los hermanos Sterz picaron espuelas y cruzaron el zócalo a todo galope en dirección contraria, entre las chozas, en dirección al vado del río. Detrás de ellos se lanzaron sin darse la vuelta el Buho, Haxt y Rotkirch, quien iba entre estornudos.

– ¡Puente de plata! -Paszko Rymbaba escupió tras ellos.

– ¡Los ratones olieron al gato! -se rió Woldan de Osin.

– O al tigre -lo corrigió serio Markwart von Stolberg. Estaba más cerca y había oído lo que el Buho le había dicho a Wolfher.

– Yo -dijo el goliardo en la oscuridad- no saldría todavía.

Reynevan, que ya casi estaba colgando de la soga, se detuvo.

– A mí ya nada me amenaza -afirmó-. Mas tú has de tener cuidado. Por lo que leíste se quema en la hoguera.

– Hay cosas -el goliardo se acercó de modo que un rayo de luz de luna que se colaba por una rendija le iluminara la cara-, hay cosas que merecen que arriesgue uno la vida. Bien lo sabéis vos mismo, don Reynevan.

– ¿Qué quieres decir con esto?

– Bien sabéis qué.

– Yo te conozco. -Reynevan resopló-. Te he visto ya antes.

– Ciertamente me habéis visto. En casa de vuestro hermano en Powojowice. Mas cuidado con ello, mejor no hablar. La charlatanería es en estos tiempos defecto que trae la perdición. Más de uno se ha cortado la propia garganta por su larga lengua, como suele decir…

– Urban Horn -terminó Reynevan, asombrándose él mismo de su perspicacia.

– Más bajo -susurró el goliardo-. Más bajo con ese nombre, señor.

Los Sterz, ciertamente, se las habían pelado del pueblo con extraño apresuramiento, como si huyeran de un pelotón de tártaros, como si hubieran oído que había peste, galopaban como si el diablo les pisara los talones. Aquella vista compuso bastante la autoestima a Reynevan. Sin embargo, cuando vio de quién huían, cuando distinguió quién estaba entrando en Kromolin, dejó de extrañarse.

A la cabeza de un grupito de caballeros y de ballesteros a caballo iba un hombre con una bien dibujada barbilla y hombros anchos como la puerta de una catedral, vestido con una armadura milanesa hermosa y ricamente dorada. También su caballo, un enorme moro, llevaba armadura: un chamfron, es decir una testera, le protegía la cabeza, mientras que el cuello lo cubría un crinet, es decir, una capizana.